lunes, 26 de diciembre de 2022

RAROS Y JINGLE BELLS

 

 Mi amiga Clara dijo un día, no sé si el que me conoció (solo me había visto en foto, teñido de rubio por una promesa en el Camino de Santiago, y le costó identificarme): «para ser amigo del Fuentes y del Niño (Germán es el niño), no eres tan raro...». «Pero tienes tu cosa» —quise entender. 

 A Clarita le debo este blog. Ella lo creó, me pasó el enlace y le puso nombre y clave de acceso. Los cambié por mnemotecnia (no apunto mis passwords, pero tengo mi método), no por desconfianza. Clara sabe marcar distancias entre lo amistoso, lo privado y lo íntimo. 

 "Mi cosa" venía de lejos, pero se manifestó en su esplendor cuando conocí a Germán, y después al Fuentes y a Clara. Sus rarezas se me contagiaron, y tardé en darme cuenta de su importancia. Las casualidades, los hados, la fortuna, la providencia o el destino (según se les quiera llamar, creencias mediante), la vida, en suma, nos va moldeando. Otros amigos, de los de siempre, tenían y tienen lo suyo, y sus opiniones dejan huella. Algunos ni lo sospechan, pero a todos les debo algo, incluso a los ejemplos negativos (hay quienes dejaron su impronta y desparecieron, benditos ellos, que nunca volvieron a dar señales, ni falta que hace: ya no son amigos). El aprendizaje se muestra de múltiples formas. Llevo más de treinta y dos años ejerciendo la profesión de docente sin olvidarlo. Mis chicos, chicas, chic@s (el lenguaje inclusivo choca con la gramática, que será chikes, pero hay que forzar lo inforzable)... que no son tontos pese al Fornite (así lo digo en clase, y se mean), al Quevedo y la Rosalía (los apócrifos, huelga decirlo, que quienes me leéis lo tenéis claro, espero, no daré más pistas), al reguetón y la madre que lo parió sin epidural, aprenden y desaprenden a ratos.

 No sé por qué han salido estos tres (y más que no cito con nombre, aunque estoy seguro de que alguno se sentirá subrayado) en estas fechas de desparrame, cachondeo, excesos (o compensación de defectos) y sendas excusas. Escribo porque ayer fue fiesta grande trasladada a hoy; porque he ido al tanatorio (pasando por aquí y por ahí) a despedir a un señor de sesenta y tres años (tengo cincuenta y siete y me ha dado por pensar...), cuya hija fue alumna mía y hoy es compañera (la vida te pone y quita, esclavos y señores); porque he dormido nueve horas (sin resaca, gracias a San Omeprazol); porque este blog es mi terapia gratis (que no lo sospechaba hasta que hace un año empecé a pagar a un psicoanalista), la de verbalizar y pensar; porque pasé la Nochebuena sin discutir (comiendo y bebiendo poco, que los órganos tienen sus conexiones y es mejor cortarlas); y porque escucho más que hablo. Y leo más de lo que escribo. 

 

 

 

domingo, 4 de diciembre de 2022

4 DE DICIEMBRE

 Nací con reloj de serie, conectado con mi memoria a largo plazo, y funcionan ambos como una película de cine, no de fotos (aunque a veces también). Relojes, cine y fotos me acompañan desde pequeño, por vía paterna. 

 Mi amigo Juan Carlos cumpliría hoy 57 años. Antes de la misa de doce, le puse unas velas eléctricas. Por caprichos de mi cabeza, que funciona de forma autónoma, me acordé de la primera cena, que vino precedida de una promesa que nos hicimos los cuatro de entonces, del cole, del mus en el club del colegio de médicos, y de los pinchos de tortilla con chato de mosto en el Jovi: J.C, Sanmi, Nacho y yo.

—El primero que tenga trabajo invita a los otros tres —convinimos.

 Como no dejamos por escrito cláusulas ni letra pequeña, las clases particulares de solfeo que daba a unos vecinos sirvieron para pagar mi deuda. Un curre es un curre, aunque sea en negro.

 Nos plantamos, reserva mediante, en un hotel céntrico que tenía restaurante. Cuatro mocosos, dos con derecho a voto, rodeados de mesas con familias, parejas y gente seria y adulta, llamaron la atención del maitre. Como jefe de la expedición, y con el mando en plaza que me otorgaba mi billete morado en la cartera, me permití pedir el vino. 

 —Un Protos... o algo parecido —dije. Hablaba de oídas, por lo poco que había aprendido hasta entonces, pero en la mesa de al lado había una botella igual.

 El hombre me miró con cierta conmiseración, aguantando la risa. Se temería que, a la hora de pagar, nos ofreciéramos a fregar platos para compensar mi falta de liquidez. 

 —No tenemos, pero puedo ofrecerle un Balbás joven.

 Acepté, por no discutir. Un hombre con uniforme impone más que cuatro chavales en vaqueros.

 Nacho se comió el pisto, aunque aquel amasijo se parecía más a un puré a medio triturar que al pisto de verdad, el que su madre, de Albacete, preparaba. Sanmi cortó su escalope milanesa, un filete empanado, en román paladino, en trocitos pequeños.

 —Coño, Jose. Corta y come —le dije.

 —De eso, nada. Primero trabajo y después como.

 No recuerdo qué pedimos Juan Carlos y yo. Solo que lo pasamos bomba, pagué y nos fuimos felices después de nuestra primera cena con mantel de tela. Tampoco sé si hubo otras —el pacto era "el primero paga"—. 

 Ahora que caigo, años más tarde hubo una especie de masterchef del mismo cuarteto en el chalet de Sanmi. Compramos dos lechazos, y cada uno de nosotros se encargó de asar su cuarto —lo de trasero y delantero no era importante— en el horno de Pereruela, con bandejas de barro, como mandan los cánones lechacísticos. Cada uno hizo el suyo según la receta materna, y el mío ganó en el punto, dorado y crujiente, pero quedó más soso que el menú de una residencia de ancianos. Otro flotaba en aceite; el tercero sobrevivió al naufragio por exceso de agua sin flotador, y el último se quedó a medio hacer, más cerca del carpaccio, que en aquella época no existía o no sabíamos qué coño era— que del asado. No nos importó —incluso las discusiones, votadas por el resto de comensales fueron divertidas—. Cenamos en el jardín, y algunos dormimos allí después de discutir sobre los merecimientos de los asadores de pacotilla. 

 Juan Carlos y Sanmi ya no pueden participar de un nuevo reto. Hace años que los llamaron al restaurante en el que solo sirven maná. Descansen en paz. Solo espero que nos les dejen entrar en la cocina. 

 


domingo, 27 de noviembre de 2022

1984 O POR AHÍ

 Después de nuestra sudada del jueves (los martes hay otra), nos fuimos mi compañero de fatigas (dos por semana), el letrado letrado (no es error tipográfico) Chema y yo a tomar la caña que hemos institucionalizado, no por recuperar líquidos sino por soltar la lengua, que ya se desata durante el entrenamiento al que asiste nuestro asesor (nos negamos a llamarlo coach o personal trainer, antiguos que somos), sorprendido de que sea la lengua el único músculo que no se nos cansa por más que nos castigue —por nuestro bien, se supone— con series de subibaja-tiraempuja-dentrofuera. 

 El amigo jurista es buen y documentado conversador, un tío leído y a veces escribido, rara avis en estos tiempos en los que abunda el indocumentado monologuista, ese que espera mientras se come las patatas fritas a que respires para meter baza sin importarle lo que acabas de decir. Uno de los asuntos que ocupaba nuestra rehidratación versaba sobre la conveniencia de aconsejar a quien crees que anda un poco descarriado, confuso o errático, y la forma (si era menester) de hacerlo. Hay quien piensa que los amigos están para darte la razón y, aun cuando les pidas opinión, cuidarse mucho del fondo y la forma. Chema y yo opinamos que para llamarnos guapos ya tenemos familia o, como decía Lobo en Pulp Fiction, «no empecemos a chuparnos las p... todavía». 

 Atendimos brevemente al wasap, entre sorbo y sorbo, y ambos convinimos en que Orwell se habría ahorrado su novela apocalíptica, 1984, si hubieran existido los móviles cuando la escribió, y más otros que hablaban de chips implantados a la fuerza. Hoy pagamos una pasta por comprar el implante, al que voluntariamente incorporamos nuestros datos.

 Por ponerlo a prueba, le pregunté si, en caso de verme perdido, me lo diría. Como no es persona alocada, dio un sorbo a su cerveza, lo pensó y dijo:

—Hay que buscar el momento, el tono... —volvió a beber— y... sí: te lo diría. 

 Después de las cañas, pasamos por la calle Santiago, con sus luces navideñas —este año hemos cambiado las catedrales neogóticas por los cajones— y su música, entre el Jingle bells rock, también el clásico, el All I want for Christmas is you de la Carey, y otras de semejante pelo o pelambrera que se disparan cada hora, para regocijo de los viandantes, móvil en mano, y retortijón de los vecinos —opositores, jubilados, niños, universitarios y resto de seres humanos— que necesitan, como todo el mundo, que se respete su ritmo de trabajo y descanso.  

 (Sigo prefiriendo un paseo por la orilla del río que otro bajo el neón, led o iluminación respetuosa y energéticamente menos reprochable. La música la elijo yo —con auriculares—, aunque me conformo con el leve rumor del agua, el canto de los pájaros y el sonido de mis pisadas). 

 Nos despedimos y, de camino a casa, di gracias por contar con un amigo que me dirá con diplomacia y sinceridad,  llegado el caso,  que me vendría bien pararme a reflexionar. Eso es lo que llevo haciendo por escrito desde que abrí este blog —y antes—. 

 

domingo, 20 de noviembre de 2022

BUENOS PASSOS (LÍMITE 17.00 HORAS).

 








Escribo hoy en courier, que no es solo apellido de tenista americano sino tipo de letra francesa, cosa que aprendí ayer —acostumbrado al times new roman, la letra oficial para concursos, casi todos esquivos hasta ahora, menos tres de chorrocientos—. Y lo hago en honor a mis amigos de Malos passos, con los que compartí cocido castellano en Palazuelo de Vedija, previos vinos en Rioseco (Medina de), con otros de la tierra, de Mauro para abajo (a la inversa de las bodas de Caná). Y como lo de justificar no va conmigo ni, por lo que veo, con el caprichoso blog este, lo dejaré así, como si fuera adrede (aunque confiese mi impericia). 

Malos passos es, por lo que me contaron, el nombre sacado de una canción de Radio FuturaEscuela de Calor. Espero que Paz me corrija las cursivas si están mal. Por ella resucité mi procrastinada afición a escribir. Lo curioso es que, cuando la conocí por teléfono, supe que era una persona muy especial. Me llamó el día de mi cumple de hace, creo, unos seis o siete años.

—Jo, Paz. No se te pasa un cumpleaños.

La imaginé riendo —le puse cara a su risa—, acaso arrepintiéndose de haber topado con un chalao. Luego supe que no era el primer orate de su lista. 
Firmamos el contrato oral, nos vimos para el escrito, y me cayó aún mejor. Modestia aparte —no contemplo la inmodestia—, creo que yo también a ella. Después, todo fue a mejor y me gané  su crédito sin aval. Paz es pura intuición confiada. 

Durante la jornada (perdona por la rima interna), que comenzó en la Rúa (calle Mayor de Rioseco, frente a la tienda del Fuentes, otro amigo riosecano de pro —por riosecano y amigo), fui conociendo a la plantilla de colaboradores: un fotógrafo, Leica (Panasonic con punto rojo, ahí te pillé, Luis, y lo reconociste, eso te honra) en mano, al que ya considero amigo; un escritor con novela premiada, que, curiosamente, no había ido a hablar de su libro —lo compraré esta semana y te odiaré por haber ganado un Ateneo pucelano con tu primera novela, que ya te vale—; varios de la ribera del Sequillo, poetas y prosistas (cojones con el río este, la de artistas que ha parido)...

Ya en Palazuelo, mi cerebro, o lo que queda de él, se puso en modo on y acertó a reconocer a un tío bajo la gorra del revés, como de cazar ranas. Le sometí a un cuestionario con soluciones inmediatas, y aún seguirá alucinando para bien (a menos que se arrepienta de haberme conocido después de leer los textos en verso que le envié anoche). Otros dos conocidos más estaban sentados a la mesa. Lo de Jesús González también fue para nota.

Que de veinte comensales fuéramos cuatro los que hemos pasado por las aulas de los jesuitas, no en general, sino en el mismo colegio de la plaza de Santa Cruz, no deja de provocarme una sonrisa cabrona (sarcástica, malhadada, hijoputesca, un pelín resentida y un muchín ventajista son sinónimos), sin contar a los que salieron en la conversación y, como nosotros, se saltaron la norma de jesuitae artist muti ("no digáis que pasasteis por aquí"), que los jesuitas son izquierdistas de salón. 

(Por otro misterioso capricho, el texto vuelve a alinearse. No me molesto en hacer probaturas). Paz me llamaba porque un amigo común, periodista de RNE, le había dado mi número. Así funcionan las cosas desde tiempo inmemorial, antes de los algoritmos y las escuchas de Siri y Alexa, ese par de cotillas o cotillos). Quería que mi cuarteto Muzikanten —ya extinto— fuera a actuar en la casa de cultura que honra al poeta vallisoletano que da nombre a paseo y estadio de fútbol (don José era un adelantado futbolero y diseñador de espacios urbanos). Perdóneseme la elipsis narrativa, pero no estoy fino ni me importa.

Lo del límite 17.00 horas tiene que ver con el primer partido del mundial, no con una campaña de El Corte Inglés. No es que el fútbol me interese demasiado, pero me servirá para cortar la ingesta dominical de whiski —RAE mediante—  (sigo prefiriendo el whisky, y el güisqui me da dolor de ojos: los tres, en exceso, de cabeza). Además, un Catar - Ecuador me parece una velada invitación a la concupiscencia oral. A ello voy. O sea, al partido.

(Por cierto, Diego: ya tienes mi texto para el próximo Malos passos, cuya ilustración será cosa de Antxonio).

Algo me dejo en el tintero, lo sé y me falta. Y para que el wiski no me sobre, aquí lo dejo (o lo quedo en pucelano). 

La prevista o pre-vista me indica que se han mezclado tipos, márgenes y yo qué sé. Con que se me entienda...






domingo, 6 de noviembre de 2022

SI LO PONGO EN FORMATO WORD NO LO COMPRÁIS


LA PAJA EN OJO AJENO

 No se puede achacar a una vaga traducción, porque está escribida en castellano:

La lámpara de pie HEKTAR, comprada en IKEA un sábado, sale disparada hacia delante. La pesada base de hierro, girando sin control, alcanza a XXX en la pierna derecha cuando se apoyaba en ella para levantarse. No solo se la parte a la altura de la rodilla, se la arranca, dejando el hueso al descubierto, de un blanco perfecto, donde antes había carne, piel, y una pierna que llegaba hasta el suelo.

Me atrevería a sugerir al bestsellerado, si me lo permite: La lámpara de pie HEKTAR (no la STAINKHORD, anda que no hay diferencia), comprada en IKEA un sábado (los viernes no la venden, o son menos agresivas), sale disparada hacia delante (que suele ser la dirección habitual, por aquello de apuntar y disparar, a menos que se disponga de mira telescópica contra ataques por la retaguardia). La pesada base de hierro (habrá hierros ligeros, supongo, o aleaciones), girando sin control (que tomen nota los suecos para otra vez e instalen mando a distancia para controlar los pies), alcanza a XXX (no es un actor porno, es solo por no dar pistas) en la pierna derecha cuando se apoyaba en ella para levantarse. No solo se la parte a la altura de la rodilla, (:) se la arranca, dejando el hueso al descubierto, de un blanco perfecto, (dejando el hueso blanco al descubierto, no vaya a ser blanco el descubrimiento, que imagino más bien rojo) donde antes había carne, piel (¿ya no hay hueso?), y una pierna que llegaba hasta el suelo (las piernas normales suelen llegar al suelo, creo, e incluso las anormales, aunque si son más cortas tarden un poco más, y si más largas, lo contrario).

 El mismo capítulo está plagado de descripciones semejantes: que si el tablero de una mesa (no se dice si adquirida en el mismo establecimiento un sábado, o en otro un miércoles a primera hora, porque el comprador estaba de baja por enfermedad, que no dejaba de ser absentismo laboral para seguir chupando de la indemnización del seguro —otra sutileza más—) seccionó la carótida a la altura de un lunar que adornaba al interfecto desde que cumplió los nueve años y su madre lo llevó al dermatólogo, un tal Fernández del Epitelio; que si la onda expansiva vació el vientre de un madero o madera (este escribidor nunca usará madere, cosa que le honra, por honrarlo un poco) desalojando sus excrementos a base de hamburguesa de vacuno con doble de queso cheddar y topping de pepinillo agridulce (deconstruido, por supuesto); que si etc...

 Si el perpetrador de novelas leyera esto, que no lo va a leer porque anda enfrascado en la próxima entrega de su infinitología (mientras dé pasta), se descojonaría de mí (y no le quito razones, que soy un ser —valga la rebuznancia, que de esas sabe un huevo, y a él le valen— risible). ¿Quién osa criticar a un tío que vende millones de ejemplares, con la mera excusa de que son bazofia, como la hamburguesa de antes? Otro de la misma estirpe, que critica la incultura de los españoles al tiempo que se jacta de vender otros tantos millones de libros (supongo que sus compradores son justamente el resto de españoles, los cultos, pero no me sale tanta población) porque ayudan a combatir la incultura (si los incultos no te leen, a esos no los beneficias, y a los cultos que te leen no les haces falta, más bien lo contrario). 

Llegados a este punto, alguien se preguntará qué coño hago dando clases particulares un domingo por la tarde (no un miércoles a las nueve, ni un lunes a las tres y media, cuando en IKEA se venden más estanterías blancas que lavabos gris perla) sobre literatura si me estoy tragando el mismo truño que los los cultos-incultos. Les respondo: de vez en cuando me saturan las lecturas de autores muertos (esos de los que dice mi amigo Diego que han resistido el paso del tiempo y del marketing, por algo será) y me da por chutarme ácido úrico, colesterol malo y triglicéridos por compensar-descompensar. Tengo trillados los Mortadelos, que son graciosos per se, y me divierten más las obras "serias".

 Un día me apeteció escribir al "estilo" del sueco aquel que se hizo famoso (aparte de IKEA, hay más suecos que han creado escuela), tanto que su última obra tuvo que ser completada por otro sueco que no se hizo el sueco a la hora de poner la mano bajo el fajo (permítaseme la rima interna). Se la dediqué a un amigo, al que hice protagonista (él sabe por qué). Luego se la envié. Como es un tío cabal, seguro que la tomó por el lado bueno. Voy a buscarla y, si la encuentro, la colgaré en la siguiente entrada de este blog.

No me he tomado la molestia de revisar el texto. Los bestselerados tampoco, ni falta que hace. Están a otra cosa (rectangular y con números) de curso legal. 



domingo, 9 de octubre de 2022

OTRA MÁS



 Dice mi amigo Chema, el rostro impenetrable al que últimamente le han salido unos poros benignos que agradezco y están propiciando una amistad más intensa y profunda tras nuestros sudores en la máquina infernal que nos pone el cuerpo a punto, que le sorprende mi facilidad para escribir. No se refiere a que lo haga bien (tenemos gustos diferentes, y probablemente no tenga más remedio que comprarme un libro autoeditado por quedar bien), sino al impulso que me lleva a hacerlo, sobre todo —dice él— cuando se va alguien querido. «No es facilidad, es necesidad», le contesto. Y es que me da mucha pena que, aunque llevemos esta por dentro, no la saquemos a flote. A mí me ayuda a poner en valor a las personas que me han marcado, ayudado, acompañado en este trayecto después de que ellas lo hayan abandonado. Y, aunque algunas ya podían imaginarlo, otras ni lo sospechaban. Tal es el caso que me ocupa —llevo una tarde jodida de obituarios y llanto contenido, pero es lo que toca—.

 Para un docente no hay mayor premio que encontrarse con sus exalumnos y verlos felices. Alguno hay que te la tengan guardada, pero diré, a riesgo de parecer inmodesto, que lo frecuente es el trato amable, incluso en el caso de algún pupilo difícil. 

 En plena adolescencia hormonada (los diecisiete-dieciocho no dejan de ser un atisbo de premadurez con derecho a voto, que debería ser prevoto, como mera intención), tuve la fortuna de conocer a Emilio del Río (no al escritor influencer de hoy, que quizá sea pariente), sino al sacerdote jesuita que impartía la asignatura (área según no sé qué ley educativa) de Literatura contemporánea universal. No podría decir que se tratara de un comunicador nato, pues su monotonía invitaba más a la siesta que a la atención, y espero que no se lo tome a mal, pater, pero aquel tonillo de primitivo canto gregoriano encerraba un mensaje que tardó en manifestarse. Uno vive lo que vive, y lo cuenta como lo cuenta, sea alumno o profesor. 

 El realismo mágico de García Márquez y otros; Gide, Proust, Joyce y demás plastas (que me perdonen mis amigos snobs)...; Cela, Delibes y otros que se saltaban el guion, chocaban con mi impermeable mental (era el único año en que los jesuitas sorteaban la uniformidad masculina, y las chicas nos distraían). Tardé años en acometer lo que, de haberlo sabido, me habría facilitado superar mis ochos en cada examen (me dio el maillot azul de la regularidad), es decir, la lectura. Alguien me regaló un libro, El amor en los tiempos del cólera (sospecho que asesorada por un buen amigo), y de ahí nació mi interés.

 Una mañana vino el P. del Río cargado de libros, a dos por barba o más bien sotabarba. Nos los entregó antes del recreo. Mientras los cogíamos, se me ocurrió pedirle una dedicatoria. Me acerqué a su mesa, con mis ejemplares en mano, y creo que corrió la voz —del peloteo—. Cuando me di la vuelta, mis compañeros hacían fila (alguno me recriminó que le hubiese jodido el recreo en el Jovi, el bar al que acudíamos, pero no fue capaz de irse, por si las moscas). Recuerdo su rostro satisfecho, como de autor en feria del libro, autografiando volumen tras volumen, y yo me sentí feliz por haber favorecido su éxito efímero y concentrado (la autoedición o la edición en editorial corporativa vienen a ser lo mismo, un día de presentación y gloria efímera). 

