Ha sido por culpa de la dichosa tecnología que no he podido hacer lo que había pensado esta tarde, porque los USB, drivers y las muchas manos que tocan mi ordenador del trabajo se han confabulado para arruinarme el proyecto musical que tenía en mente. Así que he ido adelantando otro a más largo plazo, que tiene que ver con un viaje, y de repente me ha venido a la cabeza el nombre de la calle y hasta el número del lugar en el que pasé medio verano de hace veinte años. Gracias a la tecnología, esta vez bendita, de Google Earth he comprobado que tenía un recuerdo bastante aproximado de las calles, del barrio, de las casas, que en todo este tiempo no han cambiado nada. Al recorrerlas en el mundo virtual he sentido un pellizco en la tripa, un mariposeo o alguno de los símiles al uso cuando algo te revuelve por dentro. Incluso aparecía la figura de una mujer que se asemejaba enormemente a la que me acogió entonces, y eso me ha removido aún más, por cuanto Mona tenía más de setenta años en 1992 y la supongo ya alejada de este mundo o al menos no tan lozana como me ha dado la impresión googleliana, si bien era una mujer sanísima y despreocupada, cuya único entretenimiento consistía en dar cobijo a estudiantes y mantenerlos vivos con sus comidejas hasta cobrar el precio estipulado por el alojamiento y pensión. Una de mis mayores alegrías era llegar a casa a mediodía y que ella estuviera en la capital, porque así me dejaba fast-food que siempre era preferible a los resultados inciertos de sus devaneos con la baja cocina irlandesa. O sea, que me evitaba un sufrimiento innecesario. Sin embargo era muy atenta, le encantaba charlar y más con una copa de vino blanco. Me habían dicho que una botella de vino de la tierra siempre era bien recibida, pero preferí comprarle un libro precioso sobre mi región, que mantuvo su mirada apenas el tiempo en que se cansó de esperar un obsequio alcohólico posterior. No sé si por despecho, venganza o tal vez falta de tacto, me invitó a una cerveza y usó mi libraco en papel couché de alto gramaje como posavasos, por si me quedaban dudas del aprecio que le tenía.
Me cedió su dormitorio en la parte alta de la casa, un chalet pareado de madera, y cada mañana me esperaba para desayunar en la cocina, donde me servía té con leche, tostadas, cereales, fruta, zumo, ya fuera por separado o en asociaciones imposibles o al menos improbables. No era difícil encontrar dos galletas, un plátano, cereales de tres clases diferentes y nata montada, o qué sé yo en el mismo bol. Por suerte me dejaba la leche aparte y eso me permitía seleccionar lo que iba a sumergir y lo que no. Inflado como un Bibendum me dirigía a la escuela hasta la hora de comer, cuando regresaba a casa temblando por lo que la mente creativa de mi Mona pudiera haber diseñado como almuerzo. Su concepto de guiso elaborado consistía en costillas de vaca cocidas con guarnición de patatas a los cinco estilos: croquetas de patata, bolitas de patata, puré de patata, patatas fritas y patatas cocidas con su mantequilla de regalo, todo ello en el mismo plato. Siguiendo el horario irlandés, la cena se servía a las seis, y hasta catorce horas después no se ingería nada en aquella casa, por lo que los monitores recurríamos a la bien ponderada capacidad alimenticia de la Guinness, que mantenía el estómago en stand-by hasta el desayuno del día posterior.
El verano siguiente recibió a otro compañero de trabajo, del que ya he hablado en alguna ocasión, que comparte nombre y primer apellido conmigo. Cuando lo vio en el aparcamiento donde recibían a los estudiantes españoles, le saludó y le llevó a casa. Supongo que la mujer, por más que trataba de fijar su imagen, no conseguía hacerla coincidir con la que tenía de mí, no sólo la mental sino una foto que le envié. Tras el escaneo infructuoso en todos los recovecos de su cerebro, no pudo contenerse y dijo, en inglés, por supuesto:
-Cuánto has cambiado, Roberto. Estás más guapo y más joven.
-Claro, -respondió mi amigo-, como que no soy el mismo.
1 comentario:
Genial, como siempre.
Publicar un comentario