El viernes por la noche era el momento de convertirme
en meteorólogo, y si la previsión no resultaba favorable, en hechicero, brujo o
chamán, o quienquiera que se encargue de conjurar los malos augurios de la
atmósfera. Me vi odiando a Minerva Piquero, Mario Picazo o una mujer cuyo
embarazo seguí, que daba el tiempo en la 1, cuando anunciaban vientos
racheados, chubascos matutinos o tormentas, lo que significaba que mi corredora
no saldría, o lo haría demasiado vestida, toda vez que yo había comprobado los
soberbios efectos físicos de la carrera continua. Compré un manual
antiguo con todas las rogativas habidas para alejar las nubes, cosa que
molestaría a mis amistades nefelibatas, pero que me complacía por los disfrutes
venideros. Indagué en los anaqueles de mi hogar materno, por ver si los indios piel
roja, de los que mi padre era romántico admirador, (tanto daba la tribu,
apaches, siouxes, cheyenes, arapahoes, comanches, cherokees, pies negros,
navajos o chiricahuas) me guiaban en mi propósito de evitar las lluvias,
siendo expertos en provocarlas con cánticos y danzas. Y al despertar el
sábado por la mañana, lo primero era levantar la vista desde mi cama para
comprobar que el tiempo era benigno, habiendo cambiado mi costumbre de dormir a
oscuras por la de hacerlo con la persiana levantada. Mi ánimo se contagiaba de
las veleidades del barómetro, que también rescaté de la casa familiar, y cuyo
manejo había aprendido a fuerza de observar a mi padre en los días previos a
una jornada de pesca. En fin, la motivación me empujaba a semejante
comportamiento neurótico que, por suerte, no era público hasta la hora de
salir. Entonces me dirigía hacia el parque, desayunaba a mitad de camino, y
luego comenzaba mi rutina de fotógrafo distraído, que se tornaba en voyeur
atento cuando ella aparecía con su trotar redondo, y mal disimulado al
empezar sus estiramientos siempre en el mismo banco.
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