 Nunca le di las gracias por sus revelaciones a toro pasado. Si pudiera leer mi blog, quizá se daría cuenta de lo que me transmitió (no es responsable de vocaciones literarias, aunque haya algún Abella o Valverde, sino lectoras), y me demoré demasiado. Espero que no sea tarde. DEP, P. "Chomski" (todos le llamábamos así, incluso los otros curas). Y gracias póstumas.

CASUALIDADES FATALES Y RECADOS VENIALES


 Se supone que, para un cantorcillo aficionado como yo, actuar en el Auditorio Nacional debería ser un caramelo. Acepté la invitación de María, amiga desde la juventud, y cuadré mis horarios con los de los ensayos, cosa sencilla para un tipo ocioso con muchas tardes libres. Lo que no sospechaba era que el evento coincidiría con la muerte de un buen amigo, igual que en mi anterior colaboración, que parecía predestinada por tratarse del Requiem de Mozart, una de mis obras favoritas. Así como la última pieza de Amadeus era propicia para una despedida, no sé si a César le parecería adecuada una sinfonía sobre Mahatma Gandhi, que también era cristiano de algún modo, aunque serlo no signifique nada excepto para quien tenga la certeza, si existe, después de muerto. La fe consiste en creer antes de comprobar. Desconozco si hay alguna obra sobre el dios Baco, que le habría resultado más propia, y no por bebedor sino por enólogo. 

 César, Epi —por su habilidad, creo, aunque nunca supe si era de coña, en la cancha de baloncesto— para quienes le conocimos de joven, era un tío encantador: tono de voz mesurado, sonrisa fácil y franca. Tengo la fortuna de rodearme de personas así, ya sea por casualidad o por algún mérito que tiendo a obviar porque pienso sinceramente que no lo merezco. El caso es que nos conocimos y nos caímos bien. Cuando decidió lanzarse por el camino de la enología, «el mundo del vino» (lo dijo un un comercial gili, como si el vino fuera la metonimia de la parte por el todo, una vez que casi ordenó recitar de memoria al camarero la carta de vinos, «deformación profesional», lo llamó; «malformación aficional», pensé yo), propicié su encuentro con otro de mis grandísimos amigos de la infancia —al que, por suerte o desgracia, según se mire, se ha vuelto a unir ayer en el destino eterno—, con quien compartió piso en Logroño durante una temporada. Ambos, me consta, disfrutaron juntos de buenos vinos, excelentes añadas, usando solo su nariz y su boca —como solía decir César, «hay grandes catadores de etiquetas, pero pocos entendidos»—. Creo que se reencontraron en mi boda, tras años de peregrinaje, como Liszt, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, Juan Carlos me regaló un decantador y César un Vega Sicilia del 70. ¡Qué cabrones, cómo me conocían! Un accidente doméstico se cargó el decantador, pero la botella —vacía, huelga decirlo—, sigue en la vitrina de la cristalería que otros amigos me regalaron cuando nos importaban los detalles en especie, esos que, siempre que los ves, te recuerdan a quien te los regaló. 

 Lo poco que sé sobre vinos me lo enseñó él. Nos citó, cuando aún era estudiante, a una cata ciega (yo aún pensaba que la ceguera venía después). A uno, Ángel G. Vallecillo, que hoy es escritor, se le ocurrió llevar un Mauro (ese manejaba pasta, y a los amigos los carga el diablo) y le sometió a un examen de notarías. Epi acertó la denominación de origen, el tipo de uva y lo de la crianza, que no era poco. Los demás bebimos mientras Ángel se rascaba la cabeza, el muy perro.

 De vez en cuando me llamaba para que probase sus caldos, y le hacía gracia mi forma de definirlos, mis calificativos (se me ocurre que «epítetos»). Entre los que más risa le provocaban estaban «crudo» y «azul». Para mí, azul era el paradigma de algo bien hecho, bello como un traje, unos ojos o un cielo. Solía decirme que le encantaba invitarme porque nunca le doraba la píldora, aunque a su favor jugaba que aún no existía el puto facebook, donde te escriben lo que quieres leer (lo cual no excluye los aplausos a este blog), vete a saber con qué perversos fines, desde el jijijaja, el somos mejores amigos o el a ver («haber» es muy habitual) si pillo. Y que aprendía de mi lengua directa, sin tapujos, de amigo de verdad, a la que jamás puso freno ni tacha porque entendía que mis opiniones eran, si no fundadas, sinceras. «Da gusto, siempre dices lo que piensas, no lo que me gustaría oír». Uno entre mil, este chico. Como para no quererlo. Sometía su trabajo de meses a mi opinión de segundos (es obvio que la mía no era la que más le importaba. Si no, mi tocayo Parker no le habría dado los puntos esos que convierten un vino en mercancía de primera). Venía a casa, cenábamos con un tinto recién embotellado (sin pegatina orientadora), me decía discretamente que los espárragos son enemigos del vino, pero se los comía, jugábamos al PC Fútbol en el ordenador, con medio litro de orujo destilado por él con los hollejos sobrantes de la vendimia, y nos untábamos de charla y amistad, y su perenne sonrisa adornada por sus dientes pequeños, ratoniles,  manchados de taninos o como se llame el tinte tinto. 

 El primero de mayo del 98 abrí su Vega Sicilia para comer. Sobró vino (o faltó comida), y se me ocurrió que podríamos quedar para la cena. Le llevé un catavinos, tan herméticamente cerrado como permite el plástico, con una muestra del vino que me había regalado. Se lo di en el coche. Encendió la luz de cortesía, la del espejo del copiloto, lo probó y dijo: 

—Es mi regalo de bodas. ¿A qué hora lo has abierto?. 

—A las tres. 

—Aún está bueno. ¿Te ha gustado?

—Me ha encantado, César. Gracias.

Le hizo ilusión que lo compartiera con él. Luego fuimos a cenar. No puso reparos en beber un clarete vulgar. Otras veces tragaba con explicaciones de sumiller de tercera, que si «esa añada aún no ha salido al mercado» (aunque él la hubiera bebido una semana antes en otro restaurante); «este es mejor que aquel» (y no lo era). En una bodega pedimos el clarete de la casa, y me dijo por lo bajini: «este es un vino del que se puede aprender, un vino didáctico: tiene todos los defectos y ninguna virtud». Pidió que lo cambiaran porque «hemos pensado que un tinto nos apetece más», y a la camarera se le torció el gesto, que no mudó hasta que trajo la cuenta.  Lo importante está por debajo de lo muy importante, que era la charla relajada y amistosa. Esto flota sobre todo, y hasta un vino malo es incapaz de estropearlo. Y si César destacaba era por no darse importancia; por su humildad a prueba de puntos Parker o Peñín, que eran muchos; por su manera de sentar cátedra sin darse ínfulas y por su bonhomía. 

 Hacía mucho que no nos veíamos, y las redes sociales no le gustaban demasiado, por lo que tardaba meses en contestar o responder a los comentarios. Nuestra siguiente cita, un día que nos encontramos por la calle, con su esposa y la primera criatura recién nacida, nunca llegó. Ahora espero de forma egoísta que tarde. Quiero pensar que Dios, esta vez, se arrepintió de otorgarle una enfermedad que no merecía pero soportaba con su habitual discreción, y le dio la oportunidad de aferrarse a otra para congraciarse y, de paso, llevárselo con él. No sé si en el cielo hay uvas, pero si las hay sabrán mejor. Parker y Peñín no podrán catalogar ya sus vinos, pero Dios no tendrá más remedio que darle un 100.

