Dizque serían
las nueve de la mañana sabatina. Mi primera intención fue mejor que buena:
pasear temprano antes del despertar de los coches, desayunar churros con
chocolate o café, y llenar los pulmones de aire tan puro como pueda generar un
parque ubicado en medio de la ciudad. Era un algo de diciembre, meseteño y
cruel, húmedo y resbaloso. Salí de casa una hora antes del hecho que excusa este relato, gorro, guantes, bufanda, botas y cámara
mediante. A veces sucede que el tiempo es aliado de la fotografía y no hay
mejor socio que la casualidad. Alérgico como soy a los manuales de
instrucciones, seleccioné una configuración para niebla o día frío o yo qué sé,
y a ratitos iba sacando la cámara del bolsillo de mi abrigo, disparaba
rápidamente y la guardaba antes de la congelación de máquina y maquinista.
Pavos, ardillas, patos, gansos, ocas y cisnes no se habían desperezado aún, por
lo que me consolaba con bichos menos fotogénicos como aviones, vencejos y
golondrinas, si es que en invierno siguen por aquí, aunque excuso mi
indocumentación porque ni soy fotógrafo ni menos ornitólogo.
Y a las nueve y media en el reloj de Filipinos, que
significa aproximadamente, mientras me entretenía echando un vistazo a las
pocas fotos que había sacado, me adelantó una mujer vestida con ropa de
deporte, de la que tiene propiedades antisudoríparas, antiinflamatorias y me
atrevería a decir que anticonceptivas, al menos en invierno. Unos metros más
adelante, se detuvo en un banco, comenzó una serie de estiramientos y se marchó
tranquilamente, caminando satisfecha diez minutos después.
Esperé ansioso la llegada del sábado siguiente, aún
más frío, más triste y nublado, y mi anhelada corredora solitaria tardó en
llegar, supuse que la pereza la habría mantenido un rato más en la cama, pero
acabó por aparecer, más abrigada y antilujuriosa si cabe. De hecho me costó
reconocerla, porque no había una parte de su piel expuesta al aire afilado y
prenavideño. Repitió su rutina y se alejó a paso ligero, con mis ojos siguiendo
su estela de transpiración vaporosa deglutida por la niebla.
Pasaron los sábados, las brumas, las heladas, ese
muestrario inhóspito de mi tierra, y semana a semana fui fiel a mi cita con el
parque, la fotografía y la corredora, que al llegar la primavera se había ido
despojando de prendas incómodas para ambos, aunque por diferentes motivos. Y el
milagro sucedió: la ropa de correr dejó de parecerme antilijuriosa y
anticonceptiva.
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