Ahora que por cuestiones familiares ando enfrascado en tests de aptitud, me acuerdo de cuando era yo quien tenía que decidir eso de "¿qué quiero ser de mayor?". Como casi todo me llamaba la atención, excepto ser militar, el psicólogo del centro me preguntó en su despacho si había contestado sinceramente a los cuestionarios, a lo que respondí que sí. "Entonces, -sentenció- puedes estudiar lo que te dé la gana".
Descartada la carrera militar, por lo mal que llevo las órdenes por razón de jerarquía (que no implica razón), y con la prisa provocada por el escaso tiempo entre las notas de selectividad (de septiembre) y el fin del plazo de matrícula, caí por la facultad de derecho con la misma decisión que las hojas en otoño. Para marzo ya había desistido, así que mi vocación inventada no sobrevivió al invierno.
Al año siguiente, me atreví con la psicología, pero la aridez del Dr. Pinillos y la UNED, una prueba para espíritus solitarios y Robinsones del estudio, pudieron conmigo.
El servicio militar me convenció de mi falta de madera para llevar y soportar galones, así que mi paso por el cuartel fue incluso más breve que por la facultad de derecho.
Acerté a caer por la escuela de magisterio, aunque no puedo atribuirme el mérito, pues me llegó el consejo de mi profesora de música, la cual no pudo sacarme partido como pianista pero al menos me enseñó una forma alternativa de ganarme la vida de manera agradable.
Cuando nos hablan de aptitud, parecen decir que si estás dotado para la medicina, lo lógico es que seas médico. En mi caso, nadie (excepto el psicólogo) dudaba de mis habilidades innatas para la música. Muchos daban por sentado que haría una brillante (o por lo menos no mate) carrera como pianista. Craso error: aunque tocaba de oído con facilidad, no me gustaba especialmente estudiar el piano, y menos aún los horribles ejercicios de Hanon o Czerny. Así fui pasando de curso hasta llegar a la infranqueable barrera del séptimo, a la que me enfrenté sin convicción, o más bien convencido de que había tocado techo. Algunos de mis compañeros menos dotados consiguieron terminar los ocho años de piano gracias a las virtudes que yo no tenía: sacrificio, estudio, ganas, motivación... Pero ¿qué podía hacer yo, si me aburría tanto sentado en aquella banqueta incómoda? Acaso yo era un TDAH en aquellos tiempos en los que no se había acuñado el término y la pedagogía era mucho más precaria, y la taxonomía más directa: listos, tontos, currantes y vagos. Yo pertenecía a la peligrosa especie de listos vagos.
Ayer volvieron a invitarme mis amigos de "Fuera de la jaula", con el reclamo apetecible de un Steinway and sons D-274. Aunque su cordura contracorriente no necesita de mis intervenciones musicales, parece que les hace ilusión sincera, Paco Alcántara mediante, contar conmigo cuando sacan su programa del estudio de Radio Nacional y aterrizan en escenarios con público. Lo único que no me gusta es tener la oportunidad de gozar con un gran cola de Steinway y que mis dedos no den para más. En otra ocasión, que digo yo que la habrá, voy a tirarme un farol: pediré que me dejen ensayar a solas unos días antes.
PD.- Una vez pregunté a una amiga que escribía y daba cursos sobre estilo literario qué era el estilo. "Como cada uno escribe". Pues este es el mío.
PD.- Una vez pregunté a una amiga que escribía y daba cursos sobre estilo literario qué era el estilo. "Como cada uno escribe". Pues este es el mío.
2 comentarios:
¿Por qué en todo lo que escribe queda ese poso de arrogancia? Los esfuerzos por parecer humilde resultan inútiles... Quizá sea culpa de su "estilo literario".
Es, por supuesto, mi opinión.
Un seguidor no demasiado constante.
Supongo que si Ud. observa un poso de arrogancia lo habrá. Uno nunca acaba de conocerse, pero se agradecen las opiniones críticas, que de palmeros se aprende poco. Lo que no reconozco, francamente, es tal esfuerzo por parecer humilde. No va con mi estilo.
Gracias por su sincera opinión.
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