 Y aquí estoy, medio bebido, lloroso y hundido por este y otros motivos —mis escritos son corales, como las pelis con varios protas, y el término «coral» hoy me viene al pelo, pero esa es otra historia—, rindiéndole homenaje póstumo al bueno, que no es el tópico manido del día de las alabanzas, de César, Epi para los íntimos. DEP, amigo. Te lo has ganado.

domingo, 21 de agosto de 2022

DE MADRES Y ADVOCACIONES MARIANAS. (D.E.P. DOÑA CARMEN).

 Uno no entendía lo que nos decían en el colegio o en la catequesis sobre las dos madres: la de casa y la del Cielo. La de arriba nos quedaba lejos y solo conocíamos la imagen coronada por las doce estrellas que lucía en las iglesias, o la más próxima en la capilla del colegio, que no era del Carmen ni del Pilar, sino la misma Virgen —los jesuitas eran muy dogmáticos y doctrinales, y lo de las advocaciones marianas no iba con ellos, aunque sí lo de los apellidos—. Con el tiempo fui entendiendo que, así como la Virgen María adopta diferentes nombres según para quién, la madre de cada uno tenía sucursales, que eran las de nuestros compañeros. Había una especie de corporativismo materno entre ellas que, sin conocerse, las convertía en advocaciones de nuestra propia madre terrenal. A medida que uno iba adquiriendo la categoría de amigo, ellas, de igual forma, ganaban en la de madre, con casi todos los derechos y obligaciones: ponerte la merienda, preguntarte por las notas o los deberes, y echarte una reprimenda si no los habías hecho —los padres eran diferentes: no ponían merienda, aunque el mío una vez nos sorprendió con una lata de almejas y una botella de Codorniú mientras Nacho y yo preparábamos un trabajo para la clase de arte que no hemos olvidado (ni el menú ni el suspenso). Diré, por ser justo, que el padre de Nacho a veces me ponía un whisky después de cortarle el pelo a su hijo, pero ya no estábamos en edad escolar—. 

 Hace unos días nos dejó Carmen, una de mis madres terrenas, que tenía nombre de Madre de arriba. Cuando he sabido de su partida ascendente, me han asaltado los muchos recuerdos que mi memoria mantiene con letras brillantes, y he llorado un rato mientras rememoraba la escena del piano, con algunas hermanas y la madre de Nacho —y este y su hermano pequeño— cantando y bailando Paquito, el chocolatero para que yo pudiera sacar la partitura; los cafés con charla después de mi enésimo intento fallido de cortarle el pelo a mi amigo como Mel Gibson en Arma letal —yo había "aprendido" un solo corte en la mili, y siempre me salía algo más parecido a la teniente O´Neil—; las tardes-noches en que nos quedábamos a fumar con Mark Knopfler (al que vimos en la plaza de toros de Logroño invitados por nuestro amigo Juan Carlos) y Elton John, e incluso algún intento de estudio a última hora —doña Carmen debía de tenerme idealizado y confiaba en mí más que yo mismo— que raramente dio fruto —se nos colaban demasiados cómics entre los apuntes—.

 En lugar de doce estrellas (dicen que en honor a las tribus de Israel), se coronó con ocho hijos que hoy ya son tribu. Bendita y afortunada estirpe. 


domingo, 17 de julio de 2022

MOMENTOS ESTELARES DE LA HUMANIDAD

 Zweig, el tipo raro ese que escribía cojonudamente a ratos, y para él y sus amigos (los que lo entendían, y los esnobs —la RAE se acojona con el plural— que no se atrevían a decirle «joder, Stefan, vaya chapa») a otros, publicó su Momentos estelares... que, para mí, que solo soy un poco snob —a lo clásico y british, que me mola—, es un coñazo. Será que no lo entiendo, y no me importa reconocerlo. Si hay un momento estelar al año, no es otro que hacer la maleta para las vacaciones. Es en ese, desde que Iberia no es la única alternativa, sin apenas restricciones de peso ni trampas de última hora a tanto el kilo de exceso, cuando uno se la juega de verdad a rojo o negro: ¿Meto el abrigo, la rebeca, cazadora vaquera; dos trajes de baño o siete; un traje blanco por si me invitan a una boda ibicenca de influencers con poca influencia; camisetas o polos; chanclas, cangrejeras, alpargatas, mocasines, náuticos para hacer el ridículo en el barco que incluye paella; camisas de lino o algodón; manga larga o corta, francesa o tirantes?

 Puestos a sudar en la playa, en la cola del bufé —en el que un camarero se afanaba por demostrarme que "tronco de espárrago" no es menos que "espárrago a secas"—, en el chiringuito, en el restaurante ese al que es obligatorio acudir, en la discoteca con DJ —¿Aún quedan discotecas? ¿Aún ponen MÚSICA?—, tengo claras mis necesidades inexcusables: mi cámara de fotos, de las que se cuelgan al cuello y no incorporan modo selfie (autorretrato); material de escritura —libreta, lápices, boli—y auriculares (¿en qué coño queda el rumor del mar si los gritos no te dejan escucharlo?). Y ropa de quita y pon, lavar y secar, como para el camino de Santiago desde Sarria. Todo lo demás me sobra, excepto una terraza privada en la que no exhibir mi desnudez nocturna (la diurna, tampoco, que no me gusta castigar a los noctámbulos como yo con visiones nada motivadoras). En esa terraza, si la paga extra de un maestro se lo puede permitir de año en año, es donde anida mi felicidad: en el silencio de la noche oscura —me suena que lo dijo un poeta romántico—. Si no me preguntan «¿qué hacías despierto anoche a las tres, cuando me levanté a hacer pis?», la felicidad se escribe con mayúsculas. 

 A la vuelta, no tengo reparo en reconocer que no he visitado playas, calas o calitas; chiringos o chiringuitos; restaurantes o comederos; discotecas o discotocas —ya no tengo edad, ni la tuve, para lo segundo—. Poco me importa lo que se vea, porque no lo expongo. Tampoco pregunto, por si me cuentan lo de la pulsera todoincluido y me toca silbar. 

 Gracias, Ryanair, aunque solo sea por una cosa: nos has hecho pensar un poco en lo imprescindible —sé que ha sido sin querer, gilipollas no soy, pero te lo agradezco, y perdono que no me dejaras usar el bonobús, aunque tu servicio no sea mejor que el de la línea siete—. Eso sí: el próximo verano, aunque te la sude, pienso viajar en mi coche sin pesar la maleta. Me sobrará espacio, pero no porque tú lo mandes. El cielo no es menos azul, la playa tampoco. No habrá próximas vacaciones estivales con condiciones. En mi ocio mando yo. Que te quede claro.

domingo, 3 de julio de 2022

CHORRADAS


Desordenada como suele estar mi cabeza, en la que se coló un saltamontes o una saltamontas acelerada y nerviosa, saldrá esta entrada. 

Uno desconoce los mecanismos que nos hacen conciliar el sueño y los otros, los que nos joden la noche, aunque vaya teniendo cierta idea. A las dos y cuarto, mientras me fumaba el último cigarrillo, me dio por jugar al WORDLE con tildes. Entre las casi cincuenta mil palabras con seis letras que dice la sabia red que hay en castellano, por alguna extraña circunstancia se me ocurrió una esdrújula. Acerté a la primera. Creo en las casualidades, pero esta, por probabilidad, se sale de ese concepto. Apurando el cigarrillo, me dio por pensar si habría alguna conexión desconocida y me llevé el pensamiento a la cama. 

