Llevaba varios meses sin escribir en mi cuaderno público, no así en los muchos privados que aparecen en diversos lugares de mi casa. Tras varios fiascos de poca monta relacionados con editores, de los que me he repuesto sin tratamiento médico, la muerte anunciada de García Márquez me ha devuelto a la silla de escribir a máquina.
Yo estudiaba el COU por letras puras. El "Chomsky", un jesuita que escribía y publicaba poemas pero sobre todo hablaba sin descanso con místico soniquete nasal, nos contó todo lo que sabía, que era mucho, sobre la literatura hispanoamericana, el realismo mágico, Gabo y su Macondo. Estudiar literatura por apuntes es una idiotez y una pérdida de tiempo, pero por aquel entonces yo era un maestro del carpe diem, así que, en lugar de leer los textos propuestos, copiaba y a veces estudiaba. Mis notas eran, después de las de inglés, las únicas que podía enseñar con cierto orgullo, aunque quizá tuviera que ver en ellas haber sido el impulsor de un acto digno del ateneo, a mayor gloria del profesor, en el que nos regaló un libro de poesía a cada uno, y sobre todo en la posterior firma y dedicatoria de ejemplares, que le provocó una alegría desconocida, acaso el minuto o el cuarto de hora de gloria (Warhol dixit) al que todos tenemos derecho. Como los quince minutos de su gloria los quitó de nuestro recreo, también recibí alguna colleja de los futboleros, por fastidiarles el partido, y de los ligones por demorar la visita a la plaza de Santa Cruz, en la que compartíamos bocadillos e ilusiones con las alumnas de las Carmelitas.
Tuve que caerme de varios guindos para emprender con cierto apetito la lectura de "Cien Años de Soledad". Acostumbrado al estilo recio y previsible de los redactores deportivos de "El Norte de Castilla", Macondo me pareció una playa paradisíaca, pero al cabo se volvió inexpugnable con la legión de Aurelianos, Aurelios y José Aurelios (quizá no los hubiera y lo confunda con un compañero de clase que usaba la cabeza enorme para rematar todos los corners) y huí del asedio de los Buendía, o de la defensa de su tierra, tras vanos intentos de regresar a su compañía.
Por fortuna, la reina de la creación vino en mi ayuda. La primera fue una amiga, complemento circunstancial (ya he dicho que estudié por letras) que me regaló un marcapáginas. Este obsequio, en apariencia simple, me ayudó a combatir mi soberbia, pues yo tenía la necia costumbre de obligarme a recordar la página en que dejaba la lectura tras cada sesión. Lo malo era que no siempre lograba encontrarla al día siguiente y me tocaba hojear hasta dar con el punto exacto, algo que en el caso de los Buendía, todos con aquellas declinaciones del Aurelio, se hacía complicadísimo. Aquella fundita de piel para la esquina superior de cada hoja, con la inscripción un poco infantiloide y quizá no bienintencionada "me llego aquí" me ayudó a avanzar en el proceloso mundo Garcimarquino (perdón por el palabro). Pero mi afán lector sucumbió ante mi pereza y acabé por devolverle el libro a mi hermana mayor, reconociendo mi fracaso. Mi único libro terminado hasta la fecha seguía siendo una versión sencilla de Tom Sawyer que recibí y leí a los... diez años.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario