Como quedó aparcado y prometido a finales de agosto (o sea, cuando dejaba de estar a gusto), prosigo mis relatos seriados sobre la Caponería Fina, que si no dan que hablar, espero que al menos den para leer un poco y culturizarse.
Uno de los males que aún acechan a los seres vivos y al que no se ha encontrado remedio, es el de la pérdida de la propia vida, que interrumpe el devenir diario del bicho viviente y lo convierte en un ser antipático que ni produce (excepto abono y gases), ni da conversación ni nada. Vamos, que se muere. Esta hasta ahora invencible cualidad del ser vivo, la de dejar de serlo, no es ajena a los capones, unos polluelos alocados que cacarean y picotean mientras les dura la existencia. Pues bien, es decir, pues mal: un par de nuestros mimados y sanamente alimentados gallitos han pasado al limbo de las aves, por causas naturales. Lamentamos la pérdida, aprovecharemos lo que se pueda y proseguiremos con la cría del resto, que roza la treintena, no de años sino de ejemplares.
Es este motivo el que nos ha hecho embarcarnos en la construcción de un hospital de campaña para casos urgentes, en el que no pueden faltar unas camillas de pajas en las que reposar, (qué gran amiga de la humanidad, cuánto bien ha hecho la paja y el mismo pajar, loemos a ambos), un equipo de música de 300 watios, una nevera con ginebras de importación, un televisor de plasma de 100 pulgadas y unas viandas. Y para los pollitos, un desfibrilador.
1 comentario:
Lástima.
Espero que en la insaculación del óbito no inducido no sea el agraciado. (que no sea el mío uno de los capones muertos, por si lo he dicho mal).
A lo del hospital me apunto, aunque o porque vengo renqueante de una reciente intoxicación por almeja cruda. (no diré el sitio, pero alguna cena de ajustes económicos hemos hecho allí).
Besos.
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