sábado, 15 de diciembre de 2012

...? II


El viernes por la noche era el momento de convertirme en meteorólogo, y si la previsión no resultaba favorable, en hechicero, brujo o chamán, o quienquiera que se encargue de conjurar los malos augurios de la atmósfera. Me vi odiando a Minerva Piquero, Mario Picazo o una mujer cuyo embarazo seguí, que daba el tiempo en la 1, cuando anunciaban vientos racheados, chubascos matutinos o tormentas, lo que significaba que mi corredora no saldría, o lo haría demasiado vestida, toda vez que yo había comprobado los soberbios efectos físicos de la carrera continua. Compré un  manual antiguo con todas las rogativas habidas para alejar las nubes, cosa que molestaría a mis amistades nefelibatas, pero que me complacía por los disfrutes venideros. Indagué en los anaqueles de mi hogar materno, por ver si los indios piel roja, de los que mi padre era romántico admirador, (tanto daba la tribu, apaches, siouxes, cheyenes, arapahoes, comanches, cherokees, pies negros, navajos o chiricahuas)  me guiaban en mi propósito de evitar las lluvias, siendo expertos  en provocarlas con cánticos y danzas. Y al despertar el sábado por la mañana, lo primero era levantar la vista desde mi cama para comprobar que el tiempo era benigno, habiendo cambiado mi costumbre de dormir a oscuras por la de hacerlo con la persiana levantada. Mi ánimo se contagiaba de las veleidades del barómetro, que también rescaté de la casa familiar, y cuyo manejo había aprendido a fuerza de observar a mi padre en los días previos a una jornada de pesca. En fin, la motivación me empujaba a semejante comportamiento neurótico que, por suerte, no era público hasta la hora de salir. Entonces me dirigía hacia el parque, desayunaba a mitad de camino, y luego comenzaba mi rutina de fotógrafo distraído, que se tornaba en voyeur atento cuando ella aparecía con su trotar redondo, y mal disimulado al empezar sus estiramientos siempre en el mismo banco. 

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