Un sí o un no, blanco o negro, en principio dan un 50%. Las consecuencias, por desgracia, no aseguran un 50% de éxito. Decir me quedo o me voy, entro o salgo, lo cojo o lo dejo pueden ser un todo o nada a partir de la decisión que se adopte. Me pregunto si algún hilo invisible o rojo me une a alguien que estaba pensando en la misma palabra a la misma hora, minuto arriba o abajo, o pensando en mí cuando me dio por escribirla. Estuve tentado de proponer a mis allegados que resolviesen el acertijo, por ver si alguno de ellos también lo resolvía a la primera.

Tiendo a la autoflagelación, y admiro a quienes asumen los errores, o simplemente no los ven, y siguen su camino sin mortificarse. Yo me obstino en analizar cada metedura de pata, no por sufrir sino por aprender. También pienso en quienes me flagelan, en sus motivos, en su vida, y con ellos suelo ser más comprensivo que conmigo. Veo justificaciones para ellos que para mí no tengo. Parecerá que me he salido del tiesto, pero mis razonamientos tienen reglas caprichosas. Me acuesto con una duda, no necesariamente importante, y no concilio el sueño. La sertralina no hacía milagros. El milagro se produce cuando empiezas a graduar los problemas: si realmente lo son; si la solución —si la hay— depende de ti; si fastidiaste a alguien —o alguien te fastidió— adrede o sin querer; si, en definitiva, merece la pena perder las horas nocturnas de descanso o es mejor esperar al día siguiente, no a que se arreglen solos sino a verlos a la luz con otra perspectiva que no sea la del agotamiento, cuando el cerebro se obstina en jugar al frontón y el saltamontes no descansa. Unos días es un asunto de calado y otros, los más, una nadería como encontrar la solución de un juego al primer intento. Ya me gustaría dar con la solución de problemas serios a la primera.

Aún hoy sigo preguntándome de dónde vino el soplo que me hizo pulsar las seis letras. Vaya usted a saber. Me acompañó durante la noche y así sigo. Otras dudas se irán resolviendo a lo largo del verano, que tiene muchas horas de luz. Si no, al menos las noches en vela serán más cortas. 



domingo, 17 de abril de 2022

DOMINGO DE RESURRECCIÓN Y POCAS COSAS MÁS

 Bien claro me queda que me lee poca gente. Juego con la ventaja de saber que a pocos les importa lo que escribo aquí, que poco daño puedo hacer o poca doctrina de andar por casa puedo impartir (justo lo contrario de lo que suele ser un blog de opinión).

 Esta mañana, en la misa grande, al sacerdote se le ocurrió saltarse el guion habitual de explicar las Sagradas Escrituras, para cuya lectura ha tenido que solicitar voluntarios porque le faltaba plantilla. Le salió la vena filológica, y explicó a quien estuviera atento (creo que solo lo he estado en ese momento y cuando ha dicho el nombre del Arzobispo, que otras veces, aunque lo conozco, había pasado por alto de forma consciente o inconsciente, lo que me pega más) el origen de la palabra domingo, día del sol para unos, del Señor para otros, en griego, latín, inglés...

 Vaya, que ya era hora de que un cura contase algo interesante. A mí, que cantaba bodas en un corito, me hacían gracia los consejos sobre el matrimonio que daban los célibes por mandato eclesiástico, igual que los de banqueros o algunos políticos sobre economía (ajena, claro). Para llevar tantas misas, soy un poco descreído.

sábado, 26 de marzo de 2022

DETALLITOS

 

 La ventaja de no ser columnista o redactor es que el tiempo no apremia, ni tampoco la necesidad de hacer caja a tanto el artículo respetando el manual de estilo (o falta de él). Dueño como soy de mi blog, puedo escribir lo que quiero y cuando me da la real gana, pisar charcos sin katiuskas y, en definitiva, opinar sin miedo. Como no aspiro a ganar dinero (mescojonodelosinfluencers), no tengo que contentar más que a una persona: a mí mismo. Si muestro mis vergüenzas no es por pasta ni afán de fama, notoriedad o influencerismo (más pasta). La palabra vergüenza es tan elástica...

 Hace muchos años, cuando aún la realidad no había tapiado mis ideales, me ofrecieron ser el sustituto de mi querido director del coro universitario cuando él no pudiera hacerse cargo. —La oferta vino de unos amigos a los que luego traicioné y, por mor del tiempo que nos reubica, queramos o no, recuperé años después gracias al sacramento del perdón, expreso o implícito. Fui un cochino rencoroso (uno tiene sus razones, pero esas mismas se extinguen y nos parecen vacuas minutos después, cuando no tiene remedio el daño)—. Yo disfrutaba entonces del divino tesoro al que se sumaban inexperiencia, vanidad y cierto predicamento entre mis compañeros, no solo por mis aptitudes canoras sino por mi carácter simpático y gamberro. Pero una cosa es cantar y otra hacer que los demás canten. Yo no era Quincy Jones, ya me habría gustado, ni tenía autotuner.

 Con mi nombramiento oficial en la carpeta del C.V., encontré el primer obstáculo cuando pedí silencio entre obra y obra en el primer ensayo que dirigía.

 —Coño —dijo uno de los dos Diegos—. ¿Tú pides que nos callemos?—Bien me conocían este y el otro, con los que había compartido horas en la escolanía de los jesuitas del centro. 

 Recuerdo que le miré con cara de «ya, hombre, pero no es lo mismo mandar que obedecer» si esa cara existe. Quizá porque había más excolegas coristas de antaño —los gemelos Basas, Nacho, Eduardo, Chema, y el otro Diego, que solo tenía ojos para una contralto con la que acabó casándose, aparte de algunos amigos ganados de cinco a seis en el Marimoli (el colegio mayor que nos cedía espacio para ensayar y darle a la pala), y después en Cantarranas, caña va y otra que viene—, el ensayo transcurrió de forma tranquila. Yo, que había observado las pocas carencias que D. Carlos no era capaz de arreglar por culpa de los cantores, me afanaba en trabajar los detallitos que echaba en falta, peccata minuta comparada con el trabajo gordo que él hacía, el de a diario entre partido de ping-pong y charleta. No resultaba sencillo mantener el orden, pero él conseguía que aquel maremágnum de chavales (¿qué es una persona de veinte años, aunque tenga derecho al voto?) llegados de diferentes colegios y luego facultades universitarias sonase más que dignamente. Aún no se llevaba lo de darse palmaditas en la espalda para calentar —las de hacer la pelota, sí, ya fuese para que te nombrasen maestro de cuerda, te diesen un solo o te borrasen las faltas de asistencia para ir de viaje—. Puedo atestiguar que  he cantado igual con estímulo y sin él. También que, por lo que me han contado algunos profesionales, es más eficaz la palmada frontal que trasera (en algunos coros no se cortan).

 Creo recordar que dirigí mi primer concierto en la iglesia de San Andrés durante un festival navideño. Me atreví a invitar a mi amigo Juan Ignacio —no por amigo, sino por cantante de verdad— para que hiciese el solo del Come and go, decisión que me costó alguna crítica de algunos que habían aprobado sin leer los estatutos que pretendían modernizar el coro —como así fue—, y que dejaban a la potestad del director la elección de solistas ajenos al coro —al que Juan había pertenecido, luego ajeno del todo no era—. Él mismo, sin que le pidiese opinión, afeó mi pantalón granate, que desde entonces no volvió a salir del armario, pero la amistad verdadera tiene sus exigencias. Tapó las bocas de los protestantes con su voz negruna bajo un manto pelirrojo, ese envidiable vibrato sacado de su oído privilegiado y la afinación perfecta, amén de su acento. Alguno preguntaba si el pelirrojo era irlandés. Firmó varios autógrafos, me consta. Yo, ninguno.

