No habían transcurrido cinco minutos, uno de los
intervalos mínimos que yo manejaba, cuando hizo su aparición. Me sorprendió
verla en aquel coche viejo, vintage como poco, aunque pensándolo bien era
propio de artistas destacarse del resto con algo diferente, en este caso su
Volkswagen escarabajo descapotable, no uno de los modernos para pijas, sino un
modelo de los años ochenta, perfectamente cuidado. Mi oído me indicó que el
motor sonaba redondo, lo cual abundaba en la idea de que Sofía era una mujer
perfeccionista y cuidadosa. Traía la capota de lona plegada, quizá
prematuramente a tenor del tiempo inestable, pero me encantaba la idea de
circular a cielo abierto aunque pudiera cogerme un catarro. Se había ajustado
un pañuelo a la cabeza y estaba más guapa incluso que un rato antes. Subí al
coche y emprendimos la marcha con un leve petardeo del motor, que algún achaque
tenía que mostrar. Me abroché el cinturón y le indiqué la dirección:
-Valle de Esgueva.
-Si vas a decir Castronuevo, olvídalo. Cerró hace
años.
No podía negar que mi guía de ocio estaba
desactualizada, pero tampoco creí que tanto.
-Pues se acabó mi oferta. Era la única que recordaba.
-Yo te llevaré.
Y así lo hizo alegremente, entre pinares y luego
viñedos, por carreteras comarcales, hasta que a las tres en punto aparcó a la
entrada de una bodega que parecía a punto de derrumbarse. Seguramente vio mi
cara, porque se apresuró a decir:
-Tranquilo, hombre. Por dentro está arreglada.
Bajamos por una escalinata angosta, en penumbra
tirando a oscuridad, y Sofía tuvo que sujetarme del brazo para no hacer la
mitad del recorrido rodando. Como pez abisal en la sima me fue guiando por
pasillos hasta que encontró un habitáculo con una mesa, mucho más íntimo de lo
que yo esperaba en un tugurio como aquel. Antes de sentarnos apareció un
pariente cercano del conde Drácula, dijo “dos” y se marchó sin preguntar. Al cabo volvió de las
tinieblas con una bandeja, dejó una jarra de clarete y un cesto con pan blanco
de cuatro canteros y desapareció de nuevo. Sofía tomó un trozo y lo fue
pellizcando, con algún sorbo de vino para completar el refrán:
-Con pan y vino…
-… se anda el camino, -tercié.
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