lunes, 13 de diciembre de 2021

SURREALISMO 2, O LOS CAPRICHOS DE LA DESMEMORIA

 Ayer cerré el capítulo anterior sin contar lo que había provocado el título, que no era otra cosa que un sueño, no diré raro, porque últimamente abundan, sino extraño.

 Estaba en mi apartamento (que se parecía poco al de mis sueños conscientes, en los que lo imagino con un salón enorme en el que luce un piano de cola, un equipo de música, libros y otros fetiches) charlando con una exalumna a la que hará como viente años que no veo. Era entonces muy alta para su edad, pero no tanto como para que yo saltase tras ella (en mi sueño) por la ventana y me deslizase por su cuerpo, a modo de barra de bomberos, hasta la calle. Espero que no haya crecido tantísimo desde que no la veo en persona.

 Luego desapareció y me encontré a la puerta de mi clase de COU, porque según decían, mi curso no había estudiado la asignatura de educación física (que, tal como la recuerdo, era una optativa de viernes por la tarde sin repercusión en la nota) ¡y a todos nos tocaba repetir el COU entero! Lo más surrealista, si hasta ahora no lo es bastante, era que mi némesis, un sacerdote jesuita que compartía barbas —y nombre por apellido— con un carpintero famoso (que no era Gepeto, como en el chiste), me recibía con el cariño y la empatía que eché de menos en el curso 82-83. Supongo que su obsesión por mantener la disciplina con mano férrea y la norma de sacar lo mejor de cada alumno (en lo puramente académico, lo que se resume en las notas de selectividad) le impidieron ahondar en otras cuestiones "menores". Su mal ejemplo, curiosamente, se tornó en bueno para mí, que procuro mirar más allá de los números y relativizar su importancia, haciendo ver a mis alumnos que hay valores que no se expresan de forma numérica, y que hay otros tipos de excelencia. El espíritu bohemio, el interés por las artes (no por la asignatura en sí, que solo me hizo feliz cuando empecé a ver monumentos y a disfrutar de las obras de arte sin necesidad de demostrar en un folio que me importaban una higa los nombres de las cosas —que si arbotantes y botareles, que si triglifos y metopas— y, en suma, todo lo que no fuera ensalzar las virtudes de la enseñanza jesuítica (muchas, no lo pongo en duda) en forma de sobresaliente le traían (o eso me pareció) sin cuidado. Al final le tendré que dar las gracias.

 Desperté a media noche, sudoroso pero feliz porque solo era un mal sueño. Otras veces me he visto retomando mis estudios de piano con el mismo resultado: sudores y alivio al despertar.

 Quizá un psicoanalista podría ayudarme a aclarar de dónde vienen semejantes sueños, su significado y en qué medida se pueden superar esos traumas si lo son. Por lo poco que aprendí de Freud, Adler y Jung, debo de haberme quedado en una suerte de fase anal, no tal como la describía Sigmund, sino porque hay cosas que no dejan de darme por el culo.

 

domingo, 12 de diciembre de 2021

"SUB"REALISMO


 Mal empezamos cuando no soy capaz de poner en cursiva el sub del título (mi curso de 30 horas DDDD —desesperadas de destrezas digitales— no da para mucho más). Ni un corta y pega del cuerpo del texto a la cabecera —pura metáfora de la vida— ha servido como solución, así que ahí se queda. (Lo del sub venía a recordar a un profesor de lengua y literatura que cambió  de forma caprichosa el significado de surrealismo, que es justamente lo contrario).

 La anestesia general, dicen, provoca algunos efectos imprevisibles. La epidural de mi otra operación (de la misma hernia umbilical) estuvo a punto de convertirme en eunuco cuando me obstiné en arrancar un apéndice molesto, que yo creía un simple apósito mal adherido y no era otra cosita que mi propia pena —o sea, un pene en estado lamentable—. 

 En esta ocasión, los galenos decidieron que dormirme de alopecia para abajo sería más recomendable que desde la cintura. Lo último que recuerdo fue la breve conversación con una de las anestesistas:

—Piense en alguna cosa agradable.

—La tengo enfrente.

No pude comprobar si mi respuesta la había complacido o, por el contrario, se la había tomado como un comentario micromachista, pero quizá no le dio tiempo a meterme un wiski de garrafón por vía intravenosa para convertirla en intravenenosa. Lo cierto es que, mientras los médicos recolocaban mi tripa díscola, yo estaba soñando como en una de esas noches raras en las que Oniris (un héroe griego y un poco cabrón que me acabo de inventar) proyecta en mi cerebro una peli para todos los públicos. Hora y media de REA más tarde, salí del quirófano con el traje de neonato y mi ombligo en su sitio.

 Para cuando pude orinar, el anestésico debía de haber disfrutado de un viaje el río de divertido —soy de tierra adentro, castellanomesopotámico por la gracia de Esgueva y Pisuerga—, dejando su rastro y efectos acá y allá. No resulta sencillo distinguir mis bobadas conscientes de las provocadas por las drogas legales, así que las enfermeras no tenían elementos de juicio para evaluar/comparar mi falta del mismo. 

 Hoy mismo me atreví a dar mi primer paseo hasta la iglesia de San Benito. Parece que el anestésico general andaba en modo epidural, porque de tripas para abajo me tenía descontrolado. Del mareo se encargó la homilía transmitida por altavoces marca ACME. 

 Un breve periplo por la feria de la artesanía, con feliz encuentro y charla con mi amigo y valedor Francisco Alcántara, que me ha insuflado su discurso positivo, ha acabado por demostrarme que sigo obtuso de pensamiento pero raramente listo: escucho más que hablo. En el caso de Paco, merece mucho la pena. Es un tío con toda la barba, cuyas raíces se instalan muy arriba, adonde otros no llegamos ni en globo.

 Después de comer he ojeado la prensa. Leer a dos expresidentes del gobierno de España no deja de ser un ejercicio de surrealismo. Me temo que los efectos de la anestesia general ya se han diluido. La risa es terapéutica.

 El librito que adorna este texto no es casual. El comienzo tiene algo de surrealista-dadaista (por ahí andaba el tal Queneau), otro poco de chaladura y quizá de sustancias químicas. Cuando acabe de leerlo lo sabré.

domingo, 5 de diciembre de 2021

MEAPILAS

 Tras la PCR preceptiva antes de una operación quirúrgica, nada de importancia, apenas quitarle una D a mi ombligo en 3D —si Dios quiere, seguiré dando el coñazo en persona y en modo virtual en este blog—, acabé en misa de doce y media en la iglesia parroquial de San Juan Bautista, la del barrio de mi infancia. Ha cambiado un poco desde que fui monaguillo. 

http://pucelaacapella.blogspot.com/2010/12/podria-decirse-que-mi-primer-trabajo.html 

  La tarima pulida por los fieles (luego lo fue por la máquina Karate Kid —dar cera-pulir cera— hasta que el terrazo frío la sustituyó) acompañaba mis pasos de monaguillo solitario aquel 8 de diciembre, cuando fui a misa y no había otro auxiliar de guardia sin votos —mis botas eran parte del problema de sonoridad excesiva—. El párroco, D. Alfredo, me dio las gracias —y una generosa propina extraída sin disimulo del cepillo, ¡un duro en negro! —puedo decir que 3 de los antiguos céntimos— (que lo mismo hay que llamarlo "duro de color")— por ayudarle. Mi trabajo consistía en una coreografía (alguna bronca me gané por saltarme el protocolo, dado como era y sigo siendo a la improvisación) limitada a flanquear al cura de turno, tocar la esquila, sin exigirme tonalidad, durante la consagración, pasar el cepillo y poner la patena (paradigma del brillo) bajo la barbilla de quienes se acercaban a comulgar (eso fue antes de que se aconsejara-permitiera poner las manos en forma de trono —mi buen amigo Chema que, como buen abogado, interpreta según la ley y sus recovecos, sabe mucho de esa suerte de digitoflexia— para evitar contagios mucho antes del COVID, para mí VDLC (virus de los cojones) o VDLCCC (virus de los cojones, cojonas y cojonos para otros a los que es raro encontrar en misa, a menos que se les muera un ser querido, y siempre en modo de "por si acaso"). 

 Hoy escuché el viejo armonio que D. Mateo, uno de los sacerdotes de antaño, me dejaba tocar (o no, cuando el cachondo de Javi Herrera, un compañero del cole que compartía parroquia conmigo, me franqueaba la entrada en la iglesia sin moros en el costa y lo tocaba sin permiso). El organista y el cura andaban reñidos, así como las tonalidades con que atacaban el salmo responsorial, el sanctus y el "por Cristo, con Dios y en Él", lo cual ha provocado un sobrevenido dodecafonismo que haría palidecer de soberbia, avaricia, lujuria —o algo peor y más capital— al mismo Schoenberg. Si Dios no sufre de tinnnitus será por su inmensa bondad o sordera selectiva (que envidio). 

