domingo, 9 de diciembre de 2012

¿MOTIVACIÓN EXTRÍNSECA O INTRÍNSECA? I



Dizque serían las nueve de la mañana sabatina. Mi primera intención fue mejor que buena: pasear temprano antes del despertar de los coches, desayunar churros con chocolate o café, y llenar los pulmones de aire tan puro como pueda generar un parque ubicado en medio de la ciudad. Era un algo de diciembre, meseteño y cruel, húmedo y resbaloso. Salí de casa una hora antes del hecho que excusa este relato, gorro, guantes, bufanda, botas y cámara mediante. A veces sucede que el tiempo es aliado de la fotografía y no hay mejor socio que la casualidad. Alérgico como soy a los manuales de instrucciones, seleccioné una configuración para niebla o día frío o yo qué sé, y a ratitos iba sacando la cámara del bolsillo de mi abrigo, disparaba rápidamente y la guardaba antes de la congelación de máquina y maquinista. Pavos, ardillas, patos, gansos, ocas y cisnes no se habían desperezado aún, por lo que me consolaba con bichos menos fotogénicos como aviones, vencejos y golondrinas, si es que en invierno siguen por aquí, aunque excuso mi indocumentación porque ni soy fotógrafo ni menos ornitólogo. 

Y a las nueve y media en el reloj de Filipinos, que significa aproximadamente, mientras me entretenía echando un vistazo a las pocas fotos que había sacado, me adelantó una mujer vestida con ropa de deporte, de la que tiene propiedades antisudoríparas, antiinflamatorias y me atrevería a decir que anticonceptivas, al menos en invierno. Unos metros más adelante, se detuvo en un banco, comenzó una serie de estiramientos y se marchó tranquilamente, caminando satisfecha diez minutos después.

Esperé ansioso la llegada del sábado siguiente, aún más frío, más triste y nublado, y mi anhelada corredora solitaria tardó en llegar, supuse que la pereza la habría mantenido un rato más en la cama, pero acabó por aparecer, más abrigada y antilujuriosa si cabe. De hecho me costó reconocerla, porque no había una parte de su piel expuesta al aire afilado y prenavideño. Repitió su rutina y se alejó a paso ligero, con mis ojos siguiendo su estela de transpiración vaporosa deglutida por la niebla.

Pasaron los sábados, las brumas, las heladas, ese muestrario inhóspito de mi tierra, y semana a semana fui fiel a mi cita con el parque, la fotografía y la corredora, que al llegar la primavera se había ido despojando de prendas incómodas para ambos, aunque por diferentes motivos. Y el milagro sucedió: la ropa de correr dejó de parecerme antilijuriosa y anticonceptiva. 



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