Mi buen amigo Chema, padelista de salón (de salón comedor), como el resto de la panda de lisiados útiles en los que la edad y el sedentarismo nos han convertido, me pidió la receta de la tortilla de patata. —Nuestro proveedor oficial, El Barrio (pabellón polideportivo para vagos con hambre), tuvo que cerrar a mediados de marzo por pandémicas razones. Jose (sin tilde, solo su esposa le llama José Manuél, al estilo vasco), Nacho, Pelayo, Chema, los recién llegados Santi y Juan Luis y un servidor, sportsmen sin chándal, nos vimos privados de los beneficios del deporte mandibular—. Siendo este un asunto de suma importancia para cualquier español que se precie, sin necesidad de bandera, y aunque el «tortillismo sala» tiene más facciones irreconciliables que la propia España, aprovecho la hora de la siesta insomne para enfrentarme, a mandil quitado, a la ardua tarea que me ha sido encomendada (sugerida, ¿rogada?) por mi letrado de cabecera, excuñado y excompañero de estudios, lecturas y aficiones varias, que no es poco compartir.
Creo haber aludido a esta cuestión en otro texto anterior, que hacía referencia a la apuesta que le gané a un hostelero, el cual me retó a adivinar los ingredientes, o el ingrediente secreto, aparte de los de la alineación oficial, de su tortilla gigante. El premio era una invitación durante una semana a todo lo que me apeteciera, como un guiri en un "itasmachasyucán". Después de la cata con cara de masterchef cabreado y soberbio, es decir, con cara de masterchef a secas, dicté sentencia, más ayudado por las horas de cocina con mi madre que por mi paladar.
—Leche.
Se le mudó el rostro a Manolo, el cocinero, pero admitió su derrota, de la cual no hice sangre. Solo fui una tarde a tomar una caña con una amiga del coro universitario, sin pedir gambas ni nada. Manolo agradeció mi contención. Mi amiga Virginia se casó con otro, pensando en que conmigo le esperaba una dieta innecesaria, porque, amén de guapísima, ostentaba un tipo envidiable. Siguen juntos y felices, cosa que me agrada. Yo no era enemigo para Juan —la verdad sea dicha—, un tío con toda la barba, y además jugó al tenis y me acompañó al tren el mismo día que fui a la mili. Hay cosas que un hombre nunca olvida. Ni yo tampoco.
Voy a la receta, que es a lo que he venido.
-2 patatas grandes
-7 huevos
-1 cebolleta mediana
-aceite de girasol
-aceite de oliva
-sal
-(entra)
-vino bueno, o buenísimo (blanco, clarete o tinto, según gustos del cocinillas) para el «mientrastanto».
-leche (opcional), sin importar la marca: ("Mamá vaca", "Papá toro", "Tía ternera").
1.- Se pelan las patatas y se cortan en lascas finas sin llegar a la transparencia (me vienen recuerdos de los plenos del Congreso, pero no quiero despistarme). Las patatas de Valladolid ya vienen con finura de serie, pero hay que cortarlas igualmente.
2.- Se corta la cebolleta en porciones de 4 milímetros de largo por 3 de ancho por 2 de alto (las medidas, a falta de micrómetro, pueden exceder o quedarse por debajo de los 24 mm cúbicos, pero siempre puedo decir en mi defensa que la receta no salió por culpa de la escasa destreza del pinche y corte).
3.- Se pone aceite de girasol (gigantea, mirasol o tornasol, según zonas) en una sartén grande, más de medio litro y menos de uno (aquí es mejor el exceso que el defecto, porque siempre puede reutilizarse para freír alitas de pollo o croquetas, o un pisto, si se tiene la precaución de calentarlo antes y colarlo para que evapore lo evaporable y elimine lo eliminable). Se calienta a fuego medio y se echa la cebolleta hasta que coja un color que aúne las cualidades de la translucidez y el dorado de playa del norte en una tarde nublada, PANTONE® "golden onion ma non troppo".
(Si estás bostezando y no tienes fuerzas para llegar hasta el final, ve buscando teléfonos de "teletorti". Las hay con cajas de cartón y el lema "la mejor tortilla de nosedónde". Una vez comí una paella en Londres, en un restaurante regentado por mexicanos. Estaba buena. Tenía hambre. Allá tú).
4.- Se añaden las patatas. Se espachurran (qué ordinariez de verbo, por Dios, ni «despachurrar» me gusta) levemente, sin ensañarse, para igualar de algún modo la falta de precisión del facedor, que ya andará por el tercer vinito, "¡qué bien entra este morapio, pardiez!". No se trata de hacer puré.
5.- Se echa sal gorda, sin pasarse, que luego se puede retocar el punto, pero el exceso tiene mal retoque. Se recomienda encarecidamente no añadir sosa, y menos cáustica. No es lo que parece.
6.- Una vez comprobado el grado de fritura-pochadura-pochablanda, ni tiesa ni tostada, se escurre la patata para eliminar el aceite. (Papel de cocina, escurridor, colador, según aperos disponibles).
7.- En un bol (o bolón, como Lourdes), se baten siete huevos grandes, o sea siete huevazos (otra vez me viene el Congreso), sin llegar a ponerlos amarillo uniforme, sino más bien a medio batir o 3/4 de batimiento esto es, que se aprecien diferentes tonalidades de amarillo sutilmente amalgamadas pero sin perder su esencia.