 Un vermú de garrafón, sopas de ajo y un chipirón a precio de langosta en un bar de mi viejo barrio han acabado por retrotraerme al pleistoceno de mi vida. 

 Aquí me hallo, en plena fase de digestión del pasado —propio  y ajeno—, y no solo por la misa y vermú de hoy. Más trabajo para mi psicoanalista. A ver si con lo que me ahorro en tabaco puedo pagarlo. 




sábado, 27 de noviembre de 2021

EL RÍO DEL OLVIDO


 A veces necesito escribir cuando no tengo ganas de nada. Por desgracia, hoy es uno de esos días. Perdonaría la necesidad si pudiera evitar el motivo, pero ayer se fue Alberto, y Alberto no es (era, aunque seguirá siendo) una persona cualquiera. 

 La suerte que ayer se le negó tuvo un rato de lucidez (para mí al menos) en 1986 y nos juntó en la misma clase de la escuela de magisterio, especialidad de filología inglesa. Su habla tranquila, su tono de voz y su madurez contrastaron con los míos. Quizá fuera esa la razón que nos unió; la de los polos opuestos o los complementarios o lo que cojones sea (la función terapéutica de las palabrotas es innegable y hoy me salen solas). Nos hicimos amigos sin esfuerzo, con la naturalidad que fluye como el agua de los ríos: desembocamos el uno en el otro, afluentes mutuos sin nombre impuesto por razón de longevidad o longitud, Duero y Pisuerga. Tomábamos café, canapés o cañas entre clase y clase (sin pirarnos ni una), en la cafetería de la escuela, la de Montse y Pepe. Regresábamos a casa en mi SEAT 850 (que no era solo mío, también —o más— de mi hermano, que solía pagar la gasolina), y alguna vez llevamos a su casa al profesor de religión (que bendijo el vehículo mientras Alberto tapaba una pegatina obscena del salpicadero). Gracias a él aprobé las matemáticas de primero (con un cinco del que cuatro puntos salieron de su paciencia la tarde anterior, en su casa, con sus padres atentos a nuestra tranquilidad, café y merienda mediante). 

 Al año siguiente se sumó el bueno de Jose (otro sin tilde), el dibujante-liante. Yo compaginaba mis estudios con el trabajo en los grandes almacenes más grandes de la ciudad, y allí prestaba sus servicios el que acabó convirtiendo el dúo en trío. 

 Muchos chupitos de melocotón (qué invento) en cientos de noches fraguaron nuestra amistad de hombres sin mujeres (ni falta que nos hacían, aunque acabasen por llegar sin ligar). La única vez que Alberto se mosqueó un poco (menos de lo que merecía la afrenta), fue por culpa de un chupito, pero encajó la ofensa con el estoicismo del amigo que perdona el exceso alcohólico. Eso queda en la memoria del trío.

 Hace algo menos de un mes leí en su FB que estaba pachucho (la pachuchez es un término subjetivo, y Alberto tenía un don para quitar hierro a lo objetivo). Le pregunté si le apetecía quedar para comer con Jose y conmigo, y me respondió que estaba flojo, pero me avisaría en cuanto se repusiera. Y por no sé qué (o sí), no quise preguntar más. Confiaba en  su recuperación y llamada. Ayer se truncó el plan.

 El adagio Dios nos libre del día de las alabanzas justifica tanto la tendencia a engrandecer la figura de quien se va como las pocas ganas que tenemos de que nos lleven.  Alberto, el día después de su partida, merece toda alabanza. Como un río, tendría sus meandros, sus aguas bravas, espumas y caudal desaforado. Sus días, vamos. Yo solo le conocí unos minutos de mosqueo (no cabreo) en los años que compartimos. Y vaya si tenía razón (mal que nos pese a Jose y a mí, que fuimos un poco perros, chupitos mediante). Sé que nos perdonó al rato (¿quién invita a su boda a unos cabrones?). Y no opino: sé que, como ayer me decía su esposa, fue una buena persona. Joder (perdón): buena persona se le queda pequeño. 

 Querido Alberto: eres (ahora arriba, que es ser para siempre) un tío cojonudo. Y sentirme amigo tuyo (en la cercana lejanía/lejana cercanía de los quinientos metros que separaban nuestras viviendas) es, sin duda, un honor que no sé si merezco. Por si acaso, te pido perdón por no haber estado más atento. La vida esta que soportamos nos entretiene en lo trivial y nos aleja de lo primordial, pero si algo aprendimos en la escuela de magisterio, es que no solo estamos para enseñar sino para no dejar de aprender. Y aunque figurar en mi directorio no sea un honor per se, lo es para mí. Será que el Sumo Hacedor tiene un poco de soberbia y quiere presumir de obra bien hecha y te llamó (sin pedirte opinión) para ponerte en alguna hornacina, privada o publica, pero ejemplar. Provenir de un pueblo llamado Sancti-Spíritus tenía esta servidumbre. 


 P.S.- La fotografía que encabeza este texto es la dedicatoria de un libro que me regalaste (bien lo sabes). Espero que me perdones, pero el título es lo menos certero que se me ocurre. Estoy seguro de que Julio Llamazares, si supiera nuestra historia, lo cambiaría por "El río continuo" o "El río que no cesa" o cualquier otro que no incluyera la palabra "olvido". A un señor como tú no se le olvida, por muchos chupitos de melocotón que se beban. Y perdóname si no estoy muy fino con el teclado, pero he tenido un mal día, no por tu culpa, pero sí por ti. Descansa en paz (te la ganaste), querido Alberto. 

 

 

 


domingo, 7 de noviembre de 2021

MISCELÁNEO QUE ES UNO

 (Todos nacemos misceláneos, que viene de mezcla. No hay ser, que yo sepa, sin mezcla, excepto aquellos que provienen de hermafroditas que se autofecundan y reproducen, aunque sean minoría. La consanguinidad tiene un algo de esto. Me inclino a pensar que mis desvaríos seudoliterarios están más cerca de la mezcolanza o falta de rigor u orden interno que me adorna. Quienes me conocen bien podrán ("quienes me conocen bien, podrán..." o "quienes me conocen, bien podrán...," qué horrorosa duda) seguir mi pobre argumento sin esquema. Que mis vecinos griten en la sobremesa del domingo no me ayuda).

 

Acababa de salir de la terapia para dejar de fumar (mi fuerza de voluntad anda cercana a la de flaqueza) cuando recibí un mensaje en el móvil. Mi amigo tocayo me ofrecía/recordaba su amistad —porque de algún otro amigo le había llegado el soplo certero de que no ando bien de ánimo— en forma de charla, comida o café (es un decir, ninguno de ambos somos cafeteros). Luego supe quiénes habían sido sus informantes, que, curiosamente, no habrán leído en su vida un  manual de autoayuda, "buenismo" ni frases de misterguonderful, ni falta que les hace. Llevan en su sangre un cromosoma rural, de hombre que sabe si va a llover, si barrunta tormenta o si pintan bastos que los hace inmunes a la idiotez con solo asomar la nariz por la ventana. Viven ajenos a las nuevas tecnologías, a la mercadotecnia (lo que algunos llaman marketing porque creen que es más cool y los convierte en más guays) y las competencias digitales y se la sudan los partes meteorológicos que no vengan del calendario zaragozano y el refranero.  Para mi desgracia, dos de ellos ya no trabajan en la empresa que nos hizo conocernos (uno por jubilación y otro porque su primera vocación volvió a llamarlo) y al tercero le quedan siete horas semanales que compartir conmigo. Cuando quedamos a comer me dan caña, me llaman hocico fino, chato y otras lindezas que asumo. En eso también son certeros, los muy cabritos... Y saben que quien hace pareja conmigo en la partida de mus pierde seguro porque a la segunda copa ya no distingo espadas de oros, sotas de treses y me pongo bocazas y "ordaguero". Desde hace más de veinte años, al día siguiente seguimos tan amigos. La única vez que no fue así, uno de ellos y yo lo solucionamos con una charla breve y un abrazo (y algunas lágrimas).

No sé por qué he llegado hasta este punto, que no era el previsto, pero no me pesa. Pensaba escribir sobre la marcha en apoyo a la AECC, a la que he acudido esta mañana, pero me ha salido esto. De vez en cuando hay que saltarse el guion (y más cuando no existe), y no para saldar cuentas sino por el mero hecho de resaltar el valor de la amistad verdadera, la que perdona sin pedir perdón, aprecia sin regalos que se la ganen y tiene un gesto o una palabra en el instante justo. Les diré, por si lo dudan, que no estoy "ordaguero" porque hoy no ha habido chupitos postcomida dominguera, aunque tampoco les habría ganado la partida de mus porque son de pueblo y leen mis ojos con los suyos, nobles, bien paridos y educados. Quizá, cuando están vidriosos de alcohol, se reflejen mis cartas en ellos. Y, aunque alguno me recuerde que su hombro está presto a mi desahogo —lo que agradezco de corazón—, saben que los quiero de verdad y ellos a mí, que me han perdonado mis rarezas (fácil me lo ponen: ellos son más fáciles) y no necesitan ofrecerse como paño de lágrimas porque los tengo a tiro de wasap, de teléfono o de piedra indolora. Por suerte no son los únicos con los que cuento, pero hoy han aparecido en mi texto de los domingos por pura casualidad o justicia sobrevenida y les dedico esta sobremesa silenciosa. Bendito trío. 

PS.- "Que te compre quien te entienda"... decía la fábula del burro. No necesito que me "compren" (qué lamentable uso adultescente de la palabra, con lo fácil que es decir "te entiendo", "lo admito" o "tienes razón" a cambio de nada). Se lo regalo a quienes me entienden. 

domingo, 31 de octubre de 2021

TOLEDO (MIS-CELÁNEAS FAVORITAS)

 A ver cómo empiezo esto. Mi cerebro, o lo que queda de útil en él, ha entrado en bucle esta semana. Últimamente, ante la inminencia del cambio de decena, esa que huele a jubilación, anda descontrolado. Se empeña en mostrarme la hoja del debe y el haber, con amplia ventaja para el equipo local: demasiadas cuentas pendientes, que mis amigos del pádel se toman a chufla, cosa que agradezco para desdramatizar el asunto. 

 Mi hija se ha ido a Toledo a pasar parte del puente. Allí vive uno de mis amigos del alma (tengo un alma muy grande, lo cual no significa limpia, en la que caben muchos y buenos; también algún gilipollas, pero confío en que mi memoria, ahora que siento que no es tan fiable como solía, borre lo poco malo antes que lo bueno y abundante). Me lo encontré ayer, por casualidad, en una tienda de sombreros. Él está más cerca que yo de la sesentena y su crisis, como el otro con el que fui por segunda vez a Toledo. La tercera y cuarta fue con Juan, el de los sombreros. La primera fui con mi padre y mi hermano, allá por 1983. Todo lo que sabía de la ciudad imperial era lo que entraba por el parabrisas del SEAT 132 de mi padre. No bajé del coche hasta que regresaron de su visita de trabajo. El entierro del conde de Orgaz no quedaba lejos (en Toledo nada lo está) pero no lo vi. Sigo igual, excepto por las fotos del libro de arte de COU, que perdí por prestárselo a algún compañero de las clases de piano. Nunca más se supo. 

 Jose, otro más sin tilde, me acompañó a Madrid cuando yo quería ser azafato de IBERIA. Dormimos en casa de Juan y, después del examen, fuimos a Toledo. Los pormenores de la visita, la comida en un restaurante de la plaza de Zocodover con aquel cochinillo (más cercano a verraco) que tenía una oreja más grande que el radar de Robledo de Chavela (a la que Onrubia hablaba como a una abuela sorda) siguen intactos en mi cerebrito. El viaje de vuelta por Gredos fue bastante movido, y hasta discutí con mi amigo por su forma de trazar las curvas (las amistades verdaderas sobreviven a esas y otras curvas). Nuestra acompañante, con nombre de ópera y fondo de usurera, se reía por lo bajinis. Como dependiente del Corte Inglés (y sueldo base) yo no le resultaba interesante; el salario de IBERIA (aprobé el examen) me hacía más conveniente, y así me lo hizo saber sin demasiado disimulo. Decliné su invitación a café, igual que la firma de mi contrato con la compañía aérea. Le complacería saber que me quedé en maestro (ser camarero de altos vuelos, por decirlo de algún modo, no me terminaba de llenar), así que se perdió poco margen comercial. Mejor para ella. 

 Hoy mismo he recibido un mensaje inesperado de mi querido Gubias. Cuando he abierto FB he caído en la cuenta. Hace días yo había compartido un mensaje sobre las víctimas del cáncer, y el amigo ha debido de pensar que yo andaba afectado. Claro que lo estoy, como tantas otras personas, familiares y amigos que lo han sufrido, pero por ahora, gracias a Dios, no es mi caso. Incluso estoy en terapia para dejar de fumar, gracias a la AECC, y minimizar los riesgos. 

 Gracias, Jose, por tu interés, por tu amistad a prueba de imbéciles y por tu conducción temeraria. Me abriste los ojos (esa y más veces). También me jodiste la siesta, pero el trazado de las carreteras de montaña no es culpa tuya. Tampoco era culpa del vigilante que se empeñase en impedir que hicieras fotos en la catedral de Toledo aunque fuera sin flash. Si los visitantes hacen fotos, no se venden las oficiales. Hay que comprenderlo... hasta cierto punto. En ese punto estaba yo, entre el segurata y tu cámara, para despistarlo. Creo que lo conseguimos. Cuando vuelvas a verlas, seguro que te acuerdas de aquel fin de semana. Hazme copias, anda. 

 

domingo, 17 de octubre de 2021

FELINO POR PARTIDA DOBLE


 

 Dice mi amigo Alfonso, uno que tengo y mantengo desde la preadolescencia (aunque nos veamos poco), que lee las pocas publicaciones que suelo apuntar los domingos en este cuaderno, y que de entre ellas se queda con las que encierran un poco de veneno. «No es que no me gusten las otras —explica—, pero las que traen cicuta en dosis variables te hacen (te haces) más justicia. Eres más tú mismo».

 No recuerdo si se lo habré confesado alguna vez, pero gracias a él soy, en parte —no todo es culpa tuya, querido—, el que soy. Creo que es el primer compañero del cole al que planté cara (hubo uno anterior, pero no era compañero, solo compartía colegio conmigo, y ya le mencioné en alguna entrada, honor que no merece). Andaba yo perdido en aquellos años turbios de acné y dudas, y el bueno de Alfonso era un poco como yo: tocapelotas y cabroncete, del tipo "tienes que espabilar, majo". Vivía cerca de mi casa, en el límite con la zona chunga que era la Plaza Circular, aunque él no se perdió nunca porque tenía, literalmente, a la policía en casa. Éramos de esos amigos que se admiran y envidian a partes iguales (o eso creo), y se dan caña igual que se echan flores, y admiten una y otras. No sé en qué punto nos encontrábamos, pero un día pintaron bastos —más cardos que flores— y salté. Me atreví a retarle con un «a la salida/en el patio te espero» que no auguraba nada bueno para mí, más blando que los caramelos Maski, y me olí la paliza, pero ahí quedaba el farol. Por suerte, se lo pensó y, desde aquel día, me gané su respeto y su amistad sin putadas. Solo me hizo falta copiar a alguien de película de malotes, quitarme la cazadora, poner cara de perro contra gato y gritar como un actor español. Desde aquel día, fumamos juntos en su escalera con su vecino Santi; salimos con amigos y amigas; merendamos en casa del otro (con dos fetiches: mi cuchillo eléctrico y la guitarra de su hermano, una western que yo no sabía si era marca o tipo o forma); compartimos padres y hermanos; y, lo más importante, fuimos fraguando una amistad que aún perdura. 

 Años más tarde, coincidimos tocando con Candeal. Otro amigo común, Toñín, me propuso para un bolo como sustituto eventual del acordeonista. Cuando subimos al mismo escenario en Laguna de Duero (con poco público, unos, conocidos, y otros que estaban sin yo saberlo, y pasarían lustros hasta que salieran de la chistera —perdón por la rima interna—), ni se imagina la ilusión que me hizo. Pensar en Mario, el pianista de verdad, y sentirme el heredero pobre también me complació, aunque un dedo de Garrote vale/sirve más que dos míos. 

 Los caminos se cruzan a veces con caprichosos recovecos, igual que los cabroncetes (no los hijosdeputa, lo que va de un pastor alemán a un lobo) que, lejos de joderle a uno la vida, le señalan un atajo en el que no había pensado. Vienen disfrazados de cualquier cosa: perros, gatos, público o inspector de hacienda o la seguridad social. El día en que olvidé la prudencia que mi padre me aconsejaba —que yo interpretaba como cobardía— y me puse farruco con un tío que llevaba dos felinos en sus apellidos, me cambió la vida. No sé si para mucho mejor, pero el camino que llevaba me hace pensar que a peor no se podía ir. 

 La foto, obra del P. Elías, eterno fotógrafo jesuita a quien Dios tenga en su gloria, retrata el codo de mi amigo cuando ya no era codazo sino apoyo. El señor del bigote, el de la derecha, es Antonio Medina, un ajedrecista que llegó a derrotar (jugando con negras) a Bobby Fischer. Matías García, el canario de las "variasiones, susesiones y permutasiones", con quien Alfonso tiene una cuenta pendiente, nos lo trajo al cole. Aunque solo sea por eso, supongo que el doble felino —león y gato— a quien dedico de corazón esta entrada, le habrá perdonado la afrenta de sacarle por las bravas de una simultánea (no sé si de esa u otra). Hay que perdonar lo malo cuando acarrea algo mucho mejor. 

PS.- Quizá la cicuta disuelta en bondad me haga más justicia, igual que cuidar menos la forma que el fondo (al menos en este blog dominical y apresurado).

sábado, 9 de octubre de 2021

¡NO ME ATREVO!

 Hija, que es entrar en el interné y me asaltan más noticias que bandoleros a un pringao en Sierra Morena. Que si me quedo calvo es por mi culpa; que si soy agua pero no fluyo: que me proponga lo que sea y se cumplirá (no acabo de proponerme algo cumplible); que si muevo un músculo y seré historia (no lo pillo); que si el mundo es demasiado pequeño para los dos (tampoco alcanzo a entenderlo, ¿será el país el otro contendiente?). 

No sé qué acabo de leer que me ha impulsado e escribir esta chorrada. Tampoco me importa.

Ah, que me he acordado. Iba de superGarcía contra Isabel Ayuso. Lo dicho: que me aburro.

domingo, 3 de octubre de 2021

TURISMO DE INTERIOR

 Antes de entrar en misa de una en San Benito, me fui cruzando con varios turistas, plano y móvil en ristre. Como es el día en que suelo encontrarme con mi madre y mi hermana mayor, que diseñan su paseo dominical para vernos un rato, no quise entretenerme, pero tuve que aguantarme las ganas. El cuerpo me pide echarles una mano y ejercer de guía sin contrato ni disfraz de Felipe II o José Zorrilla. Cuánto habría agradecido una ayuda desinteresada cuando deambulaba por las calles de Madrid y las únicas fueron las de dos trileros y una gitana —no era minoría étnica, era gitana, bien lo sabemos ella y yo— que me hizo dar tres vueltas a la calle Cartagena —recorrí María de Molina, José Abascal y Avenida de América para llegar a María Teresa, acaso por no darle una moneda gorda a cambio de su buenaventura—. 

Se me ocurrió comentarle a mi mujer que me encantaría pasear por mi ciudad acompañando a esos andaluces que me acogen en verano; a esos gallegos que lo mismo; a esos ingleses que alguna vez también, y hasta comer con ellos, pero contestó:

—¿De qué ibas a disfrutar comiendo con desconocidos?

—Me conformaría con acompañarlos en su visita.

Pensé más cosas: sobre las veces que he comido rodeado de desconocidos, cuyas conversaciones insulsas no me queda más remedio que oír porque hablan a gritos, cuando no me turban los destellos de sus móviles para el obligatorio selfi, ese que los hará felices por compartir las mismas rabas que yo me como, un calamar frito, vaya, que nunca se imaginó con tanta fama el octópodo o lo que sea, ni el lúpulo convertido en cerveza premium, ni la madre que los parió; en la catedral con un tío delante, que maldita la falta que le hace a la catedral aparecer en una foto con unos pulgares tiesos delante o esos gestos triunfantes. (Un amigo me decía que él sabe dónde ha estado y poco le importa que lo sepa nadie más). Y, puestos a tocar la breva, pensé en las muchas veces que he comido con personas con quienes solo tengo en común un contrato firmado por la misma empresa, eso que llaman compañeros. O sea, que pensé como suelo pensar a riesgo de que me llamen raro.

Hace muchos años, en la preciosa plaza de la Universidad, asalté a unos turistas a los que vi perdidos. Uno me dijo que había trabajado en Valladolid hacía muchos años, y que la había encontrado muy cambiada. Les indiqué la que creía una buena ruta cultural y luego les sugerí algún restaurante.

—¿Es usted de aquí? No recordaba a los pucelanos tan simpáticos. 

Pensé mi respuesta. Catalanes, agarrados. Andaluces, superficiales —él mismo y su familia lo eran—. Gallegos, cerrados. Madrileños, chulos... pero ni dije nada. Los tópicos son eso. 

Y ya está bien por hoy. 

domingo, 1 de agosto de 2021

Bullying o abusones (de mierda).

 Esta tendencia moderna de poner nombre en inglés a lo que ya sabemos decir en castellano me hace gracia. Hoy mismo me he encontrado con un abusón de los que jodieron, aunque no tanto como él cree, parte de mi niñez. Sería por envidia, por algún complejo como su poco rendimiento escolar (hablaba con lengua de trapo y no era un dechado de virtudes, francamente, aunque hoy llevase, el muy pelele, una camiseta con Franco disfrazado de peregrino); por su niñez probablemente mucho más desdichada que la mía (que sólo lo fue cuando el destino más bien falló que acertó a cruzarlo en mi camino), o por alguna causa que los psicólogos quizá entiendan o justifiquen, que mi paso de un cole de monjas a uno de curas no fue todo lo dichosa que podría haber sido. El caso es que, sin meterme con nadie, solo siendo el crío que era, a uno le caí mal, y de qué forma. El respaldo que tenía por sentirse arropado por sus muchos hermanos mayores (cara a cara era un completo cobarde, como todos los abusones), le servía de acicate para amedrentarme a diario. Yo le evitaba en clase y en el recreo, a sabiendas de que no me libraría de que, a la salida, estaría esperándome con alguno de sus hermanos para insultarme y, las más de las veces, darme alguna colleja, patada o lo que se le antojase. El portero de mi casa salió en mi defensa muchas veces. Otras fue mi hermano quien se interpuso, solo o con sus amigos. También cobró mi hermano, bajito pero bien aguerrido y acompañado, alguna vez.

 Cuatro eternos años después de conocernos, en clase de educación, física, aprovechó, el muy cobarde, para propinarme una patada en los riñones con la excusa de un mal cálculo en un salto del burro que el profe se tragó. Llegué a casa dolorido, y un par de días más tarde mi madre vio el hematoma que yo trataba de disimular como en aquel entonces hacíamos los chicos antes de que los padres se acostumbrasen a tomar cartas en el asunto, y mucho antes de que tomasen cartas por nimiedades. Mi padre me preguntó qué había pasado y le relaté el hecho: «El de siempre se ha metido conmigo». Antes de hablar, mi padre cerró los ojos y pensó la respuesta: 

 —Yo no tendría que darte este consejo, pero a veces hay que ser un poco... contundente. No le busques, pero, si te busca, que te encuentre.

 Para mí, que era un cobarde irredento, su última frase fue, aparte de premonitoria, liberadora. Contaba con el beneplácito de mi padre, bregado en mil batallas de barrio obrero, con un solo hermano con quien defenderse (o a quien defender), y hecho a sí mismo gracias a la curiosidad que heredé y le llevó a cargos de cierto nivel pese a su escasa formación académicamente reconocida y la mucha cultura que fue adquiriendo. Otra frase anterior también me ayudó: «Más vale pecar de prudente, aunque se confunda con la cobardía, que de chulo, no vayan a sobarte el morro».

 Tardó en llegar el día, pero, como casi todo, llegó. Mi némesis, mi enemigo, se puso farruco una vez más. Apartó de la fila mis libros con una patada y puso los suyos, que le servían de poco, en su lugar. Lo vi. Me acerqué. Le advertí. No hizo caso. Se rio de mí. Apreté el puño dentro del bolsillo, lo saqué armado por el consejo de mi padre, y le arreé un puñetazo en la cabeza, que rebotó contra una de las columnas del patio. Me miró con cara de sorpresa, luego en derredor y, no encontrando hermano que le defendiese, se fue al último lugar de la cola. Aquel día casi acabó la afrenta diaria, que pasó a ser eventual. Pude con aquello. ¿Qué era una persecución quincenal comparada con la diaria?

 Muchos años más tarde, el caprichoso destino nos volvió a unir. Él se casaba y yo dirigía al coro que iba a armonizar su ceremonia. Al verlo entrar con su uniforme del cuerpo de seguridad del estado, que, pensé, no hacía pruebas psicológicas, dudé entre pedir a los cantores que desafinaran o que nos marchásemos, o incluso que huyésemos durante la comunión después de haber desafinado como locos. Pensé en la pobre novia, que no tenía culpa de haber escogido a semejante gilipollas como marido (me consta, por la pequeñez del mundo, que se dio cuenta cuando era demasiado tarde) e hice mi trabajo. Él pagó nuestros servicios sin sospechar que su dinero vendría a mi bolsillo, aunque no compensase los muchos días que me había jodido. 

 Mientras salía hoy de la panadería (sigue con los mismos problemas de pronunciación, la misma voz de vicetiple con gallos), le he hecho unas fotos de paparazzo que luego he mandado a mis amigos del cole, los de verdad. Ninguno lo ha reconocido, porque es difícil reconocer a nadie que no deja huella (en mí la dejó a puñetazos, insultos y collejas, sus únicas armas, pero creo que en nadie más, qué suerte la mía por maricón y por sacar buenas notas). Hay personas que no hacen casi sombra. La que me persiguió durante años ya no opaca nada. Pobre diablo abusón y, sin duda, mucho más cobarde que yo.

 

 

domingo, 18 de julio de 2021

VOCACIONES


 No es una errata. Esta entrada no va de las vacaciones, un tema tan manido que me aburre, más aún en mi caso: todo el mundo me recuerda los muchos días que me quedan, y vaya si quedan. El resto del año nadie me envidia. No va conmigo lo de colgar autorretratos fotográficos con fondo de mar, montaña, chiringuito o casa rural; parrillada, mariscada, paella, cañita con calamares o ensalada de frutas flotando en un gintonic con fondo de musiquita chunda-chunda. Ese summum de la felicidad concentrada en siete, diez o quince días tiene poco que ver conmigo. Más bien nada. La felicidad a la que me refiero no es superficial. Se nota a diario.

 Uno de mis mejores amigos, no "mi mejor amigo", que ya sería triste tener solo uno, por mucho marco dorado que se le quiera poner al título de "mejo", "meja" o "meje", ha conseguido regresar a su primer mundo tras unos años de discreta, elegante y profesional estancia en su segundo, que compartía conmigo. Tuvo su momento anterior, dejándome huérfano de compañero, pero nunca de amigo, y regresó al redil cuando las copas y los oros se tornaron en bastos y espadas. Siempre he sabido que su vuelta era temporal y le esperaba una reentré victoriosa, saludada por todas las partes, las que lo reciben y las que lo despedimos. Aprendió que las frases hechas, como "el tren solo pasa una vez" o "no hay que dar un paso atrás ni para tomar impulso" o muchas otras de manual de autoayuda tienen que ver con la casualidad pero no con la meritocracia. Y es por sus méritos, en lo profesional y humano, o en la sabia mezcla de ambos que atesora, que su primer mundo nunca le ha olvidado. A los buenos de verdad, que son rara avis, les pasan varios trenes cerca y algunos incluso les esperan en el andén por si les apetece montarse a última hora. Este tren, con asiento provisional de segunda —no tardará en ser invitado a first class, ni lo duden—, ha acabado por aparecer en el momento justo. Su sonrisa contenida se ha convertido en amplia. Nunca hubiera esperado de él que se tumbara en el paseo de Zorrilla para enseñarme cómo hacer planchas. Menudo crack este tocayo que nunca presume de nada. Por más que algunos con la décima parte de virtudes sigan aburriendo al personal con medallitas o simples insignias de baratillo aplaudidas por los amiguetes; rabas frescas —después de estar ultracongeladas—; idílicas y exclusivas vacaciones apenas compartidas con miles de personas y esas otras muestras de felicidad impostada, me quedo con la felicidad sincera y real del amigo que no necesita las redes para reivindicarse. 

 Enhorabuena, amigo. Envidio tu valentía, tu honradez, tu sentido de la oportunidad y muchas otras virtudes y dones. 


 

domingo, 30 de mayo de 2021

VA DE TÓPICOS

 Viernes, 6:30 pm. Subo al autobús, línea 7. Tardo en decidir a cuál de los cacharros que sirven para pagar tengo que acercar mi tarjeta de transporte. La conductora, un encanto de mujer, guapa y simpática —lleva la belleza en los ojos y la voz—, me saca de la duda con amabilidad. El chisme dice que no tengo saldo. El viajero que me sigue, con acento del este de Europa, se ofrece a pagar por mí. «Muchas gracias, no se moleste. Tengo tarjeta de crédito». Insiste un par de veces mientras busco en mi cartera. Vuelvo a agradecerle su ofrecimiento y se aleja. Tampoco puedo pagar con tarjeta, tras unos cuantos intentos fallidos. Por más que lo limpio, no reconoce el chip, ese cuadradito metálico que, caprichosamente, nos hace ricos o pobres en un segundo. «¿Acepta monedas?» —pregunto a la conductora—. «No nos dejan. Lo siento». Otra pasajera, una joven a la que presupongo guapa solo por el hecho de preocuparse de mí, se ofrece a invitarme. Le perdono —y de algún modo le agradezco— que me llame de usted. Acepto porque llego tarde a un funeral. Duda en coger los dos euros que le doy. «Otro día me invita usted». Limpio las monedas con la camisa y se las doy. Vuelvo a dar las gracias a la conductora y a la joven. No veo al hombre con acento del este. 

Al llegar a mi parada de destino, bajo del autobús. Una conductora, una joven y un inmigrante me han hecho la tarde más feliz. 

domingo, 23 de mayo de 2021

LO, LE, LA...



El idioma (¿será la idioma?), el lenguaje (¿lenguajo, quizá?) fue evolucionando lentamente, como el propio mundo en aquellos tiempos. Supongo que del gruñido se pasaría a la sílaba, de ahí a la palabra, luego a la frase... El cerebro de los primates iría creciendo a medida que lo hacía su capacidad craneal, o al revés. La evolución de las lenguas (aquí no hay duda de género) también se tomaría su tiempo, mucho más largo que una legislatura. 

Suelo poner la música como ejemplo a mis alumnos.  Del puro ritmo natural, ya se sabe, un corazón que late (en compás ternario, con su silencio, digan lo que digan); unos pies que caminan, se llegó a la introducción de la melodía, primero sencilla, como el gruñido, y paulatinamente más elaborada. La cosa siguió su curso hasta el clasicismo. Un tal Beethoven decidió que las normas estaban para saltárselas (se aburría el hombre) e inauguró el romanticismo, qué tío inconformista. No sabe la que armó. Si le hubieran dicho que hoy existirían el rap, el trap y el reguetón (un salto atrás de doscientos mil años en doscientos cincuenta), quizá se lo habría pensado mejor... o se haría el sordo. Por otro lado, estaría más que satisfecho si supiera que su Oda a la alegría iba a convertirse en himno oficial de la Unión Europea. 

Los ingleses solucionaron la cuestión lingüística con un solo artículo para masculino, femenino y lo que sea; singular y plural. Con los Beatles, los Stones y Queen ya demostraron que la música no suponía mayor problema para ellos, si bien antes tuvieron que importar a Haendel, menudo fichaje. Aunque solo sea por eso, envidio a los ingleses, Brexit aparte.

Ahora que lo pienso, no sé muy bien de qué iba esta entrada. Del laísmo pucelano no era, ni tampoco nos importa que la RAE no lo apruebe, por muchos que seamos quienes lo perpetramos desde antaño (bastante tiene con tragarse y hacernos tragar las almóndigas). Tampoco sé si mi cráneo me aprieta las ideas porque cada día es más pequeño, o mis ideas son cada día más pequeñas y por eso se va encogiendo el armario que aloja mi cerebro. Mañana empezaré a ponerle remedio. 



domingo, 21 de marzo de 2021

VERDADES "VERDADERAS"




 

 Doce años llevo contando chorradas en este cuaderno de bitácora, blog o guaderno que me facilitó la buena de Clara, la bibliotecaria gallega —habrá otras, pero ella es mi bibliotecaria de referencia, no solo desde que la vi tratar al público en la biblioteca de Villagarcía de Arosa con un mimo y cariño que para sí quisieran muchas, y recomendar bellos libros de los que nunca aparecen en las mesas centrales de una librería— y no me canso. Una vez me cansé, pero volví como quien se pira de casa y luego se arrepiente. A ella, en compañía de una estupenda ginebra gallega, le dedico esta publicación porque es el proyecto más duradero que he mantenido nunca, propenso como soy a la desidia, por no decir vagancia, término que suena menos literario pero es más preciso y justo en mi caso. Aquí, desde esta tribuna sustentada por cuatro palos mal amarrados, como mi cultura tardía, he venido soltando las bobadas que se me ocurrían de domingo a domingo. En una ocasión, que ya me sorprende que solo fuera una, alguien que no dejó su nombre vino a recriminarme que yo hablaba/escribía con patente de corso (ya me jode que suene a Reverte, pero suyo es el mérito de haber puesto ese título a un recopilatorio de sus artículos), vamos, que si me creía superior. Creo recordar que le contesté con una frase que pretendía ser lapidaria, pero el hombre o mujer o lo que fuera que se sintiese aquel día no respondió, y no creo que fuese por la contundencia de la pedrada. Tendría mejores cosas que hacer. Ahora que me acuerdo, otra vez recibí una colleja, aunque le di réplica documentada. Alguien me instaba a que mencionase la autoría de una foto que copié para ilustrar una de mis entradas, facilitándome la fecha exacta e indiscutible. Después de un rato de navegación, encontré la foto con fechas anteriores a la que me sugería, como cuatro o cinco, y le pedí que me hiciese saber cuál era la correcta. Aún mantengo la duda pero nadie me ha denunciado.

