martes, 9 de octubre de 2012

MÁS DEL COLE, VERSÍCULO SEGUNDO

En honor a FER 14663, que ha sido el primero en hacer una propuesta, continúo con el relato de historias escolares. Como además he eliminado el control de comentarios, o sea, la censura, en vista de que jamás he borrado ninguno inconveniente porque no se ha producido, lo que demuestra que mis veintidós seguidores registrados son gente de bien, la sugerencia de Fer(¿nando?, me aventuro) ha quedado en primera línea de playa sin tener que asomarse por la gatera. Las demás  están por llegar. Espero.

Era del año la estación florida, o mejor, septiembre mayeaba, o peor, en mi segundo día de colegio descubrí varias cosas alegres y algunos nubarrones: que la profesora me gustaba (y eso que aún me esperaba la guapaza de segundo, de la que quizá haya escrito ya y puede que vuelva a hacerlo); que me iba a ganar un enemigo sin hacer nada más que ser guapo e inteligente (la envidia insana, si es que existe de la otra, es malísima); que primero de egebé estaba chupado; que los Reyes Magos eran cualquier cosa menos ecuánimes, y que ser el niño de confianza de la seño era un deporte de riesgo.

No me costó nada hacer amigos, aparte de los que traía del otro colegio, por mi simpatía, belleza y don de gentes. La humildad aún no había hecho acto de presencia (espero que no tarde, porque mi posición ya es indefensible) pero ni falta que me hacía. En pocos días había pasado de ser un tonto vulgar, (a falta de terminología oficial: ACNEE, TDAH, significaban en aquella época "dale una colleja", "no para quieto" o directamente "cero a la izquierda") a el listo de la clase, o uno de los listos, lo cual significaba ser objeto de envidias y burlas a partes variables. Yo provenía de un colegio de monjas con sección de clausura en el que de vez en cuando se escapaba un tortazo o una manada de collejas de esas terapéuticas y episcopales, pedagógicas y milagrosas, que me ponían la cara roja y el alma en pecado mortal. Los jesuitas, grandes conocedores del marketing, me cambiaron la autoestima (la satisfacción del cliente) gracias a los cuidados de las primeras diplomadas en profesorado de EGB, las fichas, las Unidades Didácticas, que entonces eran sinónimo de Sociales y Naturales, y mucho cariño maternal. Así que pasé de ACNEE de perfil bajo a ACNEE de nivel C2, o sea, superdotado, en cuestión de tres meses. Quizá las aguas del Cantábrico fueran milagrosas, porque mi primer veraneo en Santander ejerció de varita mágica. La cosa es que mi cole nuevo, después de la premier, con llantos reseñados en lo alto de la valla, fue el paraíso... hasta que aparecieron los hermanos malasombra, sobre los que prefiero guardar silencio, excepto para decir que de vez en cuando me cruzo con alguno de ellos y me siguen pareciendo unos pobres miserables, por más pasta que dijeran tener. 

Mi profe era una mujer encantadora, con voz de contralto y una permanente sonrisa que me cautivaba. Creo que, salvando las distancias, ella me adoraba también y hasta me tenía enchufado, si bien es cierto que a veces el exceso de confianza me procuraba malos ratos. Una vez me dijo a media voz, tirando a bajito:
-En el cuarto de baño del patio hay un compañero que está malo. Vete a ayudarle. 
Dicho lo cual me puso un paquete de cuartillas de las de archivar, con margen y dos agujeros, en la mano. Salí en busca de mi amigo enfermo y después de investigar por los retretes lo encontré postrado, o mejor, sentado en su lecho de muerte, a juzgar por el olor que salía. Traté de ayudarle a paliar sus pérdidas o al menos enjugarlas con grandes dosis de papel, que por estar satinado, no ayudaba mucho, y de agua que recibía directamente en su culo entre sus quejas de "está muy fría" y mis intentos de convencerlo de la benignidad de mi método "húndete en la taza". Agotadas las provisiones de papel, corrí a por más y la profesora, al verme entrar en clase, me miró con la cara que pone el familiar de un enfermo terminal, a la que respondí con dos palabras:
-Más papel.
Sin objetar una sola palabra, me dio otro paquete de cincuenta hojas DIN A5, que no apuré gracias a las ganas de mi compañero por curarse y salir de aquel castigo de baños fríos al que le sometí por su propio bien.




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