Él lo sabe hace tiempo, aunque entonces lo/me ignoraba. Estaba sentado en las escaleras que daban a las clases, en el patio de brea, tocando una guitarra española —cuando lo español no era sinónimo de facha, ni siquiera en aquel colegio—. Recuerdo perfectamente la canción, pero no el título. Era una de DO, la, re, SOL, vamos, los acordes básicos, que valían y valen para greatest hits. Si no recuerdo al otro del dúo será porque su punteo no era de Mark Knopfler. A este lo vi en la plaza de toros de Logroño, con Juan Carlos y Nacho, y tampoco me entusiasmó, aunque lo pasé muy bien porque era la primera vez que iba a un concierto de alguien famoso de verdad, exceptuando los de la plaza mayor de Pucela, cuando venían Mocedades, Bosé, Mecano, Lola Flores y siempre Candeal que eran famosos pero no extranjeros, como de algún peldaño más abajo.
Me quedé de pie escuchando, disfrutando de cuatro acordes, no había más, que daban para varios minutos según la habilidad —no era mucha— del solista y su facilidad para improvisar. Sonó el timbre que avisaba del comienzo de las clases, guardó la guitarra en la funda y desfilamos todos hacia las aulas.
Aquel año empecé a estudiar música con una profesora, no guitarra sino solfeo y después piano.
Muchos años más tarde le compró un piano a su hija mayor.
—Ya me gustaría tocarlo como tú —me dijo.
No sé si fue entonces cuando le confesé que él había sido, sin saberlo, parte de mi inspiración —también me había inspirado como deportista, cuando salió por la tele en el programa TORNEO, aunque mis piernas y mi poca velocidad/resistencia/esfuerzo daban menos que mis dedos— pero sí recuerdo que le sorprendió mi declaración, fuera cuando fuese. Lo que no le conté fue que sabía su fecha de cumpleaños mucho antes de celebrarlos casi al tiempo (hubo un año que, gracias a los husos horarios, coincidimos), porque la había mirado en el catálogo del colegio aquella tarde de los cuatro acordes, y me agradó que solo nos llevásemos un día, como dos gemelos, más bien mellizos, a los que el capricho y las contracciones hacen nacer con un día de diferencia. Puede que nuestras madres hubieran compartido habitación en el hospital sin saber que, cincuenta y seis años después, sus respectivos hijos serían amigos, no de FB, sino de los que se conocen y se aprecian sinceramente y se llaman por teléfono. O sea, de los de verdad.
PS.- Él y yo nos casamos —no el uno con el otro, sino con dos mujeres, una para cada uno— con un día de diferencia. Esta vez le adelanté y me permití el lujo de darle consejos chuscos sobre el matrimonio, que no le habrán servido de nada. Él, sin hablar, sin querer, solo con una guitarra, me los había dado veinte años antes. Esos sí me sirvieron. Gracias, Jose (sin tilde, como te venimos llamando desde siempre).
No hay comentarios:
Publicar un comentario