Creo que estaba ciertamente extrañada de verme cada
sábado, e incluso me atrevería a decir que molesta, sospecha que se hizo
realidad cuando aquella mañana de primavera se dirigió hacia mí, desafiante y
sudorosa, y me preguntó si podía enseñarle mis fotos. Tardé unos segundos en
reaccionar, golpeado por su voz, en la que había un poso ronco del
esfuerzo, acunado por el tenue olor a sudor envuelto en un perfume de rosas que
reconocí de inmediato y paralizado por su mirada amenazante. Le ofrecí mi
cámara en son de paz, pero casi me la arrancó de las manos, supongo que para
asegurarse de que no borraba nada, y con una destreza inesperada se puso a
escrutar mis capturas. Noté cómo le cambiaba la expresión, que se fue
suavizando con cada foto, hasta detenerse en una que acabó por desarmarla y
convencerla de que ella no era el objetivo de mi objetivo. Volvió la pantalla
hacia mí para mostrarme su elección, pero chocó con mi cara, que había pasado
del susto a la indignación.
-Perdona, no quería ofenderte, pero pensé que eras
uno de esos cerdos que merodean por el parque.
Si yo no había pasado a engrosar la lista de cerdos
merodeadores era simplemente por cobardía. Me habría encantado fotografiarla,
pero no me atrevía. Me tomé unos segundos para recomponer el gesto, y decidí
adoptar uno de dignidad herida, que tenía muy ensayado de mis años mozos y mis
frecuentes calabazas.
-Haces unas fotos preciosas, -continuó, a modo de
cumplido y disculpa,- y lo sé bien porque soy fotógrafa. En paro, eso sí.
Inspiré profundamente, y el aire templado que la
rodeaba entró con su fragancia hasta el fondo. Me encantó respirarla, retenerla
y expulsarla lentamente con mis palabras:
-Seguro que podrías ayudarme a mejorar. Sólo soy un
aficionado.
Se mostró súbitamente confiada (mi cara de buen chico me ayuda) y sus siguientes palabras sonaron mejor que la voz de los niños de San Ildefonso cantando el premio gordo de la lotería (siempre que uno tenga todas las series de ese número).
-Si no tienes nada que hacer, quedamos aquí dentro de una hora, en lo que voy a casa y me arreglo.
Es muy probable que se me descolgara la mandíbula, cayera la baba o algún descuido semejante, pero lo que fuera que me sucedió hizo que se riera, y a fe mía que muchas cantantes profesionales no entonaban mejor, re - do - la - sol, cuatro notas descendentes limpísimas y afinadas al límite, en un "perdendosi" divino, que enmarcaba su figura a contraluz y daba por hecha su vuelta en sesenta minutos.
Y exactamente fueron sesenta minutos los que padecí de espera en el mismo banco, aspirando su aroma, de algo tiene que servir mi nariz griega, y revisando mis fotos, porque caí en la cuenta de que no había hecho ninguna esa mañana y la tarjeta tendría que estar limpia, pues era inamovible mi costumbre de vaciarla en el ordenador tras cada sesión. Sin embargo, por alguna suerte de encantamiento que achaqué a un conjuro mal hecho, de tantos como recitaba los viernes para evitar el mal tiempo, mi cámara tenía más de cuarenta fotos en la memoria. Fui observándolas una a una, despacio, más alelado aún que cuando la trotona me retó, y no encontré explicación al hecho mágico de que sin haber pulsado el botón de disparo una sola vez, allí hubiera tantas fotos, algunas de incuestionable belleza, reconozco humildemente. Miré el reloj, gesto que suelo repetir compulsivamente a lo largo del día, contrario a los consejos de mi psicóloga y sus teorías del slow down para pacientes hiperactivos, y vi que eran las diez y diez.
Se mostró súbitamente confiada (mi cara de buen chico me ayuda) y sus siguientes palabras sonaron mejor que la voz de los niños de San Ildefonso cantando el premio gordo de la lotería (siempre que uno tenga todas las series de ese número).
-Si no tienes nada que hacer, quedamos aquí dentro de una hora, en lo que voy a casa y me arreglo.
Es muy probable que se me descolgara la mandíbula, cayera la baba o algún descuido semejante, pero lo que fuera que me sucedió hizo que se riera, y a fe mía que muchas cantantes profesionales no entonaban mejor, re - do - la - sol, cuatro notas descendentes limpísimas y afinadas al límite, en un "perdendosi" divino, que enmarcaba su figura a contraluz y daba por hecha su vuelta en sesenta minutos.
Y exactamente fueron sesenta minutos los que padecí de espera en el mismo banco, aspirando su aroma, de algo tiene que servir mi nariz griega, y revisando mis fotos, porque caí en la cuenta de que no había hecho ninguna esa mañana y la tarjeta tendría que estar limpia, pues era inamovible mi costumbre de vaciarla en el ordenador tras cada sesión. Sin embargo, por alguna suerte de encantamiento que achaqué a un conjuro mal hecho, de tantos como recitaba los viernes para evitar el mal tiempo, mi cámara tenía más de cuarenta fotos en la memoria. Fui observándolas una a una, despacio, más alelado aún que cuando la trotona me retó, y no encontré explicación al hecho mágico de que sin haber pulsado el botón de disparo una sola vez, allí hubiera tantas fotos, algunas de incuestionable belleza, reconozco humildemente. Miré el reloj, gesto que suelo repetir compulsivamente a lo largo del día, contrario a los consejos de mi psicóloga y sus teorías del slow down para pacientes hiperactivos, y vi que eran las diez y diez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario