domingo, 18 de agosto de 2019

EL CORONEL TIENE QUIEN LE ESCRIBA.

                                    

Si algo me molesta más que superar la pereza para escribir a cuenta de algún error ajeno (cuando la inspiración anda, como uno mismo, de vacaciones) es hacerlo para reconocer uno propio, por saldar cuentas. Lo primero, si sobra el tiempo para leer y escuchar, es sencillo. Lo otro requiere mayor esfuerzo que encender el ordenador y darle a la tecla: asumir el fallo y hacer que cada golpe de teclado me devuelva un coscorrón merecido por vago. 

Ayer por la noche me comunicaron el fallecimiento del padre de un amigo íntimo. De todos los padres —huelga decir que también madres— de amigos siempre aprendí algo y, curiosamente, esos amigos a cuyos padres admiré siguen siéndolo. A algunos los traté mucho, y de aquellos a los que no frecuenté tengo el testimonio de sus hijos, mis amigos, que para mí siempre es fidedigno. Podría añadir que todos tenían familia numerosa de las de entonces (como la mía), con cuatro o cinco vástagos, cuando no más, aunque habrá quien lo considere un dato insustancial. Lo cierto es que entrar en sus respectivas casas pobladas de chavales, merendar como uno de ellos, y a veces ser reprendido también, le hacían a uno, a mí, sentirse como en la propia casa, para lo bueno y para lo mejor.

Allá por el 86 fui llamado a filas. Yo mismo me había presentado como voluntario en el 83, en uno de aquellos (y estos) vaivenes de mi personalidad voluble, pero antes de ser llamado decidí otra cosa, no sé cuál, y el padre de Pelayo se encargó del papeleo. Tres años más tarde ingresé sin opción que demorase mi ingreso. 
Algunos desajustes físico-químicos me llevaron a la enfermería del campamento. D. Pelayo, el padre, se interesó por mí. El militar con mando en plaza era un compañero de promoción (o amigo, o ambas cosas) y se mostró cariñoso, incluso después de que le saludase a la carrera, gorra en mano, saltándome el protocolo, una mañana en el campo de instrucción. Me convenció de que sería un buen recluta y, sabedor de mi vocación musical, me ascendió, sin galones ni sueldo, a la categoría de letrista del himno de mi compañía, la 21. 
Luego fui destinado a un cuartel de Burgos, donde recaí de mis dolencias, y mi valedor volvió a interceder por mí para que mi blandenguería (lo digo yo, no él) manifiesta no me impidiera cumplir con la patria. 
De vuelta a Valladolid, antes de tiempo, supe por el hijo que el padre seguía interesándose por mí, y creo (o me gustaría) recordar que en una ocasión me lo dijo personalmente. Dudo si, aparte de explicaciones-excusas, fui capaz de darle las gracias. Esa duda es la que provoca este texto.

Cuando mi padre conocía al de alguno de mis amigos y decía luego, en casa, que le había caído muy bien, para mí era el summum, como la sanción real. Recuerdo perfectamente la tarde en la que vino a verme jugar al tenis con mis amigos, los expadelistas de hoy, en la pista de Viana. Antes me dijo que pidiera permiso al titular de la propiedad, y así lo hice. Llevó una cámara fotográfica, por matar el rato, pues nuestro tenis era poco tenis y mucho espectáculo cómico. Unas fotos y más risas después, apareció el padre de Pelayo, Pelayo padre, un señor que, por si no lo he dicho, tenía un aspecto imponente, de habla tranquila y porte elegantísimo, como un actor de película bélica de los que encabezaban el reparto en la época de los clásicos. —Habrá quien piense que exagero por quedar bien, pero puedo asegurar que en un plantel con David Niven, Burt Lancaster y Gregory Peck no habría desentonado—. Se presentaron, estuvieron charlando un rato de sus asuntos, que serían sus hijos, y se despidieron con un apretón de manos, cosa que vi, más atento a ellos que al partido sabatino. Al llegar a casa, mi padre me dijo, aparte de los chascarrillos sobre mi particular forma de perpetrar el tenis: «He conocido al padre de tu amigo. Menudo hombre con clase. Un señor.» Literalmente. Palabra por palabra.
Mi padre, como solía, lo clavó.

Esta mañana he acudido al tanatorio. Resulta reconfortante ver que, por encima del dolor por la pérdida, asoma la fe inquebrantable y contagiosa de una gran familia. No he visto una lágrima —sin duda acabarán llegando a ratos para desalojar la pena— en los rostros de su esposa, hijos, nietos y allegados. Luego he ido a misa y he encendido unas velas eléctricas. Espero que sirvan igual que las de cera para iluminar su tránsito.

DEP, mi apreciado coronel, (no diré "allá donde esté" porque ambos sabemos, Ud. sin duda, dónde se ubica su último, eterno y glorioso destino). Aunque tarde en este caso, siempre pago mis deudas. Estoy seguro de que allá donde todos los pecados nos son perdonados, Ud., ilustrísimo Sr., sabrá disculpar mi demora.

PS.- La foto que encabeza este escrito no la hizo mi padre. Él, como queda demostrado, siempre era más certero en el enfoque.