Después de nuestra sudada del jueves (los martes hay otra), nos fuimos mi compañero de fatigas (dos por semana), el letrado letrado (no es error tipográfico) Chema y yo a tomar la caña que hemos institucionalizado, no por recuperar líquidos sino por soltar la lengua, que ya se desata durante el entrenamiento al que asiste nuestro asesor (nos negamos a llamarlo coach o personal trainer, antiguos que somos), sorprendido de que sea la lengua el único músculo que no se nos cansa por más que nos castigue —por nuestro bien, se supone— con series de subibaja-tiraempuja-dentrofuera.
El amigo jurista es buen y documentado conversador, un tío leído y a veces escribido, rara avis en estos tiempos en los que abunda el indocumentado monologuista, ese que espera mientras se come las patatas fritas a que respires para meter baza sin importarle lo que acabas de decir. Uno de los asuntos que ocupaba nuestra rehidratación versaba sobre la conveniencia de aconsejar a quien crees que anda un poco descarriado, confuso o errático, y la forma (si era menester) de hacerlo. Hay quien piensa que los amigos están para darte la razón y, aun cuando les pidas opinión, cuidarse mucho del fondo y la forma. Chema y yo opinamos que para llamarnos guapos ya tenemos familia o, como decía Lobo en Pulp Fiction, «no empecemos a chuparnos las p... todavía».
Atendimos brevemente al wasap, entre sorbo y sorbo, y ambos convinimos en que Orwell se habría ahorrado su novela apocalíptica, 1984, si hubieran existido los móviles cuando la escribió, y más otros que hablaban de chips implantados a la fuerza. Hoy pagamos una pasta por comprar el implante, al que voluntariamente incorporamos nuestros datos.
Por ponerlo a prueba, le pregunté si, en caso de verme perdido, me lo diría. Como no es persona alocada, dio un sorbo a su cerveza, lo pensó y dijo:
—Hay que buscar el momento, el tono... —volvió a beber— y... sí: te lo diría.
Después de las cañas, pasamos por la calle Santiago, con sus luces navideñas —este año hemos cambiado las catedrales neogóticas por los cajones— y su música, entre el Jingle bells rock, también el clásico, el All I want for Christmas is you de la Carey, y otras de semejante pelo o pelambrera que se disparan cada hora, para regocijo de los viandantes, móvil en mano, y retortijón de los vecinos —opositores, jubilados, niños, universitarios y resto de seres humanos— que necesitan, como todo el mundo, que se respete su ritmo de trabajo y descanso.
(Sigo prefiriendo un paseo por la orilla del río que otro bajo el neón, led o iluminación respetuosa y energéticamente menos reprochable. La música la elijo yo —con auriculares—, aunque me conformo con el leve rumor del agua, el canto de los pájaros y el sonido de mis pisadas).
Nos despedimos y, de camino a casa, di gracias por contar con un amigo que me dirá con diplomacia y sinceridad, llegado el caso, que me vendría bien pararme a reflexionar. Eso es lo que llevo haciendo por escrito desde que abrí este blog —y antes—.
1 comentario:
Pues a ver cuando encontrais el momento y el tono para decirme algo...
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