El refranero castellano ejerce un magnético poder sobre mí, mal que me pese aparecer como el tonto y majadero de otro refrán. Aún así, lo encuentro lleno de sabiduría cargada de siglos de vivencias, como una suerte de estadística popular recogida en palabras en lugar de números que aparece por sorpresa en ese laboratorio infalible que es el día a día humano. Y pienso en los perros que buscan la sombra en febrero, o permanecen callados antes de morder; en las cigüeñas que miran el calendario zaragozano para aparecer por San Blas; en si nieva antes de que el año venga cargado de bienes; en si Dios premia a los madrugadores o Santa Bárbara se ríe de los incautos cuando hay tormenta. Sea como fuere, me vienen a la cabeza con puntualidad británica (que no deja de ser otro dicho pesudo refranero) y los suelto como pájaros para que se posen donde se les antoje.
Así que ayer fue mal día, pero me consuelo pensando que no hay mal que cien años dure, aunque uno llegue calvo.
Por cierto, a veces se equivocan, porque para mi viaje sí hacen falta alforjas. Sé que parece contradictorio, pero hay una persona muy especial que lo entenderá. Y probablemente sonría.
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