Lo mejor suele ser documentarse antes de emprender una tarea, y el que no lo haga en esta época de información en la palma de la mano, o es un perezoso o alguna cosa peor. Diferente es, según la habilidad de cada quien, alcanzar el objetivo. Por claros que estén los manuales de montaje, a veces la silla KETECHINGEN sale cojitranca. Lo malo es que, a la hora de escribir, no hay recetas infalibles, del estilo «búsquese un tema (1); escójanse los adjetivos calificativos (14); colóquense delante o detrás de los sustantivos (14), preferiblemente en proporción de uno a uno; únanse los sintagmas con verbos (en cantidad variable); aderécense estos con algún adverbio y las partes de cada sintagma con preposiciones; repítase la operación por cada frase. Sírvase el producto encuadernado».
Esta semana se me antojó leer a Monterroso, el del dinosaurio que, según múltiples versiones apócrifas —y mira que es corto y fácil de memorizar— todavía estaba allí, aún vivía allí o aquí, o se acababa de marchar antes de que despertase no se sabe quién. El muy noble Augusto tenía una colección de pinceles, desde el de un solo pelo hasta brochas melenudas, que manejaba con idéntica maestría. Por fortuna, Tito no se sumó a la corriente de crear un personaje y exprimirlo por entregas periódicas, ni falta que le hacía. Se sacó un dinosaurio de la chistera y que cada uno lo imagine como le venga en gana.
Durante este mes y medio de ausencia, sin escribir en este cuaderno, también he recuperado a otro escritor, Roald Dahl, conocido por niños y adultos —en parte gracias al cine— y sus relatos breves, llenos de fina ironía o más gruesa mala leche.
Para que conste mi aprendizaje, aquí dejo un relato hiperbreve, con documento gráfico de esta misma mañana. El segundo inspiró el primero.
«CUANDO DISPARÉ, LA ARDILLA CASI NO ESTABA ALLÍ».
PS.- Tan arrobado por la lectura, olvidé echar un vistazo al manual de la cámara. No se puede estar a todo.
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