Con pocos días de diferencia se marcharon David Bowie y Glenn Frey. Sin entrar a valorar los méritos de uno y otro, no hay duda de que el primero ha dejado una huella más profunda, acaso porque no tuvo que compartir nombre en una banda y firmaba sus discos. Entre los míos he encontrado un doble álbum de grandes éxitos que debí de comprar hace años, aunque aún no lo he escuchado esta semana, como es preceptivo cuando me impongo un homenaje a los músicos que nos van dejando. Será que he estado ocupado con otros menesteres, como el cuádruple álbum de Sinatra que mi hermana pequeña me regaló estas navidades, o el de fados que me dejó mi esposa sobre los zapatos la noche de Reyes.
Del cantante de Eagles sabía bien poco. Ni siquiera el nombre. Envidio a algunos de mis amigos que conocen no sólo al intérprete sino al compositor, arreglista, (otra vez el autocorrector me obliga a repasar mi ortografía), y los músicos de sesión que aparecen en un disco. Lo que sé es que su muerte me ha recordado un episodio, otro más, de mi juventud.
Estudiaba C.O.U. en el colegio de los jesuitas, allá por el curso 82-83, cuando alguien propuso hacer una fiesta de disfraces por algún motivo que se me escapa, que cualquier ocasión era buena.
Aquel año se había incorporado un compañero que venía de los agustinos, un tipo peculiar, un poco raro, que se hizo un hueco entre los que llevábamos once años pagando religiosamente, cómo no, la matrícula, las mensualidades y la cuota del psicólogo al que por fortuna sólo veíamos cuando pasaba los tests a toda la clase. Gonzalo no tardó en presentar sus credenciales: a los diecisiete años era locutor de radio, y su dicción impostada llamaba la atención. Tenía una extraña forma de darnos la mano, de dirigirse a los profesores y, en fin, de ser. Pero nos caía bien. Y a alguna de las chicas, que sólo entraban en aquel reducto masculino para hacer C.O.U., también. Pronto hicimos migas, puede que por mi costumbre o manía de recibir a los nuevos como el relaciones públicas del curso, tarea no exenta de riesgo que en años anteriores me había sido encomendada por el tutor correspondiente. El caso es que aquel año, que sería de recuerdo infausto si sólo me atuviera a mis notas, peor que lamentables, acabó siendo memorable.
Cuando empezamos a preparar la fiesta de disfraces, Gonzalo me propuso cantar "Hotel California" a dúo. El tío, además de ser superdotado, lo que ahora llamamos "alumno con altas capacidades", cantaba y tocaba la guitarra. Yo no tenía idea de qué canción era esa, acostumbrado a lo clásico que demandaba mi profesora de piano, así que le pedí que me iluminara. Quedamos un día, y ensayamos el tema de Eagles hasta desgañitarnos, porque me pillaba demasiado alto, y el sol agudo era una barrera infranqueable para mí. Cuando me tenía ganado, dejó caer que además ejerceríamos de maestros de ceremonias. Eso sí, teníamos que mantenerlo en secreto, para epatar (vete a la mierda, corrector de pacotilla, que no quiero decir "empatar") a los compañeros y, sobre todo, a las compañeras. A nadie sorprendería que los dos payasos oficiales de la clase fuéramos los presentadores del acto, pero la traca final para cerrarlo nos colmaría de bendiciones (excepto las de los curas, que a él le perdonaban sus excesos porque los compensaba con notas brillantes, pero a mí me pasaban bien pocas). Buscábamos la gloria efímera en forma de beso, muerdo o quién sabe qué más, pero gloria, al fin y al cabo.
La mañana del jueves, día previo al de autos, amanecí sudoroso, febril y contrariado. Me quedé en cama, con la esperanza de sanar a tiempo. Por la tarde, Gonzalo y Toño, otro que además de inteligente era deportista y guapo, vinieron a casa para asegurarse de que no había hecho novillos, ya fuera para cuidar la voz o para librarme de alguna clase coñazo, aunque no era mi costumbre. Cuando comprobaron que realmente estaba enfermo, me comunicaron lo que el coordinador les había mandado.
-Ha dicho el padre San José que te saquemos de la cama, aunque sea a rastras, pero que no le vas a fastidiar el evento.
Por lo visto, el tal padre, a quien me unía una relación de odio- más odio, sospechaba de mí, que había pertenecido al coro y orquesta del cole y me consideraba apto al menos para cantar y animar el cotarro, cosa que en las clases le fastidiaba sobremanera. Cierto era que nos caíamos como una patada en la boca del estómago, pero mi afán por lucirme delante de mis amigos, que eran la mayoría, y sobre todo de las chicas, que eran minoría pero muy dignas de atención, superaba mi animadversión hacia él, que enseñaba filosofía, uno de los huesos del año.
No sé si no fui porque me encantaba la idea de reventar el festival o porque mi madre me impidió abandonar la cama, aunque en el fondo me quedé con las ganas.
Podría haber contado que un compañero me cantó "Hotel California" y me gustó, simplemente. Pero entonces este blog sería una cosa distinta.
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