Una vez destapado el velo que cubría mi infancia viajera, afloran más recuerdos.
Uno de los tópicos que solía oír era "aquí se debe de comer bien, porque está lleno de camioneros". Imagino que los años del hambre habían dejado ese sedimento en mi padre, que confundía comer bien con abundantemente, como corresponde a un profesional del volante con más de cuatro ejes a su cargo. Y a fe mía que allí se comía: unas paellas "recién hechas" que si no se salían del plato era porque quedaban firmemente pegadas, que más parecía eso que ahora se llama risotto; filetes con patatas, tan grande el uno como las otras; y flanes caseros, por supuesto, de tamaño familiar. Mi madre, adelantándose a la moda reciente del "take away", o "llévese lo que ha pagado", sin ningún complejo ni mención a que el perro que no teníamos se comería las sobras, pedía que nos hicieran bocadillos para el resto del viaje, o los hacía ella misma con la media hectárea de carne que no habíamos terminado. Mi padre revisaba meticulosamente la cuenta, y tanto daba ajustar los errores a favor o en contra, porque aunque le daba vergüenza llamar al camarero para decirle que nos había metido en la factura una merluza que no había servido, sin contar las muchas pescadillas convertidas en merluzas, (ya se encargaba mi madre de eso), si el error era a su favor, jamás se marchó de un restaurante con la conciencia intranquila. Luego nos daba una charla sobre integridad y ética que bien les vendría a muchos de nuestros prohombres de hoy.
El viaje proseguía con mi madre atenta a la fauna doméstica ("mira, una vaca, un burro, unos caballos") y mi padre a la salvaje ("un ratón, un zorro, una liebre o un conejo"), que él distinguía sin dudar y a velocidad de crucero.
En el asiento trasero teníamos sitio fijo: mi hermano a la izquierda, yo a su lado, la pequeña en medio, mi hermana mayor a la derecha y mi otra hermana a su lado. De ese modo, los flancos quedaban a salvo y los medianos protegidos. Y sin querer ser machistas, los hombres copábamos el flanco peligroso y las mujeres el otro, el de la cuneta, que se suponía más segura (cualquier paralelismo con la vida política era pura casualidad). Por allí circulaban cuentos, muñecas y juegos de viaje, teniendo en cuenta que sobrepasar la línea del respaldo y el cristal trasero suponía limitar la visibilidad y acarreaba bronca.
Mis hermanos y yo componíamos canciones con letra y música propias, a salvo de injerencias de la SGAE, e incluíamos coreografías que por la estrechez del espacio no pasaban de leves movimientos de manos o brazos. Estaba prohibido golpear los respaldos de los asientos delanteros, sobre todo el de mi padre, que se concentraba mucho en la conducción y no admitía distracciones. Lo bueno es que cada cosa que hacíamos mal iba siempre acompañada de una explicación razonable.
Y entre cánticos, chistes, risas y juegos, pasábamos las horas de carretera en familia. Y entre charlas educativas, claro.
1 comentario:
Continua con el relato: la moda nostálgica y la crisis de los 40 van unidas
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