 La tribuna, ya sea la que uno se construye con bases dudosas o la que le otorga un plebiscito, una elección o un dedazo, suele confundirnos hasta hacernos creer que somos más listos de lo que somos. La ventaja de hablar ex-catedra desde el sillón propio es que casi nadie te escucha/lee y, si lo hace, suele ser un "amigo" de los que no te llevan la contraria, como si en eso consistiera la amistad. Quizá sea así en los casos en los que la propia amistad se sustenta, igual que el sillón, con cuatro palos cruzados que aportan una seguridad más bien incierta. 

 Cuando envío algo a mis contactos, ya sea una canción, un texto o una foto, tengo la norma de no predisponerlos a la loa con la frase "mira qué bonito es esto que he hecho", porque a ver quién es el chulo que te dice que no le gusta, con la ilusión que le has puesto. Prefiero, aunque duela —y duele, coño—, la corrección amable, la sugerencia cariñosa y documentada al aplauso hueco. De aplausos están las vaciedades llenas.

 Hoy se desmoronó una de mis verdades irrefutables —irrefrutables porque la cosa va de vegetales—. Después de presumir de conocimientos adquiridos en la frutería, corrigiendo a quien osara contradecirme, me entero de que la sabrosa lechuga de oreja de burro, o de Valladolid, es pucelana —aunque vete a saber si mañana aparecerán familiares de Burgos o Segovia— pero no, o no solo, de burro, aunque haya zopencos en todos lados. Aquí —donde también hay un rucio que le da a la tecla—, por razones que, como muchas otras se me escapan, le dicen de oreja de mulo, y no solo eso, sino que la hay verde, negra, blanquilla, amarilla larga, verde larga, arrepollada, de verano, de invierno y de mulo gigante —no sé si el mulo o su oreja, y tampoco si la izquierda o la derecha—.  Menos mal que es una especie híbrida y, por consiguiente —o al menos en el caso de los mulos—, estéril. Si no, la lista de variedades/descendientes sería más larga que la de tránsfugas, teórico-no prácticos o listillos con mando en plaza. En lo que parecen estar de acuerdo los lechugófilos es en que, además de pucelana o antes de eso, es romana. Para que luego digan que el latín no es importante.

 No somos nadie. ¡A tomar por el mulo! 

 PS.- Quienes pensaban que esta era una entrada seria, otra boutade etílica —ya dije que me estaba bebiendo un chorro de ginebra, pero porque no había más—, me conocen poco. Algún amigo de verdad habrá que se esperase el final con retranca.

 PS2.- Lamento profundamente no poder fechar la fotografía que encabeza esta idiotez dominical. La lechuga que tengo en el frigorífico estaba poco presentable, como de la subespecie verde oscuro larga blandurria. Pero de mulo, eso sí (o no). 

domingo, 14 de marzo de 2021

MAÑANA DOMINICAL Y RECUERDOS.


Tenía dos libros apuntados en la agenda. Eché un vistazo en La madre de todas las tiendas, donde se pueden leer las críticas, y devolver sin que te pongan pegas. Por aquello de favorecer al comercio local, decidí comprarlos en una tienda de la capital (física, como se dice ahora, como si también las hubiera químicas), pero todas estaban cerradas (que los sábados por la tarde cierren algunas es algo que me sorprende, pero no soy empresario) excepto la librería de unos grandes almacenes. Al fin y al cabo, en ella trabajan personas a las que conozco, porque hace años trabajé allí y quedan muchos de mis antiguos compañeros, así que de algún modo también  favorecía su comisión. 

De camino a misa de doce, entré en los grandes almacenes cuyo nombre no revelaré, ni falta que hace. Encontré los dos libros y me dispuse a pagar, pero el precio no coincidía con el anunciado en su web. Se lo hice notar a la dependienta, que respondió:

—El 5% de descuento no se aplica en tienda. 

—¿No le resulta curioso que a quien se toma la molestia de acercarse hasta aquí le resulte más caro que al que compra sentado en su casa?

La joven, un poco sorprendida, contestó:

—Es para potenciar la compra on-line...

—...y de paso para perjudicar a los que, como usted, trabajan a sueldo más comisiones. 

—Puede usted comprar los libros por la web desde su móvil. En unos segundos saltará el aviso y entonces los recoge aquí inmediatamente.

Sonreí bajo la mascarilla, mientras pensaba si un euro y medio de ahorro compensaría el rollo que, además, dejaría sin comisión a la vendedora. Pagué sin descuento.

Y entonces, por esos resortes secretos de mi memoria, me acordé de una tarde de hace muchos años, cuando fui a comprar unos auriculares y me atendió un joven como de mi edad (he dicho que fue hace muchos años), que se armó de paciencia para aguantar mis pegas, mostrándome todo lo que tenía disponible. Llegaban las ocho de la tarde y aún no había dado con los auriculares perfectos. 

—David: cierra tú y no te olvides de poner la alarma, —le dijo un hombre que parecía el encargado o el dueño.

Quedé en volver. Salí de la tienda y me entretuve mirando el escaparate. El tal David, que se había ganado el sueldo por aguantarme, bajó la trampilla un minuto después. Se acercó a mí.

—¿Tiene un momento?

—Claro. 

—Sé dónde puede encontrar sus auriculares —dijo mientras sacaba los suyos de una bolsa—. Son estos.

Me los ofreció para que los probase con su walkman. Eran pequeños, cómodos, bonitos y sonaban de cine.

—Y ¿no los vendéis en la tienda?

—A mi jefe no le gusta esta marca... aunque es porque no le conceden la licencia, pero puedo decirle quién los vende.

Sacó un papel de su bolsa y apuntó una dirección.

—Vaya de mi parte. Es amigo mío. Le hará descuento.

Fui allí unos días más tarde, compré otros de la misma marca (algo más caros, pero mis orejas son muy caprichosas) y se me ocurrió enseñárselos a David, pero lo fui dejando. Pasados unos meses, regresé a la tienda en la que trabajaba y pregunté por él. Me costó un mundo convencer al dueño de que éramos viejos amigos, que había perdido su teléfono y no sé cuántas mentiras más, hasta que fue capaz de darme una pista.

—Creo que se ha establecido por su cuenta. Allá él.

Por no despertar sospechas, me interesé por unos auriculares y, para mi sorpresa, el hombre me mostró varios de la marca de los míos, que, por algún motivo, ahora ya tenía en su catálogo.

—Esto es lo mejor del mercado. 

Seguí con el paripé un rato, pero a las ocho menos cinco no hubo necesidad de continuar con la actuación, porque el dueño me señaló la hora en su reloj.

—Tengo que cerrar. Vuelva usted mañana —apostilló, como Larra, aunque no tenía pinta de haberlo leído. Le pegaba más Reverte, si es que leía algo que no fuese el Marca.

Dediqué la semana siguiente a recorrer las tiendas de aparatos musicales, que no eran muchas en una capital de provincias. A menos de quinientos metros de aquella en la que trabajaba, David había puesto la suya. Nada más entrar, me reconoció y me hizo un gesto de que le esperase cinco minutos, mostrando la palma de su mano. Esperé trasteando hasta que su cliente se marchó. Me saludó con un efusivo apretón. Yo llevaba mis auriculares colgados del cuello y se dio cuenta.

—Al final compraste otros.

—Bueno, también los que me recomendaste, pero luego vi estos... y me encantaron.

—Son aún mejores, pero no me los dejan vender. Ya sabes, cuestiones de facturación, marketing y esas cosas. Sigo peleando. Pero son cojonudos.

—¿Te apetece tomar un vino conmigo cuando salgas? 

—Hoy no puedo.

—Pues te doy número y me llamas cuando te venga bien.

Nos despedimos con un abrazo. Nunca me llamó, pero siempre me acuerdo de él cuando compro auriculares o cacharritos de esos que reproducen música para los tiquismiquis que disfrutamos del sonido más que de las modas y compramos marcas raras que no conoce nadie, ni tienen un logo molón con peras, piñas o plátanos, aunque no nos miren por la calle, o leemos libros que nos son superventas ni aparecen en las mesas centrales de las tiendas. Para los raritos, vamos.

