lunes, 6 de marzo de 2023

EL PIANO Y LA MEMORIA


 Entré en la Sala Borja poco antes de la una para la prueba de sonido. El viejo cine-teatro de los jesuitas se ha convertido en una sala moderna, aunque sin venta de palomitas ni refrescos, por suerte y algo de sorpresa. Me ahorraré la maldad que a mis amigos exalumnos de la orden y cinéfilos se les habrá ocurrido.

Al lado izquierdo del escenario lucía un Yamaha de gran cola, con la tapa abierta y un micro de voz. No he podido constatar si se trata del mismo que me jugó una mala pasada allá por 1977 (aprox.) ni consultando a Luis, mi profesor de música del colegio, que se ha mostrado amable, como siempre, pero menos receptivo por whatsapp que en persona, algo semejante a lo que me sucede a mí, poco amigo de los iconos aunque me provoque malentendidos a veces irreparables. 

Fue entrar y recordar el año aquel, con la sala atestada de padres y alumnos, la primera vez que actué como solista. Fue el propio Luis quien me lanzó el envite la noche anterior, con un reto envenenado:

—¿Por qué no tocas el piano mañana en el festival? Busca una pieza que te sepas. 

Dudé, porque no me sabía ninguna como requiere una actuación en público o un examen de primero de piano —así me fue— y Luis envidó de nuevo para provocarme.

—Tu amigo José Ramón va a tocar...

Picado en mi amor propio —J. R: y yo éramos una especie de amigos íntimos con un cierto poso de envidia de mi parte (dudo que me envidiara en algo), porque él era un tío muy brillante en lo académico, aunque sufría al piano más que Fernando Alonso a los mandos de un Alpine, cosa que José Ramón reconocía—, busqué entre mis partituras la más accesible. Estuve ensayando a horas intempestivas más de lo normal —media hora en lugar de diez minutos—, y me presenté en la Sala Borja —quizá fuera en el salón de actos del colegio— con una sonatina de un tal Dussek bajo el brazo, deslomada solo del trayecto de mi casa a la de la profesora de música, María Jesús, que no por el uso. 

Llegó mi turno después del de J. R, cuya obra no recuerdo, quizá El campesino alegre u otra parecida que, creo recordar, interpretó correctamente. Coloqué mi libro sobre el atril como pude, que fue mal a decir de su comportamiento. A medida que tocaba, con algún tropiezo menor (la obra estaba en mayor, y de ahí el choque), las hojas se iban escurriendo —quizá el fieltro sobre el que se apoyan estuviera gastado o aún no se le habría ocurrido al constructor japonés mejorar el sistema, que en España ya conocíamos la lija, coño—. Una de ellas voló hasta aterrizar sobre mis manos, y, confiando en mi memoria, la aparté de un sopapo para poder ver el teclado. El resto de hojas fueron siguiendo su ejemplo y en un instante me vi sin partitura que mirar, pues todos los folios impresos reposaban a mis pies como mariposas muertas que habían preferido suicidarse antes que ser defenestradas por mi lectura errática. Incapaz de seguir de memoria, interrumpí mi lamentable interpretación para recogerlas, mientras Luis, atento entre bambalinas, salía corriendo en mi auxilio. Casi chocaron nuestras cabezas agachadas en busca del Dussek prófugo y desmembrado, pero me adelanté provocando un sprint del cura —confío en que sus dos infartos, muy a posteriori, no tengan nada que ver con aquel sobreesfuerzo—. Volví a colocarlas sobre el atril a su suerte, que no fue la mía porque siguieron las más elementales reglas de la probabilidad, reposando desordenadas y poco estables. Se oyó alguna risa, quiero pensar que benévola, de alguien que creería que se trataba de un espectáculo humorístico —¿no estaría tomando nota uno de Les Luthiers agazapado entre el público?— preparado para provocar la hilaridad,  que se contuvo hasta que decidí rematar mi ridículo con una cadencia perfecta y sobrevenida, SOL - DO. En aquel instante se mezclaron los aplausos generosos con las risas. Recogí lo que quedaba del libro, saludé a la carrera y desaparecí tras la cortina negra como el futuro que me esperaba como concertista si era capaz de superar el trauma. Para mayor escarnio, vino el profesor de plástica, que entonces era pretecnología, y me dijo:

—No sabía que tocabas el piano —quizá mi poca habilidad con los dedos en menesteres pretecnológicos, fuera eso lo que fuera, le inclinó a pensarlo.

—Yo tampoco —le contesté de forma abrupta, pensando en que lo tocaba pero dejaría de hacerlo. Ignoro si captó mi sutileza, pero me dio igual, incluso que tomara represalias a la semana siguiente y me pidiera algún trabajo extra o me invitara al pasillo, que hoy se llama rincón de pensar (en venganzas, apostillo).

Y mi viejo enemigo, el Yamaha de gran cola, me esperaba ayer con su tapa abierta en forma de sonrisa ladeada... Sonaba mejor de lo que recordaba, quizá porque no fuera el mismo sino un pariente lejano al que le hubieran soplado mi desventura de antaño. El caso es que el muy cabrón me la volvió a jugar durante el ensayo, y mis tres hojas, pese al fieltro, se cayeron de nuevo. Las dejé en el suelo, como retándolo, y terminé la canción. 

Por la tarde volví a ensayar y los hados me echaron una mano, igual que durante mi breve aparición como acompañante de una exalumna que ahora canta. Me cedió el honor de hacer un dúo y salí airoso —que no es sinónimo de exitoso en mi diccionario de la excelencia— del paso. Ahora recuerdo que, excepto una actuación como pianista que acabó derivando en monologuista por mor de circunstancias ajenas a mi voluntad, mermada por el retraso y el bourbon, no había vuelto a tener un papel estelar —o satélite— desde el infausto 1977. Tras varias pulverizaciones con el Aprolis (propóleo) que me regaló mi querida Mónica en octubre, en los noventa segundos exactos —acabo de medirlo gracias a los vídeos, que se fastidie Warhol: le estropeé el dicho por trece minutos y medio— de mi interpretación, me sentí, voz cascada, dedos doloridos y edad provecta aparte, como el artista que habría querido ser, al estilo de Billy Joel, Jamie Cullum o Elton John. 

Que me quiten lo cantao y tocao. Lo bailao, no. Para no abusar de mi suerte, me aguanté las ganas de dar unos pasos a lo Nureyev. Seguro que el piano me habría puesto la zancadilla y yo habría salido cojeando. ¡Que se joda! 

PS.- Nunca le pedí perdón por mis putaditas —era pura envidia—, pero J. R. y yo seguimos siendo amigos.

PS2.- Luis, a quien ha rendido pleitesía y agradecimiento en este blog, sigue siendo mi Pigmalión. A él le debo el descubrimiento de mi vocación. No es culpa suya que yo le hiciera caso a medias.

PS3.- Otros amigos surgidos de aquella escuela jesuítica (como Gato, Garrote, Zamora, Del Campo, Lara, Martín, Castro, Campomanes, De la Plaza, e incluso un trepa innombrable del que todos nos descojonamos) fueron más fieles a sus sugerencias, enseñanzas y llegaron donde yo no. También siguen siendo mis amigos. 

PS4.- Actuar con dos exalumnas a las que , sin saberlo, de algún modo les desperté (espero) el gusanillo artístico, y con el hijo de un excompañero del Sanjo, chavales excelentes padre e hijo, fue un premio que no creo merecer. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre.
Claro y genial.
Buena actuación la de ayer.