Uno no entendía lo que nos decían en el colegio o en la catequesis sobre las dos madres: la de casa y la del Cielo. La de arriba nos quedaba lejos y solo conocíamos la imagen coronada por las doce estrellas que lucía en las iglesias, o la más próxima en la capilla del colegio, que no era del Carmen ni del Pilar, sino la misma Virgen —los jesuitas eran muy dogmáticos y doctrinales, y lo de las advocaciones marianas no iba con ellos, aunque sí lo de los apellidos—. Con el tiempo fui entendiendo que, así como la Virgen María adopta diferentes nombres según para quién, la madre de cada uno tenía sucursales, que eran las de nuestros compañeros. Había una especie de corporativismo materno entre ellas que, sin conocerse, las convertía en advocaciones de nuestra propia madre terrenal. A medida que uno iba adquiriendo la categoría de amigo, ellas, de igual forma, ganaban en la de madre, con casi todos los derechos y obligaciones: ponerte la merienda, preguntarte por las notas o los deberes, y echarte una reprimenda si no los habías hecho —los padres eran diferentes: no ponían merienda, aunque el mío una vez nos sorprendió con una lata de almejas y una botella de Codorniú mientras Nacho y yo preparábamos un trabajo para la clase de arte que no hemos olvidado (ni el menú ni el suspenso). Diré, por ser justo, que el padre de Nacho a veces me ponía un whisky después de cortarle el pelo a su hijo, pero ya no estábamos en edad escolar—.
Hace unos días nos dejó Carmen, una de mis madres terrenas, que tenía nombre de Madre de arriba. Cuando he sabido de su partida ascendente, me han asaltado los muchos recuerdos que mi memoria mantiene con letras brillantes, y he llorado un rato mientras rememoraba la escena del piano, con algunas hermanas y la madre de Nacho —y este y su hermano pequeño— cantando y bailando Paquito, el chocolatero para que yo pudiera sacar la partitura; los cafés con charla después de mi enésimo intento fallido de cortarle el pelo a mi amigo como Mel Gibson en Arma letal —yo había "aprendido" un solo corte en la mili, y siempre me salía algo más parecido a la teniente O´Neil—; las tardes-noches en que nos quedábamos a fumar con Mark Knopfler (al que vimos en la plaza de toros de Logroño invitados por nuestro amigo Juan Carlos) y Elton John, e incluso algún intento de estudio a última hora —doña Carmen debía de tenerme idealizado y confiaba en mí más que yo mismo— que raramente dio fruto —se nos colaban demasiados cómics entre los apuntes—.
En lugar de doce estrellas (dicen que en honor a las tribus de Israel), se coronó con ocho hijos que hoy ya son tribu. Bendita y afortunada estirpe.
1 comentario:
Muchas gracias amigo.
No olvido que yo también tengo mi propia sucursal. Cuida mucho de Doña Cipri.
Un abrazo.
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