Viernes, 6:30 pm. Subo al autobús, línea 7. Tardo en decidir a cuál de los cacharros que sirven para pagar tengo que acercar mi tarjeta de transporte. La conductora, un encanto de mujer, guapa y simpática —lleva la belleza en los ojos y la voz—, me saca de la duda con amabilidad. El chisme dice que no tengo saldo. El viajero que me sigue, con acento del este de Europa, se ofrece a pagar por mí. «Muchas gracias, no se moleste. Tengo tarjeta de crédito». Insiste un par de veces mientras busco en mi cartera. Vuelvo a agradecerle su ofrecimiento y se aleja. Tampoco puedo pagar con tarjeta, tras unos cuantos intentos fallidos. Por más que lo limpio, no reconoce el chip, ese cuadradito metálico que, caprichosamente, nos hace ricos o pobres en un segundo. «¿Acepta monedas?» —pregunto a la conductora—. «No nos dejan. Lo siento». Otra pasajera, una joven a la que presupongo guapa solo por el hecho de preocuparse de mí, se ofrece a invitarme. Le perdono —y de algún modo le agradezco— que me llame de usted. Acepto porque llego tarde a un funeral. Duda en coger los dos euros que le doy. «Otro día me invita usted». Limpio las monedas con la camisa y se las doy. Vuelvo a dar las gracias a la conductora y a la joven. No veo al hombre con acento del este.
Al llegar a mi parada de destino, bajo del autobús. Una conductora, una joven y un inmigrante me han hecho la tarde más feliz.
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