domingo, 3 de octubre de 2021

TURISMO DE INTERIOR

 Antes de entrar en misa de una en San Benito, me fui cruzando con varios turistas, plano y móvil en ristre. Como es el día en que suelo encontrarme con mi madre y mi hermana mayor, que diseñan su paseo dominical para vernos un rato, no quise entretenerme, pero tuve que aguantarme las ganas. El cuerpo me pide echarles una mano y ejercer de guía sin contrato ni disfraz de Felipe II o José Zorrilla. Cuánto habría agradecido una ayuda desinteresada cuando deambulaba por las calles de Madrid y las únicas fueron las de dos trileros y una gitana —no era minoría étnica, era gitana, bien lo sabemos ella y yo— que me hizo dar tres vueltas a la calle Cartagena —recorrí María de Molina, José Abascal y Avenida de América para llegar a María Teresa, acaso por no darle una moneda gorda a cambio de su buenaventura—. 

Se me ocurrió comentarle a mi mujer que me encantaría pasear por mi ciudad acompañando a esos andaluces que me acogen en verano; a esos gallegos que lo mismo; a esos ingleses que alguna vez también, y hasta comer con ellos, pero contestó:

—¿De qué ibas a disfrutar comiendo con desconocidos?

—Me conformaría con acompañarlos en su visita.

Pensé más cosas: sobre las veces que he comido rodeado de desconocidos, cuyas conversaciones insulsas no me queda más remedio que oír porque hablan a gritos, cuando no me turban los destellos de sus móviles para el obligatorio selfi, ese que los hará felices por compartir las mismas rabas que yo me como, un calamar frito, vaya, que nunca se imaginó con tanta fama el octópodo o lo que sea, ni el lúpulo convertido en cerveza premium, ni la madre que los parió; en la catedral con un tío delante, que maldita la falta que le hace a la catedral aparecer en una foto con unos pulgares tiesos delante o esos gestos triunfantes. (Un amigo me decía que él sabe dónde ha estado y poco le importa que lo sepa nadie más). Y, puestos a tocar la breva, pensé en las muchas veces que he comido con personas con quienes solo tengo en común un contrato firmado por la misma empresa, eso que llaman compañeros. O sea, que pensé como suelo pensar a riesgo de que me llamen raro.

Hace muchos años, en la preciosa plaza de la Universidad, asalté a unos turistas a los que vi perdidos. Uno me dijo que había trabajado en Valladolid hacía muchos años, y que la había encontrado muy cambiada. Les indiqué la que creía una buena ruta cultural y luego les sugerí algún restaurante.

—¿Es usted de aquí? No recordaba a los pucelanos tan simpáticos. 

Pensé mi respuesta. Catalanes, agarrados. Andaluces, superficiales —él mismo y su familia lo eran—. Gallegos, cerrados. Madrileños, chulos... pero ni dije nada. Los tópicos son eso. 

Y ya está bien por hoy. 

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