8.- Se añade la patata, se mezcla con el huevo y con cariño —los huevos siempre requieren buen trato, por si la orquitis—, se prueba y rectifica de sal si es menester (como el «menester de juglaría». El de clerecía queda más insípido, como de cura blandengue). La leche puede atemperar ligeramente el exceso de sal, pero el exceso de leche convertiría nuestra tortilla en un bollo patatero. Un chorrito, así como para un cortado, será suficiente.
9.- En otra sartén un poco más pequeña se echa un chorrito de aceite de oliva 1,0º que tapice la superficie antiadherente de la propia sartén, como un barniz. Se calienta a fuego medio-alto (5/7, 7/10, 25´7/36´2) y, cuando empiece a echar un humillo que adelanta el humarro, se vierte la mezcla. Un minuto y vuelta (en un plato, como mandan los sacrosantos cánones. Los torpes pueden usar artilugios demoniacos como la tapadera metálica sin bordes).
Como con la sal, siempre es mejor quedarse corto. Mejor es darle otra vuelta más que chamuscarla.
10.- Se sirve un poco después, en lo que abrimos otra botella de vino (si ha sobrado algo de la botella anterior, uno no es cocinero ni nada; un simple aficionado, vamos, un «littlehandpealer»).
Consejos ad-hoc:
Hacer una tortilla es un proceso íntimo y privado. No admitáis a nadie que venga con la receta de su abuela (cada uno tenemos dos abuelas —en la familia tradicional—y no se parecen en nada); de algún otro pariente (a menos que esté presente, lo cual exige diligencia y mano izquierda para invitarle a ver los nuevos cuadros del salón, con una copa de vino, eso sí, para mermar la percepción de la tortilla), o de un hijo que estuvo estudiando en el extranjero y una vez hizo una tortilla para su familia de acogida (aún recuerdo, y no se me quita de la cabeza, la fastuosa tortilla española que perpetró para mí una viejecita en Dublín, que venía a ser —la tortilla, no la viejecita— una francesa —no, la dublinesa no— con rodajas de tomate crudo dentro, y me tocó poner buena cara).
Truco del almendruco:
Si te asaltan las dudas o eres primerizo, que una cosa trae la otra y viceversa, pincha la tortilla por el centro después de darle la vuelta (espera medio minuto, hombre/mujer, no seas impaciente). Si sale manchada y te gustan las tortillas cruditas, sácala. Si las prefieres bien cuajadas... este no es tu sitio. Aquí hacemos las cosas como se deben hacer. Los ladrillos, los conglomerados y otros materiales de construcción sustentan pero no alimentan.
Aunque intentes engañar a tus amigos del Facebook retocando la superficie con el Photoshop (yo lo hice la primera vez), algunos fotógrafos profesionales, del estilo de Fernando Fuentes (felicidades, riosecano, 55 no es nada), Pilar Ortega, Elías Cueto u Óscar Molina lo notarán. Y, sobre todo, tú te engañarás y estarás engañando a tus padres, a tus profesores, al P. Elías, a Carlos de la Rica, al P. Aniano y a la sociedad entera. —Al P. San José y a Chuck Norris nadie los ha engañado jamás. Ellos dos engañaron a la mentira... varias veces—. Además, te habrás tragado una birria de tortilla y tendrás que aguantar los comentarios tibios de tus invitados con frases como "está bien de sabor" (te pasaste con la sartén), "no está mal" (según con qué se compare), "pelín sabrosa" (salada de cojones), o "apta para enfermos del riñón" (más sosa que el caldo de las habas). Recuerda que el primer comensal satisfecho eres tú mismo. Los demás son convidados y Dios sabe cuánto tardarás en volver a verlos. (Tu mujer merece capítulo aparte, aunque ella y yo vimos venir al P. San José de lejos).
Una tortilla perfecta tiene un riesgo: te llamarán algunos que pasaban cerca de tu casa y se acordaron de ti, justo un sábado a las siete, que ya es casualidad. También que venga con una botella de vino bajo el brazo (eso es casi un milagro).
Por último: si alguien osa mentar el anatema "mejor sin cebolla", échalo de tu casa sin miramientos. No merece tu amistad, por más que se jacte de acudir a restaurantes con estrella Michelín, a menos que se haya atrevido a soltarle a Adriá que el "deconstruido de tubérculo solanáceo maridado con fruto parido a través de cloaca de gallinácea, sobre lecho de esencia de oliva a medio-alta temperatura" estaba un poco "no-sabría-cómo-decirlo". Despídelo antes de que diga "en plan", "o sea", o se empeñe en catar tu vino leyéndote la contraetiqueta de forma disimulada. Si eres un cacho-perro, pega una etiqueta de Vega Sicilia en una botella de vino de cosechero y ríete por lo bajini. Avisado quedas.
¿Doctrinal yo? No lo necesito: yo soy la doctrina tortillera, inmodestia aparte.
PS.- Clarete, coño, eso es lo que pega con la tortilla, como en las bodegas de toda la vida, pero mejor sin bautizar. El tinto o el blanco fino, solo para ti mientras cocinas.
¡Salud!