domingo, 26 de junio de 2011

EN AQUELLOS DÍAS...

Contemplo con cierta vergüenza que desde el 13 de mayo, fecha del patrón de mi ciudad, no he vuelto a escribir. Para ser sincero, no he dejado de hacerlo, pero en forma de memorias, informes y todo tipo de textos administrativos relacionados con mi trabajo. Es precisamente este el que me trae recuerdos de cuando otros lo ejercían para tratar de formarme culturalmente, amén de marcar la doctrina sin tapujos (no como ahora, que se hace con ellos lo más disimuladamente posible). Como me consta que Pedro, mi antiguo compañero del colegio, sigue este cuaderno de bitácora, voy a compartir con él y con mis pocos lectores el relato que preparé hace tres veranos, con la intención (no sana, más bien perversa y ventajista) de obsequiar a mis compañeros de promoción con una especie de monólogo que al final no me atreví a escenificar, para no saltarme el protocolo, y porque en el fondo tampoco quería reventar la fiesta o hacer pasar un mal rato a alguno que por allí estaba.
Pd.- Yo era quien mejor tocaba la flauta, Pedro. Lo que pasa es que tu profesora te tenía enchufe, además de que la pobre estaba bastante sorda.



Veinticinco años antes de treinta y siete años después.

Acude a mi memoria, que es como los ilustrados y finolis dicen “me acuerdo”, mi entrada en el colegio para realizar las pruebas de ingreso. Ante mí, la imponente figura de don Manuel, no tan imponente ahora, que me parece casi bajito, dictando ejercicios de suma complejidad, para detectar prematuramente a aquellos aspirantes que no diesen la talla:
-Dibuja un hombre (no había posibilidad de dibujar mujeres, mal empezamos, pensé). Me afané a la tarea ardua, y me di por satisfecho hasta que la voz de don Manuel sonó con un aflautamiento impropio de sus bigotazos, que le acontecía cada vez que elevaba el tono.
-Dibuja otro hombre mejor aún. Yo hice otro más grande, que era todo lo que se me ocurrió para mejorar mi de por sí casi perfecto retrato. Creo que le añadí un sombrero, y por suerte no apareció por ahí un tal Baeza, al que llamaban el Bahtza, para interpretarlo como admiración de la figura paterna o pamplinas psicológicas.
-Haz otro mejor, -repitió el de los bigotes grandes-, como si esa fuera la frase de la semana. Me limité a repetir mi segundo retrato a escala 3:1. Apto. O sea, admitido.
Cuando acabó la prueba de ingreso en la NASA, no sé si además tuve que hacer alguna suma, salí de allí a escape, llevaba más de una hora aguantando el pis y quizá de ahí me vengan los problemas de próstata, aunque mi consiliario espiritual y confesor, Carlos de la R, tenga otra opinión, probablemente más veraz pero guardada bajo las siete llaves del “secreto de confesión”, aquel mismo que en un montaje de "filminas" (la madre de las diapositivas y tatarabuelísima del power-point) nos ponían D. Antonio, el P. Ismael o el incombustible P. Elías, para convencernos de que nuestros pecadillos o no tan “illos” no serían jamás publicados.
También recuerdo mi primer día de clase con la Srta. Maricarmen, que a la postre se casó con Matías, el canario de las variasiones, permutasiones y susesiones de seis elementos tomados de sinco en sinco (en Canarias, naturalmente) y que me mandaba al estanco de doña Lola a enviar cartas de la federación de ajedrez. La tal doña Lola era una especie de terrateniente mafiosa, dueña de la mitad de la Plaza de San Juan, que parecía tener alguna iguala con los profes del Sanjo, porque otro, del que guardaré la identidad, también me mandaba allí a por tabaco y a por Supraleodín que, aunque los compañeros coincidíamos en que era algo que se administraba por vía anal, nunca supe qué medicamento era hasta hoy mismo que lo he buscado en internet. No es que el estanco administrase medicinas, sino que la propietaria también tenía una farmacia al lado, que ya digo que la mujer tenía tantas posesiones como mala baba, sobre todo con sus empleados, a los que trataba a baqueta. Yo lo sentía mucho por una morenaza guapísima que se llevaba unas broncas tremendas. Pues bien, ni la morenaza ni la señorita Maricarmen tuvieron la delicadeza de esperar a mi mayoría de edad, y se casaron con otros.
El primer día, decía, al salir a la una y cuarto, y como no veía a mi hermano en el punto de encuentro, me encaramé a la valla metálica que delimitaba el campo de fútbol y protegía de balonazos a los que jugaban en el estadio olímpico de canicas y empecé a llorar a voz en grito. Vamos, que mi primer numerito público me dio a conocer, y no precisamente por valiente, cosa de la que unos cuantos forajidos de cuyo nombre no consigo olvidarme se aprovecharon, corriéndome día sí y día también hasta la puerta de mi casa. Esta circunstancia me ayudó a mejorar mi forma física, la potencia de mi voz pidiendo auxilio y a enaltecer la figura del portero físico, ese señor que me hacía un favor espantando a los hermanos Dalton, por no decir su apellido real (si es que ellos tuvieron certeza alguna vez de quién era su verdadero padre, cosa que me permito dudar tras no menos de cinco años de persecuciones, compréndaseme).
A lo largo de aquellos doce años de formación exigente no apta para mediocres (a veces me pregunto cómo fui capaz de engañar a los jesuitas durante tanto tiempo) sobreviví en segundo curso de EGB al amor platónico de la Srta. Pilar (¿qué cosa sería un rayo peinado?, pensaba yo mirándola embobado), otra morena preciosa que se me escapó antes de que yo llegara a los dieciocho (de edad, modestia aparte). Siempre sospeché que le gustaba más Chicho, pero nos despreció a ambos, mal de muchos…
La Srta. Amparo me enseñó a expresar mis emociones tocando la flauta (cosa que Carlos de la Rica nunca entendió). Don José intentó convertirme en escritor, de hecho él se creía escritor y aún hoy lo sigue pensando, pero nunca le entregué mi poesía para el Diario Regional. Celina, una monja salida, salida de monja, explico, me ayudó a endurecerme en la soledad del pasillo, y cuando me dejaba entrar en clase, me enseñaba inglés. Darío y mi querida Isabel, con más sentido del humor que la ex monja, contribuyeron más generosamente a mi mejora del idioma de Chespir, o como se escriba el de Jamlet. Don Teodoro me amuebló la cabeza, por dentro con números, y por fuera con el alicatado de algún capón, por charlatán, más o menos lo que sigo siendo ahora.
Conté cartuchos vacíos, vainas, en el monte del Jabalí con el Padre Parasols, que se hacía llamar Sancho durante las excursiones. Envidié a Ramón, José Alberto y a mi querido March cuando participaron en Área 5, un concurso para listos; a Núñez, que aparte de tocar la guitarra, corría como un gamo en el Torneo de la tele, junto a Ozámiz, (rey del balonazo), Oporto, Astorqui, Zuasti y Piera, y algunos otros.
Sobrevivimos todos al riesgo de lesiones físicas, al grito de Luis, “eh, tú, ¿cuánto haces en mil?”, de Gonzalo, “baja bien o no te cuento las abdominales”, o de José Carlos, “vamos, vagos, basculando”, que nunca supe qué significaba la palabra, pero debía de ser algo como “tragaos el humo de mi cigarrito”. También sobreviví a mi compañero de pupitre en la clase de matemáticas de 2º de BUP, que acabó siendo uno de mis íntimos, el bueno de Gandía, que sólo era macarra en horarios de fin de semana, hasta que nos echamos una novia (cada uno) y como eran vecinas las acompañábamos juntos y regresábamos a casa contándonos los avances que hacíamos cuando las dos parejas tomábamos calles separadas…
No quiero dar a entender que mi percepción de los años escolares fuera de simple supervivencia propia, pues mis compañeros también tuvieron que soportarme, que no es moco de pavo (de ello da fe mi mujer) y algunos profesores también, a quienes ahora, después de mis veinte años de docencia comprendo y valoro como merecían y merecen.
Capítulo aparte le debo a la aparición estelar de Luís Cantalapiedra, azote de sordos y rockeros (pese a que algunos de sus hijos pródigos acabasen formando parte de los Celtas Cortos), que fue mi mentor, quien descubrió y fomentó mis, qué digo portentosas, sobrenaturales dotes para la música (la cristiana modestia no acabó de calar en mí, lo reconozco). En su coro y orquesta disfruté a lo grande (entonces no había chicas en el colegio, lo cual limitaba mis posibilidades de divertimento). Allí me codeé con algunos que hoy viven de la música, si bien la cosa no debía de ser contagiosa, por lo visto.
Como colofón a once años de fidelidad al centro y a las cuotas mensuales que nuestros padres pagaban religiosamente, el colegio nos esperaba con una doble trampa que parecía un regalo: el COU… y chicas (por fin), pero no unas chicas cualesquiera, sino bellas e inteligentes jóvenes a punto de cumplir la mayoría de edad, procedentes de un casting más exigente que la selección de naranjas para zumos Granini. Y si en Operación Triunfo había un Risto, en nuestro proceso de adiestramiento estaba la Sagrada Familia en pleno, reunida en un solo e implacable hombre, adiestrador de perros de todas las razas: Jesús María San José, que no es expresión sino nombre completo, capaz de hacer palidecer al rey Baltasar cuando decía: ¡Atentos aquí, dejad lo que tengáis entre manos! Algunos chuchos con menos pedigree tardamos más, pero acabamos pasando por el aro, el COU, la selectividad e incluso la Universidad, si bien es más dudoso que la universidad pasara por nosotros.

DEDICADO A TODOS LOS QUE COMPARTIERON MIS AÑOS DE COLEGIO.

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