PS.- El relato, casi real, está dedicado a David (real del todo, aunque la historia no lo sea), un señor de mi edad con el que contacté para pedirle opinión sobre algún chisme musical. Pese a sus múltiples quehaceres y su mando en plaza (dirige una empresa relacionada con los cacharritos), se tomó la molestia de responder a mi email y aún lo sigue haciendo cuando le parto la tarde por la mitad. Le debo unas cañas, o vinos, o lo que le apetezca. Bien ganado lo tiene por su paciencia, amabilidad y conocimientos. Sobre todo por las dos primeras virtudes. 

PS.- El día que Los grandes almacenes cuyo nombre no cito celebraron su primer aniversario en mi ciudad, el jefe de personal, pasados de copas él y yo (yo más, solo faltaba) después del festejo en el sótano del edificio, a mi saludo chusco y etílico de "greo gue nos gonocebos" ("creo que nos conocemos", en castellano sobrio), respondió: «Yo sí. Dentro de tres días abandona usted la empresa. Es usted un inconsistente y un débil». Lo de abandonar la empresa (suelo regalarme cosas importantes por mi cumple) era verdad. Lo de la inconsistencia... puede que también. José Manuel, Guillermo y Fernando, testigos de aquella afrenta y excombatientes los tres (por algo será), pueden dar fe. 










domingo, 28 de febrero de 2021

GRACIAS A DIOS, HOY TOCA CELEBRAR.

 Él lo sabe hace tiempo, aunque entonces lo/me ignoraba. Estaba sentado en las escaleras que daban a las clases, en el patio de brea, tocando una guitarra española —cuando lo español no era sinónimo de facha, ni siquiera en aquel colegio—. Recuerdo perfectamente la canción, pero no el título. Era una de DO, la, re, SOL, vamos, los acordes básicos, que valían y valen para greatest hits. Si no recuerdo al otro del dúo será porque su punteo no era de Mark Knopfler. A este lo vi en la plaza de toros de Logroño, con Juan Carlos y Nacho, y tampoco me entusiasmó, aunque lo pasé muy bien porque era la primera vez que iba a un concierto de alguien famoso de verdad, exceptuando los de la plaza mayor de Pucela, cuando venían Mocedades, Bosé, Mecano, Lola Flores y siempre Candeal que eran famosos pero no extranjeros, como de algún peldaño más abajo. 

 Me quedé de pie escuchando, disfrutando de cuatro acordes, no había más, que daban para varios minutos según la habilidad —no era mucha— del solista y su facilidad para improvisar. Sonó el timbre que avisaba del comienzo de las clases, guardó la guitarra en la funda y desfilamos todos hacia las aulas. 

 Aquel año empecé a estudiar música con una profesora, no guitarra sino solfeo y después piano. 

 Muchos años más tarde le compró un piano a su hija mayor. 

—Ya me gustaría tocarlo como tú —me dijo.

 No sé si fue entonces cuando le confesé que él había sido, sin saberlo, parte de mi inspiración —también me había inspirado como deportista, cuando salió por la tele en el programa TORNEO, aunque mis piernas y mi poca velocidad/resistencia/esfuerzo daban menos que mis dedos— pero sí recuerdo que le sorprendió mi declaración, fuera cuando fuese. Lo que no le conté fue que sabía su fecha de cumpleaños mucho antes de celebrarlos casi al tiempo (hubo un año que, gracias a los husos horarios, coincidimos), porque la había mirado en el catálogo del colegio aquella tarde de los cuatro acordes, y me agradó que solo nos llevásemos un día, como dos gemelos, más bien mellizos, a los que el capricho y las contracciones hacen nacer con un día de diferencia. Puede que nuestras madres hubieran compartido habitación en el hospital sin saber que, cincuenta y seis años después, sus respectivos hijos serían amigos, no de FB, sino de los que se conocen y se aprecian sinceramente y se llaman por teléfono. O sea, de los de verdad. 

 PS.- Él y yo nos casamos —no el uno con el otro, sino con dos mujeres, una para cada uno— con un día de diferencia. Esta vez le adelanté y me permití el lujo de darle consejos chuscos sobre el matrimonio, que no le habrán servido de nada. Él, sin hablar, sin querer, solo con una guitarra, me los había dado veinte años antes. Esos sí me sirvieron. Gracias, Jose (sin tilde, como te venimos llamando desde siempre).

 

 

 

domingo, 7 de febrero de 2021

QUERIDO JUAN CARLOS:

 Ayer tuve un día malo, muy malo, por tu culpa. Ya sé que queda feo echarte la culpa por morirte, pero es que me hiciste —nos hiciste— una faena de las gordas. Nos dejaste, a mí y a tu legión de amigos, con cara de qué sé yo. Tampoco es cosa de cargarte con responsabilidades en plena tormenta, pero ni nos diste la oportunidad de hacerte una despedida como mereces. Tu perfil de FB tiene solo algunos mensajes pero me consta que la inmensa mayoría de tus contactos anda tan jodida que no sabe a quién dirigirse para hacerte llegar su pena, sabiendo que en el FB este no vas a responder como era tu costumbre. Y es que, por si no lo sabes, tenías un cartel cojonudo. Es verdad que la prensa te ha puesto un año de más y alguna otra cosa errónea, más por falta de documentación que mala voluntad, ya sabes, pero comentan que eras un profesional como la copa de un pino. A mí no me hace falta que nadie me cuente como eras, porque nos conocíamos desde que la pólvora estaba en fase de pruebas. 

 Te escribí un panegírico aquí, en mi blog de cosillas, que ayer tuvo más visitas que el Museo del Prado, aunque te confieso que me trae al fresco el número en sí. Lo leí varias veces antes de hacerlo público y me quedé medianamente satisfecho. A las cinco de la madrugada recibí una alarma silenciosa de mis tripas que me desveló y me tuvo dándole vueltas a la precisión de mis palabras. Me daba la sensación de que había sido, si no injusto, un poco funcionarial tirando a autopropagandístico. Contar que nos conocimos bajo el yugo de la Madre Puri y Sor Inés me parecía irrelevante pero, si alguien pensaba que fuiste un tío de andar por casa, desde luego que no te conoció: lo de andar por casa no iba contigo. 

 A Nacho y a mí, los otros dos cerditos, nos adelantaste por el arcén después de aquella memorable actuación frente al P. Aniano, en la que defendimos con menos credibilidad que un actor de serie B nuestra heroica gesta de pasar una noche "estudiando" arte —tu padre nos miraba y se reía; tu madre nos trajo el desayuno, café con leche y bollos; clarete y chorizo para Nacho, que es de Bilbao—, la asignatura del C.O.U. que tantos buenos ratos —y alguno malo— nos proporcionó. Reconocerás que aquello de "logrando efectos de gran realismo pictórico", frase inventada por Nacho en pijama (que en traje de noche se crecía el vasco), que valía lo mismo para un roto que para un descosido —no Nacho, sino la frase— merecía enmarcarse. Para ti fue el pistoletazo de salida; para Nacho y para mí, apenas una mancha más en el curriculum, que nos encargamos de "engrandecer" en las siguientes evaluaciones. En junio nos dejaste estudiando mientras tú lo pasabas pipa en tu pueblo, con tus amigotes, que si Alberto, que si Carrasco, que si Charo, que si Espe... Aún cojeo un poco del tobillo que me torcí dos años antes, en partido de fútbol "unos contra otros, y los forasteros con tus más amigos". Jugar al tío Maragato en tu peña no fue lo mismo a la pata coja, pero la castaña sí.

 La foto de ayer —lo he recordado esta noche un poco antes de mi primer desayuno a las seis, que las galletas han entrado mojadas antes de empaparse en Colacao— estaba hecha en Vitoria. Tengo el álbum completo de las de Londres, pero no lo encontré, aunque sé que diste de comer al hambriento, o sea, a los au-pairs pucelanos que conocimos, y te retraté frente a Buckingham Palace, con traje y corbata. Miguel, el de Medina, aún me pregunta por ti. A ver cómo le cuento  que te has ido. 

 Hablando de méritos, mi C.V. está lleno de anécdotas. El tuyo de estudios y títulos. Al menos hemos compartido algo: amistad y amistades. 

 PS.- Me acaba de llamar tu cuñado. El martes estaré ahí. Por si la distancia no te permite reconocerme, seré uno de los que, ley mediante, puedan despedirte como mereces: con profusión de lágrimas agradecidas por haberte conocido. Y, aunque sea de soslayo, le daré un abrazo a tu familia y a tus amigos del pueblo. 

Descansa en paz.

Te quiere:

... tanta gente.

sábado, 6 de febrero de 2021

LÁGRIMAS EN LA LLUVIA. IN MEMORIAM JUAN CARLOS.


