viernes, 14 de julio de 2017

ÉRAMOS TAN JÓVENES...

Desde mi infancia -huelga decir que más tierna, porque no conozco otra y hay que huir de las frases hechas, como recomiendan los estilistas- me gustaba cantar y actuar. Mi primer papel fue el de alcalde de "Marcelino, pan y vino". Las monjas, de las de entonces, con hábito y mala leche, ajenas a la pedagogía moderna, no tuvieron empacho en humillarme cambiando mi papel de protagonista por el de primer edil. Yo aún no había visto la película de Pablito Calvo y tampoco tenía idea de qué se esperaba de mí, pero lo acepté como actor del método que era, pese a que Sor Inés bramaba: "parece que estás pisando huevos". Ya se sabe que Stanislavski era bastante gritón. Como solo había que vocalizar, porque el sonido era en off, no tuve que aprender diálogos y encajarlos era cuestión de mover la boca. Me calzaron una gorra azul, como de Cristobalito Gazmoño, y me pintaron un bigote con corcho quemado. Pese a mi actuación, la obra fue un éxito.
Ya en el cole de curas y frailes, mi segundo rol fue el de capitán de madera interpretando "Capitán de madera", de "La pandilla". Ahí cantaba y poco más, pero a cappella. Todo el público me felicitó, aunque sólo recuerdo al hermano Martínez y la madre de Matia, un compañero de clase, porque no había nadie más. Cien por cien de satisfacción.
Luego fui alternando papeles de cantante y actor, cuando no ambas cosas, hasta que Santa Cecilia acabó por iluminar el camino, llevándome de la mano.
El teatro seguía llamando a mi puerta, pero por suerte para los Max no abrí -el recuerdo de mi paso por la alcaldía me bloqueaba-. Lo siento por Santa Cecilia y Santa Rosa de Lima, que se ganaron la santidad auspiciando a gente como yo incluso después de muertas, que la santidad tiene esa servidumbre.
Hace unos días decidí presentarme al casting, que es como se llama hoy a una audición, para un coro de voces graves. La mía, más que serlo, lo está por cuestiones meramente físicas: me paso el día cantando y hablando en clase -a veces más que eso- y fumo. Lo que no esperaba era que, después de hacer mis gorgoritos, el director del coro me dijera que tengo, entre algunas virtudes canoras, un único pero serio inconveniente: cincuenta y dos años, aunque en las bases ponía que el límite sugerido eran los cincuenta y cinco.
Aún desconozco el veredicto. Si no paso el corte, sabré al menos que es por la edad. Prefiero pensar que sólo por eso.

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