Cada vez que nos encontramos por la calle, me saluda y me pregunta por un par de viejos conocidos, siempre los mismos. Supongo que, de algún modo, marcaron su infancia. Uno de ellos también me dejó su impronta en forma de trauma de poca monta. La única vez que estuve a punto de pisar la tierra arenosa en un partido (no teníamos césped en los campos del colegio), interrumpió mi calentamiento, enfundado yo en una camiseta supletoria, desvaída y dos tallas más grandes que la mía (ya no quedaban de las buenas, a juego con mis recién estrenadas botas Adidas Valencia) para decirme que había agotado el cupo de cambios. Aunque me pidió perdón, regresé atribulado al banquillo... y nunca más volví. Bien cierto es que ser hermano de mi hermano, un extremo a la antigua usanza, endiabladamente veloz y de los que pisaban la raya, solo me garantizaba entrenar y a veces ir convocado. No pasé de ahí. Tenía el listón demasiado alto. La sombra de el rubio, mi hermano, pese a su metro setenta de estatura, era demasiado alargada para mí.
Sobre marcas indelebles, traumas colegiales y otras hierbas infumables tengo experiencia para escribir un libro gordo. Por ahora (y por vagancia) me conformo con relatos breves, algunos de los cuales he presentado a concursos literarios. Un par de ellos obtuvieron premio, cuyo montante cedí a oenegés sin pedir siquiera el recibo que redujera mi contribución al erario público. Donar con beneficios fiscales es pura stevia: endulza, pero menos.
El último relato que he presentado no mereció galardón a ojos del jurado, pero ha aparecido en un librito compartiendo honores con los premiados de verdad. Fiel a mi memoria, que también —salvo excepciones poco agradables que me recuerdan que el cerebro tiene sus lagunas— suele serlo a mí, escribí sobre hechos de la infancia. En este figuraba el chico (hoy más que adulto) que me pregunta sobre Manolo y Torrecilla. Este sábado bajé a hacer la compra con un ejemplar dedicado. Me encontré con la hermana del chaval y se lo di. Espero que entienda las licencias literarias y le complazca saber que no solo ocupa un lugar en mi memoria sino también en la de muchos pucelanos que lo recuerdan con cariño y admiración, pues admirable es retar a los autobuses en carreras por el Paseo de Zorrilla. Para quienes aún se preguntan si sigue vivo, puedo confirmarlo. Sigue siendo el mismo, con unos años más, pero igual de entrañable.
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