domingo, 17 de noviembre de 2019

ME DA EN LA NARIZ QUE YA LO HE CONTADO ANTES...

Cada vez que se convocan elecciones me acuerdo de Ensayo sobre la lucidez. Saramago —o Sara Mago, según dicen que dijo una ministra, quien acaso por presumir equivocadamente de bilingüismo seccionó el apellido al fifty-fifty— viene a imaginar lo que sucedería si los ciudadanos tuvieran la ocurrencia, sin pacto previo —ya sería coincidencia—, de no acudir a las urnas el domingo de las votaciones. Hace años que meto mi sobre vacío con la esperanza de que se interprete mi «no-voto» como deseo de que los escaños no tengan ocupante —cosa que suele suceder, aunque por diferente razón (lo que para la legión de trabajadores sin mando en plaza, tanto da si de izquierdas o derechas, suele llamarse absentismo y motivo de sanción para el resto de la ciudadanía, esa que no tiene el privilegio de subir sus propios sueldos, algo en lo que, vaya por Dios o su contrario, todos los diputados se ponen de acuerdo)— y que a la hora de aprobar un presupuesto, una ley o lo que sea que hagan vuestros representantes —no los míos, que no los hallo— cuenten también en blanco, interpretando mi voluntad como yo la concibo.
Algunos dicen que no me mojo; que soy blando, inconsistente; que no ejerzo mi derecho, que se pierde mi voto, que no sé lo que quiero, que así voy mal… Lo de votar a estos estos o esos (nunca aquellos) ya lo he probado sin efectos benéficos hasta la fecha. “A pruebas iguales, resultados iguales”.
He comprado y regalado el libro tantas veces que ya no lo encuentro en mi biblioteca. Ahora mismo voy a buscarlo de nuevo. Será que me salté alguna página y no pillé el concepto.

sábado, 19 de octubre de 2019

REQUIEM... PARA UN AMIGO. DEP, SANMI.



El Requiem de Mozart es, desde siempre, una de mis obras favoritas. Hace unas semanas me llegó una invitación para sumarme al Coro Universitario de mi ciudad (Coro de la UVA, como se llama hoy) e interpretar la última composición de Amadeus acompañado por la Orquesta de la Universidad pucelana en la sala sinfónica del Centro Cultural Miguel Delibes. La ocasión era propicia: pocos ensayos, ambiente conocido y un auditorio precioso. A mis años hay pocas oportunidades para disfrutar de un caramelo semejante. Lo que no esperaba era que el evento fuese a cobrar un significado literal, muy alejado de lo festivo: mi amigo de la infancia, el buenazo de Sanmi, estaba a punto de reunirse con el autor del Requiem. Lo supe unos días antes. Entre dos tardes de ensayo fui a visitarlo —era el día de su cumpleaños— a sabiendas de que ya no estaba para charlas, aunque quizá me escuchase. ¿Qué iba a decirle? ¿Que uno se abandona y al tiempo abandona a sus amigos? No era momento de reproches, no fuera a tener él también alguno que hacerme. Uno nunca sabe si ha hecho todo lo que está en su mano, si fue suficientemente convincente (se ve que no) con sus palabras o actos; si, en definitiva, sirvió de algo. Y no dejo de pensarlo, por ver si puedo tragar, mastica que te mastica, ese bocado acre que me ayude a llenar el vacío que tengo en el estómago. Espero que perdones, querido Jose, lo que dejé de hacer por ayudarte. Sólo pude, a título póstumo, dedicarte mi voz, a ratos cortada, como homenaje a ti y a nuestras muchas vivencias: vacaciones en la playa, meriendas en el pinar y en tu chalet —tres amigos con parecido plumaje de gansos, Nacho, tú y yo, asando lechazo (con la receta de nuestras respectivas madres) para el resto de la cuadrilla, que se los zampó sin poner pegas—, películas en tu casa, partidas de mus en el Club de Médicos —donde nos preguntaron si teníamos familiares socios y Nacho salió con que tenía un vecino que se apellidaba Bayer—, baños en la piscina, noches de fiesta, los "viquingos" del Güagüita,  paseos con chicas —siempre había un verso suelto para ti, aunque eras difícil para encontrarte rima—, las fiestas de Matapozuelos, en el chalet de Pedro, cuando te metimos un cordero en la cama, y la cena sorpresa de cumpleaños que te preparamos justo después de tu primer aviso serio, cuando parecía que estabas dispuesto a remontar tras el susto gordo. 
Por más que lo intento, no consigo recordar dónde querías que esparciéramos tus cenizas, pero cada uno de nosotros llevamos un puñado en el bolsillo de nuestro corazón. Espero que te complazca saberlo.





