jueves, 1 de mayo de 2014

MÁS DE LO MISMO


La suspensión cautelar del texto anterior no obedece a falta de tiempo, ganas ni inspiración. Sólo a una norma elemental del bloguero que me acabo de inventar: si hay que usar el scroll de pantalla, es demasiado largo. No he comprobado este dato, ni en la entrada anterior ni en ninguna otra de las mías, pero sí en las ajenas, y mi atención, de por sí dispersa, se desvanece tras darle a la ruleta del ratón un par de veces. Por tanto seguiré el aforismo latino "medice, curate ipsum", o sea, aplícate el cuento, majete.

(Dos minutos más tarde, aunque esto salga mañana, que ya es hoy, o dentro de una semana, que también es hoy).

Tom Sawyer cayó en mis manos a la edad de diez años, una mañana sabatina de doloroso recuerdo, recién llegado del ambulatorio de la seguridad social, donde un sacamuelas, término incluso generoso para aquel animal, me arrancó una pieza pocha sin dejar que la anestesia hiciera su efecto. El día antes ya advertí a mi profesor de cuarto de EGB de mis dolores, y como no me hizo caso, cogí mi abrigo y me fui a casa sin pedir permiso. Después de echar un vistazo al libro de Twain, volví al colegio para tirar petardos, que era la costumbre durante las fiestas patronales, y el domingo regresé a urgencias para tratarme de un "pequeño" esguince que me tuvo en casa exactamente cuatro semanas, provocado por lanzarme sin paracaídas desde unos arcos pseudo romanos que adornaban el patio de arena. Así que tomé aquel contratiempo como una señal y me leí el librito.

No creo que el accidente me dejara secuelas psíquicas, en todo caso una cierta propensión a torcerme ambos tobillos con frecuencia creciente, aunque quizá en la profundidad de mi subconsciente anidara una asociación freudiana entre lectura y asistencia médica. El caso es que tuvo que pasar mucho tiempo para que yo superase aquella resistencia pasiva al negro sobre blanco, (cursilada horrible para evitar la redundancia).  

Cómo no, el amor otra vez, vino en mi ayuda. Y García Márquez se hizo presente años después de aprobar la literatura de COU. Mi novia de la primera mitad de los noventa me regaló "El amor en los tiempos del cólera" y creo que, por primera vez en mi vida, terminé un libro de cierta enjundia y abundantes páginas. Pero mi siguiente asalto fue de nuevo vano, y no tuve fuerzas para hincarle el diente al Ulises de Joyce, un irlandés bastante pesado que te hacía ser diferente, pero que lo ponía realmente difícil, por lo que abandoné la aventura, quizá muy ambiciosa, a las pocas páginas y muchos bostezos. 

La fortuna puso en mis manos "La piel del tambor" el verano de 1995, que devoré en unos días frente al Cantábrico, mientras me curaba las heridas que dejó el desamor (aquel verano terminó para mí "la primera mitad de los noventa"). No conocía a Pérez Reverte más que como articulista y ex corresponsal de guerra, y su libro me entretuvo, que no era poco,  y salvó del exceso de nostalgia propio de los estados carenciales de afecto y a veces de exceso de calcio...

En algún momento que no puedo precisar me fue regalado "Del amor y otros demonios", también del colombiano Gabo. 

Y sobre Neruda prefiero no hablar. Aunque sólo sea cuestión de tiempo.

PD.- La fotografía no tiene nada que ver, excepto la misma foto en sí. Habrá quien le encuentre sentido, no me cabe duda.









2 comentarios:

Unknown dijo...

y de todos, a cuál reverenciaste? Siempre una obra es el inicio de todas o el fin de todas. Es para empezar a disfrutar de las letras o simplemente morir para nunca empezar a leer una línea.

Unknown dijo...

y de todos, a cuál reverenciaste? Siempre una obra es el inicio de todas o el fin de todas. Es para empezar a disfrutar de las letras o simplemente morir para nunca empezar a leer una línea.