La ventaja de no ser columnista o redactor es que el tiempo no apremia, ni tampoco la necesidad de hacer caja a tanto el artículo respetando el manual de estilo (o falta de él). Dueño como soy de mi blog, puedo escribir lo que quiero y cuando me da la real gana, pisar charcos sin katiuskas y, en definitiva, opinar sin miedo. Como no aspiro a ganar dinero (mescojonodelosinfluencers), no tengo que contentar más que a una persona: a mí mismo. Si muestro mis vergüenzas no es por pasta ni afán de fama, notoriedad o influencerismo (más pasta). La palabra vergüenza es tan elástica...
Hace muchos años, cuando aún la realidad no había tapiado mis ideales, me ofrecieron ser el sustituto de mi querido director del coro universitario cuando él no pudiera hacerse cargo. —La oferta vino de unos amigos a los que luego traicioné y, por mor del tiempo que nos reubica, queramos o no, recuperé años después gracias al sacramento del perdón, expreso o implícito. Fui un cochino rencoroso (uno tiene sus razones, pero esas mismas se extinguen y nos parecen vacuas minutos después, cuando no tiene remedio el daño)—. Yo disfrutaba entonces del divino tesoro al que se sumaban inexperiencia, vanidad y cierto predicamento entre mis compañeros, no solo por mis aptitudes canoras sino por mi carácter simpático y gamberro. Pero una cosa es cantar y otra hacer que los demás canten. Yo no era Quincy Jones, ya me habría gustado, ni tenía autotuner.
Con mi nombramiento oficial en la carpeta del C.V., encontré el primer obstáculo cuando pedí silencio entre obra y obra en el primer ensayo que dirigía.
—Coño —dijo uno de los dos Diegos—. ¿Tú pides que nos callemos?—Bien me conocían este y el otro, con los que había compartido horas en la escolanía de los jesuitas del centro.
Recuerdo que le miré con cara de «ya, hombre, pero no es lo mismo mandar que obedecer» si esa cara existe. Quizá porque había más excolegas coristas de antaño —los gemelos Basas, Nacho, Eduardo, Chema, y el otro Diego, que solo tenía ojos para una contralto con la que acabó casándose, aparte de algunos amigos ganados de cinco a seis en el Marimoli (el colegio mayor que nos cedía espacio para ensayar y darle a la pala), y después en Cantarranas, caña va y otra que viene—, el ensayo transcurrió de forma tranquila. Yo, que había observado las pocas carencias que D. Carlos no era capaz de arreglar por culpa de los cantores, me afanaba en trabajar los detallitos que echaba en falta, peccata minuta comparada con el trabajo gordo que él hacía, el de a diario entre partido de ping-pong y charleta. No resultaba sencillo mantener el orden, pero él conseguía que aquel maremágnum de chavales (¿qué es una persona de veinte años, aunque tenga derecho al voto?) llegados de diferentes colegios y luego facultades universitarias sonase más que dignamente. Aún no se llevaba lo de darse palmaditas en la espalda para calentar —las de hacer la pelota, sí, ya fuese para que te nombrasen maestro de cuerda, te diesen un solo o te borrasen las faltas de asistencia para ir de viaje—. Puedo atestiguar que he cantado igual con estímulo y sin él. También que, por lo que me han contado algunos profesionales, es más eficaz la palmada frontal que trasera (en algunos coros no se cortan).
Creo recordar que dirigí mi primer concierto en la iglesia de San Andrés durante un festival navideño. Me atreví a invitar a mi amigo Juan Ignacio —no por amigo, sino por cantante de verdad— para que hiciese el solo del Come and go, decisión que me costó alguna crítica de algunos que habían aprobado sin leer los estatutos que pretendían modernizar el coro —como así fue—, y que dejaban a la potestad del director la elección de solistas ajenos al coro —al que Juan había pertenecido, luego ajeno del todo no era—. Él mismo, sin que le pidiese opinión, afeó mi pantalón granate, que desde entonces no volvió a salir del armario, pero la amistad verdadera tiene sus exigencias. Tapó las bocas de los protestantes con su voz negruna bajo un manto pelirrojo, ese envidiable vibrato sacado de su oído privilegiado y la afinación perfecta, amén de su acento. Alguno preguntaba si el pelirrojo era irlandés. Firmó varios autógrafos, me consta. Yo, ninguno.
Pocas veces más pude dirigir al coro, y cuando D. Carlos se ausentó para siempre yo no estaba, ni habría podido seguir su estela porque me faltaban virtudes y me sobraban defectos. Tampoco habría sido capaz de sustituir a mi maestro, mentor y abuelo putativo. Ni siquiera asistí a su sepelio porque había comprobado mi poca resistencia a la lágrima cuando fui a verle en el hospital.
Aunque parezca esta entrada un remedo nada autocomplaciente —aunque salvífico de algún modo— de la única frase que recuerdo de mis breves estudios de griego (mataiotes mataiotetos, kai panta mataiotes*), es solo el prefacio de lo que quiero contar.
Hace un par de semanas, uno de mis amigos del alma dejó su trabajo como entrenador. La frontera entre dejar y que te dejen es muy sutil, y unos días u horas pueden cambiar el matiz. Llegó su sustituto, ganó un par de partidos, y la euforia alimentada por los palmeros con voz escrita —aunque sea con errores gramaticales de bulto que muestran carencias básicas para su trabajo, lo del fondo y la forma, ninguno de los cuales me seduce— llevó a las masas donde querían estos y aquel. Yo me alegro por la mejoría, pero no me olvido de los méritos del saliente y el entrante. Cuando te dan hecho el trabajo gordo, si eres profesional (yo no lo era en el caso paralelo), lo fácil es agregar detallitos. Luego, cada uno sacará pecho, pechito, pechote o reconocerá su cuota de éxito y agradecerá la de su antecesor.
Dice mi amigo, el cesante o cesado, que la medida de lo que somos es lo que hacemos con lo que tenemos. Pasar de cero a cien es lo duro, lo que engendra la mayor dificultad. Aprovechar el viento a favor —y algunas habilidades valorables— para alcanzar los 110 quizá te dará la victoria, pero que nunca se te olvide quién te dejó el coche a 100.
*Vanidad de vanidades y todo vanidad.
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