domingo, 29 de septiembre de 2019

ENSAYO SOBRE LA IRA

Esta mañana, como suelo, me dirigía a misa con mi esposa, pero las prisas nos obligaron a ir en coche, saltándonos la saludable costumbre del paseo dominical. A poco de doblar la primera esquina, una pareja como de 30 años (cada uno) cruzaba la calle. Aún no sé qué hice mal —circulaba a lo poco que da mi coche en segunda, que es bien poco— y, por alguna razón que no alcanzo a comprender, la mujer esgrimió con virulencia un gesto de desaprobación —más bien de cabreo— regalándome una peineta y unos cuantos exabruptos —no los oí con nitidez, pero tenían toda la pinta—. Mi esposa me avisó del hecho. Pude ver por el retrovisor cómo la chica treintañera seguía con su mosqueo creciente, cuya razón sigo sin entender: cruzaba con su amigo, bien alejados ambos del paso de cebra, y yo marchaba despacio. Quizá entendió que no me detuve para dejarlos pasar. Bajé la ventanilla y saqué una mano que, en mi intención, quería significar algo así como "¿qué te he hecho?", pero parece que fui malinterpretado, por lo que me volvió a retar con otra peineta y, de remate, una más con corte de mangas y una ristra de palabras poco edificantes sobre la concepción legítima. Reconozco que estuve tentado de parar el coche, bajarme y, aunque suene a ciencia ficción, preguntarle educadamente dónde radicaba mi error, ese que había provocado su ira. También lo estuve de tirarme un farol, corriendo hacia ellos entre palabrotas para acogotarlos, pero mi retrovisor interior me hizo desistir, arrojando la propia imagen de un cincuentón nada agresivo y con ojeras, un simple padre de familia de camino a misa.
El trayecto hasta la iglesia (la conversación adyacente, lo cual resulta obvio y esperable), versó sobre el pecado capital de la ira. Mi cabecita de escribiente aficionado me dejó ideas (guiones) para un corto o varios, enfocados desde distintas ópticas: a lo español (Almodóvar o Amenábar); a lo inglés, empalagoso o realista (Richard Curtis o Ken Loach) o al estilo Hollywood (Allen o Tarantino). 
Mi pensamiento subyacente era que uno puede complicarse la vida en función de cómo haya dormido, de lo que le inyecte a uno su acompañante o de la película que haya visto la noche anterior (desde  "La balada de Cable Hogue" a "Un día de furia"). 
Durante la comunión, me dio por pensar que algún curso habrá sobre mindfulness, yoga o "buenismo" que me permita cumplir con las horas de formación a las que me obliga mi empresa cada año. 
Tampoco desecho la idea de rodar un corto, en cuyos títulos de crédito mencionaré a la mujer que lo inspiró.

domingo, 18 de agosto de 2019

EL CORONEL TIENE QUIEN LE ESCRIBA.

                                    

Si algo me molesta más que superar la pereza para escribir a cuenta de algún error ajeno (cuando la inspiración anda, como uno mismo, de vacaciones) es hacerlo para reconocer uno propio, por saldar cuentas. Lo primero, si sobra el tiempo para leer y escuchar, es sencillo. Lo otro requiere mayor esfuerzo que encender el ordenador y darle a la tecla: asumir el fallo y hacer que cada golpe de teclado me devuelva un coscorrón merecido por vago. 

Ayer por la noche me comunicaron el fallecimiento del padre de un amigo íntimo. De todos los padres —huelga decir que también madres— de amigos siempre aprendí algo y, curiosamente, esos amigos a cuyos padres admiré siguen siéndolo. A algunos los traté mucho, y de aquellos a los que no frecuenté tengo el testimonio de sus hijos, mis amigos, que para mí siempre es fidedigno. Podría añadir que todos tenían familia numerosa de las de entonces (como la mía), con cuatro o cinco vástagos, cuando no más, aunque habrá quien lo considere un dato insustancial. Lo cierto es que entrar en sus respectivas casas pobladas de chavales, merendar como uno de ellos, y a veces ser reprendido también, le hacían a uno, a mí, sentirse como en la propia casa, para lo bueno y para lo mejor.

Allá por el 86 fui llamado a filas. Yo mismo me había presentado como voluntario en el 83, en uno de aquellos (y estos) vaivenes de mi personalidad voluble, pero antes de ser llamado decidí otra cosa, no sé cuál, y el padre de Pelayo se encargó del papeleo. Tres años más tarde ingresé sin opción que demorase mi ingreso. 
Algunos desajustes físico-químicos me llevaron a la enfermería del campamento. D. Pelayo, el padre, se interesó por mí. El militar con mando en plaza era un compañero de promoción (o amigo, o ambas cosas) y se mostró cariñoso, incluso después de que le saludase a la carrera, gorra en mano, saltándome el protocolo, una mañana en el campo de instrucción. Me convenció de que sería un buen recluta y, sabedor de mi vocación musical, me ascendió, sin galones ni sueldo, a la categoría de letrista del himno de mi compañía, la 21. 
Luego fui destinado a un cuartel de Burgos, donde recaí de mis dolencias, y mi valedor volvió a interceder por mí para que mi blandenguería (lo digo yo, no él) manifiesta no me impidiera cumplir con la patria. 
De vuelta a Valladolid, antes de tiempo, supe por el hijo que el padre seguía interesándose por mí, y creo (o me gustaría) recordar que en una ocasión me lo dijo personalmente. Dudo si, aparte de explicaciones-excusas, fui capaz de darle las gracias. Esa duda es la que provoca este texto.