 Andaba, en estos días llorones, dando forma al vídeo-homenaje a mis amigos, como simple reivindicación de la amistad, que no es poco. (La lluvia es, según cuentan, inspiradora para los poetas. A mí, como a Cervantes, el cielo no quiso concederme esa gracia —huelga decir que tampoco la de la prosa—). Dada mi impericia en cuestiones técnicas, amén de mi poco interés por aprenderlas, fui eliminando del proyecto aquellas pequeñas cosas que no era capaz de resolver. Una de ellas era poner fechas, medallas y comentarios, pero doscientas fotos son muchas y mi memoria, generalmente fiable, tiene sus lagunas. Para evitar errores, decidí omitir ese detalle, aunque había una persona que, sin sombra de duda, podía lucir el cartel de "amigo más antiguo".

 Juan Carlos y yo nos conocimos en el cole de las monjas, mis primeras monjas. Como compartíamos primer apellido y el segundo estaba muy cerca por orden alfabético, lo que va de Gómez a González, siempre fuimos compañeros de clase, cuando no de pupitre, desde los cuatro hasta los dieciocho años, incluso en el primer año de Derecho, carrera a la que fui por las prisas de haber aprobado selectividad en septiembre, y por no romper la yunta. 

 Vivíamos a cinco minutos, por lo que muchas meriendas las hacíamos en casa del otro, y podría afirmar que compartíamos padres. El suyo me echó un capotazo enorme una vez que el profesor de latín le dijo que yo era una mala compañía para Juan Carlos y salió en mi defensa poniendo la cara colorada al P. Carro, que era un buen hombre pero demasiado impulsivo. Aquella vez no midió bien sus versos dáctilos.

 Nos echamos novia al tiempo —también nos dejaron el mismo día— y seguimos con nuestra amistad a prueba de bombas. Por entonces ya éramos un trío, con el fichaje del tercer ganso —que compartió idéntica suerte de novia y exnovia—, y a veces un cuarteto, con un verso suelto al que manteníamos agarrado tanto como se dejaba. 

 Siempre fue torrecillano militante, y sus amigos teníamos carnet de socios en su pueblo por el hecho de ir de su mano. Logroñés de adopción, su cuadrilla era la nuestra cuando íbamos a la capital de la Rioja, su primer destino como funcionario de carrera, y ¡vaya si corrió! De vez en cuando nos reuníamos los tres —el verso suelto seguía a su bola— para comer en Pucela, con cargo a su bolsillo, pues era de mano presta. 

 Pese a la distancia, que era muy correndero, manteníamos el contacto. Nos vimos por última vez hace un año a la puerta del hospital, un mal presagio. Nada me hacía sospechar que sería nuestro último abrazo, nuestro último beso.

 Llevaba varios años luchando contra la enfermedad sin perder el buen humor. Para él no había vasos medio vacíos. Esta mañana.. apuró el último trago.

 Seguid entrenando, Sanmi y Juan Carlos, ahora que os habéis juntado por orden del que manda de verdad por encima de jefes de servicio y directores generales. Habrá una eternidad para retomar nuestras partidas de mus.   

 PS.- Reviso álbumes de fotos para encabezar la entrada, y encuentro algunas de nuestro viaje a Londres. Creo que eres de los pocos amigos con los que he viajado al extranjero. Por algo sería. 

 

domingo, 31 de enero de 2021

IDEAS Y OCURRENCIAS

   Después del primer whiskey dominical, que erróneamente se consume tras la comida, como me explicó el padre de un amigo un día que le pillé en el bar de debajo de nuestra casa —el amigo y yo éramos vecinos—, me dio por escribir una carta al semanal del periódico, costumbre que mantengo desde hace veinticuatro años, con la vana esperanza de ser premiado con un boli bueno (esferógrafo prémium en estos tiempos modernos). Una vez captado por el sonido con sordina del tecleo en mi portátil, y ya con el segundo whiskey (me niego a escribir güisqui, por mucho que la RAE recomiende su grafía adaptada, porque soy irish que te cagas), pasé de la primera idea a la ocurrencia, tirando del hilo del virus cabrón. Poseído por un 20% de espíritu Bukowski y un 80% de spirit al 42%, agarré el móvil para dar forma a mi plan: hacer un vídeo, o más bien fotomontaje con cierto movimiento, con el que homenajear a todas las personas que sufren la pandemia y se esfuerzan por seguir viviendo y facilitar que lo hagamos todos. Tiré de contactos y, ¡oh, craso error!, en lugar de enviar mi solicitud —una foto con mascarilla— en privado, creando una lista de difusión, creé dos grupos más que multitudinarios, que espantaron a unos cuantos. Del sálvese quien pueda no me libré ni yo, pues al día siguiente pedí disculpas, «las fotos por privado», y salí huyendo de mi propio despropósito. Por ese motivo, es probable que algunos de los más solícitos no vean su foto en el montaje, si bien dejé a un par de infiltradas en uno de los grupos el encargo de que me reenviasen los retratos enviados con posterioridad a mi fuga. Pido disculpas por mi torpeza y mi cobardía. 

     He pasado la semana recopilando fotos, dando forma al vídeo y casi está a punto. Antes de San Valentín espero haberlo terminado.

    Gracias a todos, no solo a los que enviasteis fotos, sino a quienes declinasteis la invitación y recriminasteis mi ineptitud. De todo se aprende. Os avisaré de la publicación de esta entrada en el blog y del propio vídeo en privado, sin grupos.

    PS.- Es normal que la mayoría seáis docentes, músicos —ambas profesiones en muchos casos— y familiares. Que haya un significativo número de arquitectos entre mis contactos es algo que no acabo de comprender. Quizá fuera esa una vocación no detectada, aunque me ha quedado claro que el manejo del ordenador y otros artilugios electrónicos no figuran entre mis habilidades.

      PS2.- No pretendía hacer un vídeo para concurso. 

       

 

domingo, 17 de enero de 2021

LOS INESCRUTABLES MECANISMOS DE LA MEMORIA (LA NIEVE SUSTITUYE A LA LLUVIA). Y QUE VIVA EL LATÍN.

 Tarde de domingo. No hay misa matutina causa pandemiae. Ya vendrá mi amiga Cristina Rosa a corregirme el latinajo, pero me queda muy lejos el latín de BUP y COU, mucho más —o mucho menos— que a los que hoy dictan leyes sobre educación, que no educativas (viene a ser lo mismo: el caso aquel de la declinación). 

 Se me ocurre vender un patinete eléctrico que me regalaron unos que no sabían de mi aversión a los motores y mi torpeza palmaria. Me responde Juan, un amigo desde cuando su mujer y yo cantábamos en latín —menos amigo entonces, sospechoso de mis intenciones respecto a su novia—. Y me asalta la memoria, no por sorpresa, porque ya la conozco. No me faltes nunca.

 Pucela, 1986, 26 de enero, domingo, once de la mañana. Juan viene a buscarme con su Vespa, ignoro la cilindrada, para echar un partido de tenis. Veinte kilómetros hasta la pista, muchos grados bajo cero. Antes de que acabe el primer set on ice, decidimos regresar a casa. Lo nuestro no es el tenis, menos aún el patinaje. Paramos en un bar de carretera, retortijón mediante —a Nadal también le pasa de vez en cuando—. Un vino en Portugalete, encuentro con un profesor de inglés con historia truculenta, y a casa a comer. A las tres me espera el tren que me lleva a Vitoria para cumplir con la patria. Pancartas de despedida, besos y abrazos, adioses y hasta luegos. Morreo disimulado con la prima de Juan, que es mi novia desde la nochevieja anterior. Long train running

 Infierno de cercanías-lejanías. El polimili gracioso: «¿alguno sabe tocar un instrumento? Los de la banda sí que viven bien».  Y yo, a la desesperada: «Toco el piano». «Si quieres te ponemos un carro para ti solo». Nada que hacer. 

 1 de marzo de 1986, sábado. Mi cumpleaños. La prima de Juan me deja sin palabras. Me explico: mi novia me deja sin decirlo, pero lo entiendo. Cena de cumple con amigos: me preguntan por ella, que no está. Juan se lo huele, o lo sabe. Fernando, José Manuel, Eduardo —al que he encontrado treinta años después— se hacen de cruces. Sufro lo justo. Me regalan una chapela más grande que la cubierta del Bernabéu. Ni intento ponérmela en el cuartel: es antirreglamentaria.

 Mayo del 86, día indefinido. Juan y el Basas vienen a verme al cuartel. Me he vuelto loco, pero no del todo. Liberado por dos años causa veteranii puteandi. Eduardo me busca psiquiatra. Bendito hallazgo: me libra per saecula saeculorum. 

 Diecisiete de enero de 2021. Me acuerdo de todos vosotros: Juan, Fernando, José Manuel... y Amelia, prima de uno, novia de otro. Será que llevaba dos meses sin contar bobadas en este blog. O no tan bobadas. 

 PS.- Corregidos los latinajos, como era previsible, gracias a la generosidad de Cristina. Que conste en acta. Nihil obstat. Imprimatur.