 Pocas veces más pude dirigir al coro, y cuando D. Carlos se ausentó para siempre yo no estaba, ni habría podido seguir su estela porque me faltaban virtudes y me sobraban defectos. Tampoco habría sido capaz de sustituir a mi maestro, mentor y abuelo putativo. Ni siquiera asistí a su sepelio porque había comprobado mi poca resistencia a la lágrima cuando fui a verle en el hospital. 

 Aunque parezca esta entrada un remedo nada autocomplaciente —aunque salvífico de algún modo— de la única frase que recuerdo de mis breves estudios de griego (mataiotes mataiotetos, kai panta mataiotes*), es solo el prefacio de lo que quiero contar.


 Hace un par de semanas, uno de mis amigos del alma dejó su trabajo como entrenador. La frontera entre dejar y que te dejen es muy sutil, y unos días u horas pueden cambiar el matiz. Llegó su sustituto, ganó un par de partidos, y la euforia alimentada por los palmeros con voz escrita —aunque sea con errores gramaticales de bulto que muestran carencias básicas para su trabajo, lo del fondo y la forma, ninguno de los cuales me seduce— llevó a las masas donde querían estos y aquel. Yo me alegro por la mejoría, pero no me olvido de los méritos del saliente y el entrante. Cuando te dan hecho el trabajo gordo, si eres profesional (yo no lo era en el caso paralelo), lo fácil es agregar detallitos. Luego, cada uno sacará pecho, pechito, pechote o reconocerá su cuota de éxito y agradecerá la de su antecesor.

 Dice mi amigo, el cesante o cesado, que la medida de lo que somos es lo que hacemos con lo que tenemos. Pasar de cero a cien es lo duro, lo que engendra la mayor dificultad. Aprovechar el viento a favor —y algunas habilidades valorables— para alcanzar los 110 quizá te dará la victoria, pero que nunca se te olvide quién te dejó el coche a 100. 

 *Vanidad de vanidades y todo vanidad. 

 

domingo, 6 de marzo de 2022

EL BUENO DE MI VECINO

 Cada vez que nos encontramos por la calle, me saluda y me pregunta por un par de viejos conocidos, siempre los mismos. Supongo que, de algún modo, marcaron su infancia. Uno de ellos también me dejó su impronta en forma de trauma de poca monta. La única vez que estuve a punto de pisar la tierra arenosa en un partido (no teníamos césped en los campos del colegio), interrumpió mi calentamiento, enfundado yo en una camiseta supletoria, desvaída y dos tallas más grandes que la mía (ya no quedaban de las buenas, a juego con mis recién estrenadas botas Adidas Valencia) para decirme que había agotado el cupo de cambios. Aunque me pidió perdón, regresé atribulado al banquillo... y nunca más volví. Bien cierto es que ser hermano de mi hermano, un extremo a la antigua usanza, endiabladamente veloz y de los que pisaban la raya, solo me garantizaba entrenar y a veces ir convocado. No pasé de ahí. Tenía el listón demasiado alto. La sombra de el rubio, mi hermano, pese a su metro setenta de estatura, era demasiado alargada para mí.

 Sobre marcas indelebles, traumas colegiales y otras hierbas infumables tengo experiencia para escribir un libro gordo. Por ahora (y por vagancia) me conformo con relatos breves, algunos de los cuales he presentado a concursos literarios. Un par de ellos obtuvieron premio, cuyo montante cedí a oenegés sin pedir siquiera el recibo que redujera mi contribución al erario público. Donar con beneficios fiscales es pura stevia: endulza, pero menos.

 El último relato que he presentado no mereció galardón a ojos del jurado, pero ha aparecido en un librito compartiendo honores con los premiados de verdad. Fiel a mi memoria, que también —salvo excepciones poco agradables que me recuerdan que el cerebro tiene sus lagunas— suele serlo a mí, escribí sobre hechos de la infancia. En este figuraba el chico (hoy más que adulto) que me pregunta sobre Manolo y Torrecilla. Este sábado bajé a hacer la compra con un ejemplar dedicado. Me encontré con la hermana del chaval y se lo di. Espero que entienda las licencias literarias y le complazca saber que no solo ocupa un lugar en mi memoria sino también en la de muchos pucelanos que lo recuerdan con cariño y admiración, pues admirable es retar a los autobuses en carreras por el Paseo de Zorrilla. Para quienes aún se preguntan si sigue vivo, puedo confirmarlo. Sigue siendo el mismo, con unos años más, pero igual de entrañable. 

domingo, 20 de febrero de 2022

LAS MIRADAS TORVAS.


 

   

  A poco de entrar en San Benito, ya me miran mal por saltarme (sin darme cuenta) el turno para echarme gel hidroalcohólico. También para meter una moneda en el lampadario, que unos días enciende veinte velitas a pilas y otros cinco (Iberdrola sabrá). No sé si hay carril bici para comulgar. Hace años que no lo intento ni con Omeprazol. 

   Decidí cambiar de itinerario para volver a casa. Antes había dos mujeres a la puerta, pero solo queda una, que cambia de lado para pedir favores pecuniarios de los fieles. Espero que la otra esté bien, pero me da mal fario. Una vez las vi discutir muy acaloradamente con cruce de insultos, pero no quiero pensar mal. 

   Escojo, por variar, el paseo paralelo al río (no el de Zorrilla, que también lo es pero lo conozco de memoria), que es peatonal-runneral-ciclistal al tiempo. Los corredores miran mal a los paseantes cuando invaden el carril que unos y otros creen suyo a falta de señales que lo aclaren; los ciclistas a los corredores y a los paseantes...; los ciclistas lentos a los rápidos, los corredores rápidos a los ciclistas lentos..., en fin, todos me miran mal, nos miramos fatal. Los patos graznan si me acerco demasiado a la orilla, no vaya a ser que me ponga a nadar y los azulones a los blancos, tiene cojones ir de limpio con la que está cayendo. Los piragüistas miran mal a los patos, y los cormoranes al cocodrilo que campa por sus respetos desde que se le escapó a alguien (yo sé a quién, pero no lo diré) y les quita el almuerzo. 

  Bueno, no todo es tan grave. He tenido un día tranquilo, de esos en los que todo te la... 

