Paseaba por la acera de San Francisco, después de las clases de la tarde, cuando los estudiantes íbamos en jornada partida, mucho antes de ser descaradamente modernos y sigloveintiuneros, haciendo tiempo hasta que mi novia saliese de las suyas, que se demoraban por culpa de su poco interés en aprender nada que no fuera ligado a cómo ganar dinero sin hincarla, vivir del cuento o a expensas de otro (no diré la palabra clave, pero a escasas fechas de las elecciones está en la mente de todos). Diré, y no en mi descargo, que siempre tuve un imán para este tipo de mujeres aficionadas al dolce far niente, lo cual no me deja en buen lugar. Por suerte el destino no me castigó con una de ellas para los restos, y por alguna razón ligada a la fortuna, los hados o la casualidad, al pasar los treinta se deshizo el sortilegio, para alegría de todos (menos de ellas, a quien Dios tenga alejadas de mí). Paseaba, decía, sin prisa, saboreando un cigarrillo, cuando un limpiabotas me llamó la atención:
-Chaval, ¿tienes fuego?
Busqué en los bolsillos, pero me di cuenta de que no llevaba chisquero, mechero ni encendedor, ni unas humildes cerillas, así que extendí mi mano con el cigarrillo para que el hombre aprovechara las brasas en un boca a boca tabaquil o cigarril. Dio un par de caladas, para asegurarse de que el trasvase estaba hecho, me devolvió mi pitillo y con una sonrisa que yo juzgué franca, me dijo:
-Gracias, chico. Te voy a limpiar los zapatos por ser tan majete.
Antes de que yo pudiera asentir, no digo ya negarme, calzó un par de cartas, naipes de los de Fournier, entre uno de mis zapatos y su respectivo calcetín, para no mancharlo cuando pusiera en marcha el motor a reacción en que acabó convirtiéndose el cepillo, que primero en seco para desempolvar aquellos zapatos que servían para diario, domingo, fútbol, baloncesto, playa o montaña, tan lejanos de los de hoy, tan especializados como un abogado estadounidense, y luego untado de betún, fue dando lustre a la piel, si no era aquello que llamábamos "material", hasta ponerla casi a la altura de un espejo, a falta del último toque de gamuza que acababa por sacar más brillos que el palacio de Versalles. A punto de terminar el trabajo, me preguntó:
-¿Cuánto vas a pagarme?
Tragué saliva. Si tenía algún dinero en el bolsillo no estaba destinado a limpiarme los zapatos, así que le contesté con sinceridad, candidez, idiotez o alguna virtud mansurrona:
-Pensaba que usted me lo regalaba por haberle dado fuego.
El hombre me miró, más con desprecio que desafío, y mientras retiraba los naipes de mis tobillos me respondió:
-Venga, chaval, a ver si te crees que yo trabajo de gorra.
Dicho lo cual apartó mi pie de un golpe seco, recogió su mueble - soporte y me dejó a mi suerte, abandonado a la burla de quienes me vieran.
Pasado el susto, pues bien pensé que aquel hombre me daría por lo menos un par de pescozones, me encontré con mi novia, a la que relaté el incidente mientras nos dirigíamos a algún bar con zona para besadores compulsivos donde, entre ósculo y ósculo, no pude dejar de mirar de reojo mis zapatos desiguales.
La foto es prestada de internet, pero no puedo citar la fuente, y tampoco creo que haga falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario