Había salido de casa a las nueve en punto, llegado a
"El Castillo", la churrería chocolatería, a y diez, y vuelto a la
calle un cuarto de hora después. Procuraba, en el súmmum de la manía, acomodar
los horarios a intervalos de cinco para recordarlos mejor, aunque me tocase
esperar o dejar pasar un taxi, o que me adelantaran tres personas en la cola
del supermercado. Había ajustado los parámetros de mi cámara a la puerta del
bar, lo cual arrojaba unos cincuenta minutos (no podía prever la entrada en
escena de terceras personas) hasta la comprobación del contenido de mi tarjeta
de memoria por parte de la fotógrafa en paro. Volví al menú de inicio y,
repasando el de favoritos, mi pantalla acabó por confesar: blanco y negro,
saturación +1, flash desactivado, estabilizador de imagen OFF... temporizador a
un disparo por minuto. Entrecerré los ojos, un gesto cuya utilidad para
concentrarse es indiscutible, y concluí que si se había marchado a las
diez y cinco, salía ¡a una foto por minuto! Por lo visto, una función
desconocida por mí hasta ese instante había conseguido unos encuadres y desenfoques
inverosímiles, justo lo que había llamado la atención de mi amiga en ciernes.
Mientras yo la buscaba entre árboles, mi cámara colgada del cuello se había
encargado de hacerlo todo, diríase que a la chita callando. Estuve tentado de
besarla en todo el teleobjetivo, pero me abstuve. Repasé las fotos con
calma, una vez desfecho el entuerto, y al cabo vi aparecer a la mujer de mis
sueños con un alegre vestido primaveral, floreado y con ligero vuelo, que
mostraba un generoso porcentaje de sus piernas, sus brazos enteros y un
canalillo anunciador de senos generosos, o quizá no tanto, y ello coronado por
el semblante más relajado y sonriente que un mirón pudiera esperar del objeto
de su deseo.
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