Andaba, en estos días llorones, dando forma al vídeo-homenaje a mis amigos, como simple reivindicación de la amistad, que no es poco. (La lluvia es, según cuentan, inspiradora para los poetas. A mí, como a Cervantes, el cielo no quiso concederme esa gracia —huelga decir que tampoco la de la prosa—). Dada mi impericia en cuestiones técnicas, amén de mi poco interés por aprenderlas, fui eliminando del proyecto aquellas pequeñas cosas que no era capaz de resolver. Una de ellas era poner fechas, medallas y comentarios, pero doscientas fotos son muchas y mi memoria, generalmente fiable, tiene sus lagunas. Para evitar errores, decidí omitir ese detalle, aunque había una persona que, sin sombra de duda, podía lucir el cartel de "amigo más antiguo".
Juan Carlos y yo nos conocimos en el cole de las monjas, mis primeras monjas. Como compartíamos primer apellido y el segundo estaba muy cerca por orden alfabético, lo que va de Gómez a González, siempre fuimos compañeros de clase, cuando no de pupitre, desde los cuatro hasta los dieciocho años, incluso en el primer año de Derecho, carrera a la que fui por las prisas de haber aprobado selectividad en septiembre, y por no romper la yunta.
Vivíamos a cinco minutos, por lo que muchas meriendas las hacíamos en casa del otro, y podría afirmar que compartíamos padres. El suyo me echó un capotazo enorme una vez que el profesor de latín le dijo que yo era una mala compañía para Juan Carlos y salió en mi defensa poniendo la cara colorada al P. Carro, que era un buen hombre pero demasiado impulsivo. Aquella vez no midió bien sus versos dáctilos.
Nos echamos novia al tiempo —también nos dejaron el mismo día— y seguimos con nuestra amistad a prueba de bombas. Por entonces ya éramos un trío, con el fichaje del tercer ganso —que compartió idéntica suerte de novia y exnovia—, y a veces un cuarteto, con un verso suelto al que manteníamos agarrado tanto como se dejaba.
Siempre fue torrecillano militante, y sus amigos teníamos carnet de socios en su pueblo por el hecho de ir de su mano. Logroñés de adopción, su cuadrilla era la nuestra cuando íbamos a la capital de la Rioja, su primer destino como funcionario de carrera, y ¡vaya si corrió! De vez en cuando nos reuníamos los tres —el verso suelto seguía a su bola— para comer en Pucela, con cargo a su bolsillo, pues era de mano presta.
Pese a la distancia, que era muy correndero, manteníamos el contacto. Nos vimos por última vez hace un año a la puerta del hospital, un mal presagio. Nada me hacía sospechar que sería nuestro último abrazo, nuestro último beso.
Llevaba varios años luchando contra la enfermedad sin perder el buen humor. Para él no había vasos medio vacíos. Esta mañana.. apuró el último trago.
Seguid entrenando, Sanmi y Juan Carlos, ahora que os habéis juntado por orden del que manda de verdad por encima de jefes de servicio y directores generales. Habrá una eternidad para retomar nuestras partidas de mus.
PS.- Reviso álbumes de fotos para encabezar la entrada, y encuentro algunas de nuestro viaje a Londres. Creo que eres de los pocos amigos con los que he viajado al extranjero. Por algo sería.
2 comentarios:
Un beso fuerte, Roberto. ¡Qué tristeza!😪😪😪😪
Quédate con la suerte de haber tenido un amigo tan de verdad...
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