Cuando mi padre conocía al de alguno de mis amigos y decía luego, en casa, que le había caído muy bien, para mí era el summum, como la sanción real. Recuerdo perfectamente la tarde en la que vino a verme jugar al tenis con mis amigos, los expadelistas de hoy, en la pista de Viana. Antes me dijo que pidiera permiso al titular de la propiedad, y así lo hice. Llevó una cámara fotográfica, por matar el rato, pues nuestro tenis era poco tenis y mucho espectáculo cómico. Unas fotos y más risas después, apareció el padre de Pelayo, Pelayo padre, un señor que, por si no lo he dicho, tenía un aspecto imponente, de habla tranquila y porte elegantísimo, como un actor de película bélica de los que encabezaban el reparto en la época de los clásicos. —Habrá quien piense que exagero por quedar bien, pero puedo asegurar que en un plantel con David Niven, Burt Lancaster y Gregory Peck no habría desentonado—. Se presentaron, estuvieron charlando un rato de sus asuntos, que serían sus hijos, y se despidieron con un apretón de manos, cosa que vi, más atento a ellos que al partido sabatino. Al llegar a casa, mi padre me dijo, aparte de los chascarrillos sobre mi particular forma de perpetrar el tenis: «He conocido al padre de tu amigo. Menudo hombre con clase. Un señor.» Literalmente. Palabra por palabra.
Mi padre, como solía, lo clavó.

Esta mañana he acudido al tanatorio. Resulta reconfortante ver que, por encima del dolor por la pérdida, asoma la fe inquebrantable y contagiosa de una gran familia. No he visto una lágrima —sin duda acabarán llegando a ratos para desalojar la pena— en los rostros de su esposa, hijos, nietos y allegados. Luego he ido a misa y he encendido unas velas eléctricas. Espero que sirvan igual que las de cera para iluminar su tránsito.

DEP, mi apreciado coronel, (no diré "allá donde esté" porque ambos sabemos, Ud. sin duda, dónde se ubica su último, eterno y glorioso destino). Aunque tarde en este caso, siempre pago mis deudas. Estoy seguro de que allá donde todos los pecados nos son perdonados, Ud., ilustrísimo Sr., sabrá disculpar mi demora.

PS.- La foto que encabeza este escrito no la hizo mi padre. Él, como queda demostrado, siempre era más certero en el enfoque. 

domingo, 21 de julio de 2019

A VECES LLEGAN CARTAS

Paz, la mecanógrafa de mis tripas —creo que pulsa aquí y allá, y no siempre de forma casual, la muy ladina— soltó la frase.
—Mándame una postal.

Unos días más tarde, mientras buscaba una oficina de Correos en mi lugar de vacaciones, consultas al móvil y algunos lugareños mediante, recordaba mi vocación como escribiente epistolar, perdida por mor de los tiempos modernos. 

Cheryl fue mi primera amiga pen pal, en un carteo propiciado por la profe de inglés, cuando yo tenía diez años. Era una galesa con la que practicaba mi inglés precario, mezclado con el castellano. Nos corregíamos la ortografía y la gramática mucho antes del bilingüismo institucional. Luego conocí a Luisa en un hotel de Madrid —frenaré fantasías eróticas: éramos niña y niño en un concurso escolar, de la época de Misión Rescate, María Luisa Seco y Torrebruno—, y me enamoré tan desaforadamente que hasta los camareros del Francisco I, cerca de la Puerta del Sol, se dieron cuenta. Durante ocho años nos escribimos sin tregua, y cuando dejamos de hacerlo fue porque la vida nos puso en nuestro sitio y otras personas más cercanas en lo físico vinieron a disociar nuestra química. Aidana, afín como yo a las artes, apareció pocos años más tarde, en un fin de semana en Asturias —un congreso de coros universitarios—, y el amor hizo el resto. 

El cartero se convirtió en un amigo, a veces enemigo si tardaba, que traía buenas noticias envueltas en sobres que yo contestaba a vuelta de correo. Luego, otra vez la vida nos mostró caminos divergentes.