  Y voy sin mascarilla. 

domingo, 30 de enero de 2022

IN MEMORIAM

Después de revisarlo, contar y recontar, por si arañaba unas décimas, me di cuenta del error. Lo pensé mucho antes de decidirme a subir la tarima. Nos había advertido de que, en vista de los resultados, aprobar estaría más barato, o sea, que sería benévolo para compensar la dificultad del ejercicio, un examen de evaluación. Aún así, no me sentía satisfecho. Era mucho bajar. El sentido de la justicia que mi padre me había inculcado me obligaba a confesar.
—Don Jesús: el examen está mal corregido.
Lo dije sin temor, incluso con un poco de mala uva, pero sonriendo. Era un profesor exigente y justo a carta cabal. Mi denuncia le pilló de sorpresa y noté que se puso en guardia, aunque estuviera acostumbrado a las reclamaciones desesperadas de los adolescentes que veían escaparse sus botas de fútbol, sus tablas de esquí o lo que fuera que hubieran pactado en casa a cambio de un aprobado. 
—¿Dónde? —preguntó con su voz profunda, la misma que usaba para las explicaciones tiza en mano cuando no había pizarras digitales.
Señalé con el dedo sobre la hoja en la que figuraban mis más errores que aciertos. Repasó el problema. Se rascó la cabeza. Volvió a revisarlo. No salía de su asombro. Se había equivocado, cosa que no es infrecuente en un profesor ni en nadie. Levantó la vista. Como le veía confuso, le facilité la tarea.
—Este ejercicio, Don Jesús, está mal. Me sobra un punto.
Su rostro cambió por completo. Sin duda, pensaba que mi reclamación era para que me saliera a devolver. Apartó el folio y me hizo un gesto para que me acercase más, y nuestra conversación fuese confidencial, a salvo de oídos indiscretos, que en ese momento eran los de todos mis compañeros. 
—Si te quito el punto, tendré que suspenderte, —dijo bajando la voz. 
—Póngame la nota que merezco. Ya me esforzaré en la recuperación.
—¿Estás seguro? —insistió.
Mi cara fue la respuesta.
Tomó el boli rojo, tachó mi nota y escribió la nueva con un punto menos, del cuatro al tres. Volvió a mirarme, esta vez con ojos de padre.
—No me esperaba esto. Muchas gracias. 
Me apretó un brazo, lo que interpreté como señal de cariño. Regresé a mi sitio. Mi compañero de pupitre, un repetidor, me preguntó qué habíamos hablado. Se lo expliqué y me miró como si yo fuera bobo.

Al llegar a casa se lo conté a mi padre. En lugar de abroncarme por el suspenso, me felicitó por mi honradez. Sé que se sintió orgulloso de mí, porque mi padre era mucho padre. No recuerdo si acabé aprobando aquella evaluación, pero tengo la vaga idea de que sí, gracias a la benevolencia del profesor, que probablemente compensaría la limpieza de mi cuaderno o mi interés usándolos como argumento en la sesión de evaluación. Durante el resto del curso aprobé y suspendí más exámenes de matemáticas. Cuando fui de los pocos que sacaron buena nota en el control del número e —sigo sin saber para qué servía—, que se había llevado de calle a mis compañeros más aventajados, Don Jesús se alegró aún más que yo, y me hizo una confidencia respecto al mal perder de los empollones de la clase. Nunca hubo más quejas, no había razón para ellas. Sus correcciones posteriores jamás fueron discutibles. Aprobé el curso con dificultades, o sea, raspado.

Años después, cuando ya ejercía de maestro, tuve a su hija como alumna. Al pasar lista el primer día de clase, su apellido me sonó familiar. Luego consulté su ficha de datos, y allí figuraba mi antiguo profesor de matemáticas. Me acordaba del episodio —que no he contado para sacar pecho ni presumir de honradez, sino con lágrimas retenidas—, pero jamás se lo mencioné. Era una estudiante ejemplar, de las de diez tras diez, no sólo en inglés, que era la materia que yo enseñaba, sino en todo. Sus exámenes no admitían discusión: eran perfectos, por lo que no me dio la ocasión de regalarle ninguna nota para agradecerle el trato exquisito que su padre me había dispensado siempre. Le pregunté un día por Don Jesús. 
—¿Le conoces? —preguntó con la timidez que la caracterizaba.
—Claro. Fue mi profesor de matemáticas en segundo de BUP. Dale recuerdos.

Supongo que no se acordaría de mí, pero un día nos encontramos en la calle, éramos casi vecinos,  y al verme cayó en la cuenta.
—No sabía que te dedicabas a esta tarea —me dijo. Sé perfectamente que recordaba el asunto porque su mirada me resultó tan paternal como cuando era su alumno nada destacado. Después nos veíamos con frecuencia y echábamos una parrafada sobre la enseñanza. Intuí que Don Jesús me respetaba casi tanto como yo a él.

En la celebración de las bodas de plata de mi promoción, estuvo en la cena. Nos saludamos con afecto sincero, bajo la mirada escéptica de otros profesores que tuve y cuya consideración no acerté a ganarme, más bien al contrario, aunque no les culpo, porque yo nunca fui un alumno dócil, sino incómodo por decirlo de algún modo. 

Cuando supe que estaba enfermo —le vi después de la operación, paseando con su esposa, su hija y su nieta, que ahora también es una de mis alumnas—, me llevé un disgusto gordo. Charlamos un rato, manteniendo el tipo y, con las mejores palabras que pude encontrar, que no eran muchas, le deseé que se recuperase. Su propia delgadez y la cara de su mujer me dieron la pista de que la cosa era muy grave.

Acabo de regresar de su misa de funeral, de la que he tenido noticia diez minutos antes de la hora, mientras leía el periódico. Me he vestido a toda prisa. He pasado un mal rato, muy malo. Primero, al llegar y ver a algunos de mis profesores y maestros, porque me he sentido mayor; luego, cuando el director de mi antiguo colegio ha hablado de él al finalizar la misa de despedida; y sobre todo al dar el pésame a su hija. Al verme, me ha llamado por mi nombre, creo que extrañada por mi presencia, y excepto un «lo siento» que me ha salido en un hilo de voz bastante húmedo, no hemos hecho otra cosa que abrazarnos y besarnos. Me ha dado las gracias. Las palabras son poca cosa. Las personas somos poca cosa, pero los gestos nos ayudan. 
Bueno: algunas personas son muy importantes en nuestra vida, aunque ya hayan pasado a otra mejor. Y no tengo duda de que el Carnero, Don Jesús Carnero, ya está disfrutando de ella. Se la ha ganado. 

PD: Me habría gustado que mi entrada número 200 tuviera un cariz festivo. Quizá sea que mi profesor de matemáticas merecía un número redondo.

sábado, 22 de enero de 2022

MEAT LOAF, O EL PARAÍSO A LA LUZ DEL SALPICADERO DE UN OPEL CORSA ROJO

Tengo claro que Meat Loaf no pensaba en un Opel Corsa rojo de tres volúmenes cuando cantaba lo del Paraíso a la luz del salpicadero, sino en un Ford Mustang o un Chevrolet Corvette aparcado en un drive-in con lúbricas intenciones. Lo cierto es que, ahora que ha muerto Michael Lee Aday —el verdadero nombre del cantante antes de que un entrenador le pusiera el mote, y que jodió el fusible de un amplificador por pasarse con un agudo (estoy tirando de güisquipedia)—, me acuerdo de las tardes de tenis (o algo parecido) en Viana con mis amigos del cole y uno —más amigo de las pesas— adoptado de otro colegio por aquellas fechas en que aún quedaban dinosaurios por el Paseo de Zorrilla. A veces íbamos en el primer descapotable del letrado, un Suzuki con ballestas que ponía a prueba la resistencia de nuestras tripas, pero el recuerdo que se impone tiene que ver con la música de fondo. A Jose, el arquitecto discreto, le encantaba Meat Loaf, y el álbum Bat out of hell nos acompañaba por la carretera del pinar de Antequera. En alguna ocasión nos dejaba conducir su Corsa por caminos de arena sin pasar de segunda. 
La música tiene esa virtud, mal que les pese a quienes decían que música y perroflautismo vienen a ser la misma cosa. Nos trae recuerdos de amistad fraguada a raquetazos, copazos y meriendas pinariegas, y solo el dueño del Corsa sabrá si también de algún paraíso a la luz de salpicadero. 
Lo cojonudo es que siguen siendo mis amigos, y la muerte de Meat Loaf me ha hecho escribir este post dedicado a todos ellos. Tampoco pasa nada por decirle a tus amigos, aunque sea de vez en cuando, que los quieres.