De camino a misa de doce, entré en los grandes almacenes cuyo nombre no revelaré, ni falta que hace. Encontré los dos libros y me dispuse a pagar, pero el precio no coincidía con el anunciado en su web. Se lo hice notar a la dependienta, que respondió:
—El 5% de descuento no se aplica en tienda.
—¿No le resulta curioso que a quien se toma la molestia de acercarse hasta aquí le resulte más caro que al que compra sentado en su casa?
La joven, un poco sorprendida, contestó:
—Es para potenciar la compra on-line...
—...y de paso para perjudicar a los que, como usted, trabajan a sueldo más comisiones.
—Puede usted comprar los libros por la web desde su móvil. En unos segundos saltará el aviso y entonces los recoge aquí inmediatamente.
Sonreí bajo la mascarilla, mientras pensaba si un euro y medio de ahorro compensaría el rollo que, además, dejaría sin comisión a la vendedora. Pagué sin descuento.
Y entonces, por esos resortes secretos de mi memoria, me acordé de una tarde de hace muchos años, cuando fui a comprar unos auriculares y me atendió un joven como de mi edad (he dicho que fue hace muchos años), que se armó de paciencia para aguantar mis pegas, mostrándome todo lo que tenía disponible. Llegaban las ocho de la tarde y aún no había dado con los auriculares perfectos.
—David: cierra tú y no te olvides de poner la alarma, —le dijo un hombre que parecía el encargado o el dueño.
Quedé en volver. Salí de la tienda y me entretuve mirando el escaparate. El tal David, que se había ganado el sueldo por aguantarme, bajó la trampilla un minuto después. Se acercó a mí.
—¿Tiene un momento?
—Claro.
—Sé dónde puede encontrar sus auriculares —dijo mientras sacaba los suyos de una bolsa—. Son estos.
Me los ofreció para que los probase con su walkman. Eran pequeños, cómodos, bonitos y sonaban de cine.
—Y ¿no los vendéis en la tienda?
—A mi jefe no le gusta esta marca... aunque es porque no le conceden la licencia, pero puedo decirle quién los vende.
Sacó un papel de su bolsa y apuntó una dirección.
—Vaya de mi parte. Es amigo mío. Le hará descuento.
Fui allí unos días más tarde, compré otros de la misma marca (algo más caros, pero mis orejas son muy caprichosas) y se me ocurrió enseñárselos a David, pero lo fui dejando. Pasados unos meses, regresé a la tienda en la que trabajaba y pregunté por él. Me costó un mundo convencer al dueño de que éramos viejos amigos, que había perdido su teléfono y no sé cuántas mentiras más, hasta que fue capaz de darme una pista.
—Creo que se ha establecido por su cuenta. Allá él.
Por no despertar sospechas, me interesé por unos auriculares y, para mi sorpresa, el hombre me mostró varios de la marca de los míos, que, por algún motivo, ahora ya tenía en su catálogo.
—Esto es lo mejor del mercado.
Seguí con el paripé un rato, pero a las ocho menos cinco no hubo necesidad de continuar con la actuación, porque el dueño me señaló la hora en su reloj.
—Tengo que cerrar. Vuelva usted mañana —apostilló, como Larra, aunque no tenía pinta de haberlo leído. Le pegaba más Reverte, si es que leía algo que no fuese el Marca.
Dediqué la semana siguiente a recorrer las tiendas de aparatos musicales, que no eran muchas en una capital de provincias. A menos de quinientos metros de aquella en la que trabajaba, David había puesto la suya. Nada más entrar, me reconoció y me hizo un gesto de que le esperase cinco minutos, mostrando la palma de su mano. Esperé trasteando hasta que su cliente se marchó. Me saludó con un efusivo apretón. Yo llevaba mis auriculares colgados del cuello y se dio cuenta.
—Al final compraste otros.
—Bueno, también los que me recomendaste, pero luego vi estos... y me encantaron.
—Son aún mejores, pero no me los dejan vender. Ya sabes, cuestiones de facturación, marketing y esas cosas. Sigo peleando. Pero son cojonudos.
—¿Te apetece tomar un vino conmigo cuando salgas?
—Hoy no puedo.
—Pues te doy número y me llamas cuando te venga bien.
Nos despedimos con un abrazo. Nunca me llamó, pero siempre me acuerdo de él cuando compro auriculares o cacharritos de esos que reproducen música para los tiquismiquis que disfrutamos del sonido más que de las modas y compramos marcas raras que no conoce nadie, ni tienen un logo molón con peras, piñas o plátanos, aunque no nos miren por la calle, o leemos libros que nos son superventas ni aparecen en las mesas centrales de las tiendas. Para los raritos, vamos.
PS.- El relato, casi real, está dedicado a David (real del todo, aunque la historia no lo sea), un señor de mi edad con el que contacté para pedirle opinión sobre algún chisme musical. Pese a sus múltiples quehaceres y su mando en plaza (dirige una empresa relacionada con los cacharritos), se tomó la molestia de responder a mi email y aún lo sigue haciendo cuando le parto la tarde por la mitad. Le debo unas cañas, o vinos, o lo que le apetezca. Bien ganado lo tiene por su paciencia, amabilidad y conocimientos. Sobre todo por las dos primeras virtudes.
PS.- El día que Los grandes almacenes cuyo nombre no cito celebraron su primer aniversario en mi ciudad, el jefe de personal, pasados de copas él y yo (yo más, solo faltaba) después del festejo en el sótano del edificio, a mi saludo chusco y etílico de "greo gue nos gonocebos" ("creo que nos conocemos", en castellano sobrio), respondió: «Yo sí. Dentro de tres días abandona usted la empresa. Es usted un inconsistente y un débil». Lo de abandonar la empresa (suelo regalarme cosas importantes por mi cumple) era verdad. Lo de la inconsistencia... puede que también. José Manuel, Guillermo y Fernando, testigos de aquella afrenta y excombatientes los tres (por algo será), pueden dar fe.
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