Con el paso cansino, diríase que aquejada de un
súbito ataque de agujetas, y la vista perdida, buscó la salida de la pérgola.
Pareció sentirse mal consigo, conmigo y con el resto del mundo, y sólo acertó a
decir:
-Me voy a casa.
-No sé si te apetece que comamos juntos, - ataqué a
la desesperada, con vocecilla sumisa. Realmente, yo tampoco lo sabía, y el
tiempo que transcurrió hizo de respuesta.
-En fin, parece que el día se ha nublado, -sentencié. Le ofrecí mi mano
para despedirme, pero ella la cogió con la izquierda, y sin soltarla, tiró de
mí hacia el paseo central.
-Sólo si pagamos a medias. Y no se te ocurra intentar
seducirme.
Animado y asustado a partes iguales, emprendimos la
marcha con paso sincrónico, aunque tuve que cambiar de pie para que el balanceo
de nuestras manos acompañase el ritmo de forma armónica (mi alma de músico me
traicionaba con ese tipo de detalles maniáticos).
-No soporto los restaurantes de moda, la comida
deconstruida, las cadenas de hamburgueserías, los chinos, las tablas de patatas
con cuatro cachos de carne y dos langostinos, los garitos del centro para
turistas, los “coma hasta que reviente”, los de carne de vaca vieja disfrazada
de buey, y los que ponen café de puchero recalentado.
Su lista de alergias era tan larga que me dejaba poco
margen, no ya para sorprenderla sino simplemente para comer. Me pasó por la
cabeza llevarla a una gasolinera, una casa regional o el comedor universitario,
pero tuve la fortuna de que se iluminara una de mis pocas bombillas.
-Pues como no vayamos a una bodega… de esas de tortilla y ensalada.
-Caray, jamás se me habría ocurrido, con lo que me
gustaba ir con mis padres cuando era pequeña. Pero luego fueron perdiendo su
encanto y dejé de ir.
-Te aseguro que aún quedan algunas, -le dije,
celebrando la coincidencia, pues mi familia también iba con frecuencia, - pero
están dispersas, alejadas de los pueblos típicos.
-Mejor aún. Espérame cinco minutos, voy por el coche
y te recojo en Colón.
No parecía contemplar la posibilidad de que la
acompañase, por lo que no insistí. Si quería ganarme su confianza tendría que
darle sedal y no tensarlo.
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