Encontré por fin la oficina de Correos y envié la postal a Paz, con un sello autoadhesivo, sin saliva —aún recuerdo el sabor casi dulce de aquellos con la cara de Franco y después de Juan Carlos—. 

Hoy he leído que hasta los emails están despareciendo. Me pregunto si todo lo que tenemos que decir puede expresarse por wasap con iconos, facebook con fotos de calamares y caña en el chiringuito o instagram con más o menos lo mismo. 

En varios lugares de mi casa paterno-materna conservo, atadas con cintas, ligas o gomas, las cartas de antaño, llenas de frases y promesas más dulces que el sabor de los sellos chupables, en ocasiones adornadas con mechones de pelo, un anillo y fotos que también guardo.

Gracias a Cheryl, Luisa y Aidana, sin saberlo ni ellas ni yo, descubrí el placer de la escritura y el amor a distancia. Que hoy siga escribiendo se lo debo en gran medida a ellas, a quienes dedico este texto. Y a Paz, por traerme esos bellos recuerdos y seguir acrecentando mi gusto por evocar en el portátil los cientos de cuartillas y folios que volaron por cinco pesetas en sobres con el margen en rojo y azul o fueron por tierra cuando no tenía más que tres pesetas.

PS.- Gracias también a FB por facilitar que retomara el contacto con dos de las tres. Con la galesa fue imposible. Algo bueno tienen las redes. Menos mal que no me dejo enredar.

domingo, 14 de julio de 2019

RECORDATORIOS


Dicen que las vacaciones sirven para desconectar —se supone que de la rutina, por si las propias vacaciones no son una parte más de la rutina anual—. Antes de emprender viaje, cargué las baterías de la cámara fotográfica, otra costumbre invariable desde el advenimiento de lo digital. 

Al "llegar a su destino", como dice la voz cantarina de la "Gepeesa", me sorprendió la cantidad de libros que adornaban los muebles suecos, a juego con las casas blancas por fuera y dentro. Llevaba tres míos, recién comprados, pero preferí aprovechar la ocasión inesperada leyendo algunos de los que me ofrecían. Deseché los muy largos —bestsellers, alguno ya leído—, y me decidí por un Saramago, que duró menos de tres días, esos de piscina y playa inexcusables antes de que mi piel se ponga en "mayday". Luego me aventuré con uno ligero, de esos que llaman "lecturas veraniegas", como de poco esfuerzo. Por último, encontré uno más al que clavar el ojo, de una editorial dudosa, porque mete lechugas entre coles o viceversa. Este resultó el más veraniego del trío, de los de "se lee tan rápido como se olvida".

A la vuelta, encendí el ordenador. Tengo títulos a medio escribir como para llenar estanterías, apartamentos y urbanizaciones. En esa tesitura me hallo. Y la cámara volvió sin gastar la batería. Es lo normal cuando no se saca de la maleta.

domingo, 19 de mayo de 2019

RELATO BASTANTE BREVE.

Lo mejor suele ser documentarse antes de emprender una tarea, y el que no lo haga en esta época de información en la palma de la mano, o es un perezoso o alguna cosa peor. Diferente es, según la habilidad de cada quien, alcanzar el objetivo. Por claros que estén los manuales de montaje, a veces la silla KETECHINGEN sale cojitranca. Lo malo es que, a la hora de escribir, no hay recetas infalibles, del estilo «búsquese un tema (1); escójanse los adjetivos calificativos (14); colóquense delante o detrás de los sustantivos (14), preferiblemente en proporción de uno a uno; únanse los sintagmas con verbos (en cantidad variable); aderécense estos con algún adverbio y las partes de cada sintagma con preposiciones; repítase la operación por cada frase. Sírvase el producto encuadernado».

Esta semana se me antojó leer a Monterroso, el del dinosaurio que, según múltiples versiones apócrifas —y mira que es corto y fácil de memorizar— todavía estaba allí, aún vivía allí o aquí, o se acababa de marchar antes de que despertase no se sabe quién. El muy noble Augusto tenía una colección de pinceles, desde el de un solo pelo hasta brochas melenudas, que manejaba con idéntica maestría. Por fortuna, Tito no se sumó a la corriente de crear un personaje y exprimirlo por entregas periódicas, ni falta que le hacía. Se sacó un dinosaurio de la chistera y que cada uno lo imagine como le venga en gana. 

Durante este mes y medio de ausencia, sin escribir en este cuaderno, también he recuperado a otro escritor, Roald Dahl, conocido por niños y adultos —en parte gracias al cine— y sus relatos breves, llenos de fina ironía o más gruesa mala leche. 

Para que conste mi aprendizaje, aquí dejo un relato hiperbreve, con documento gráfico de esta misma mañana. El segundo inspiró el primero. 

«CUANDO DISPARÉ, LA ARDILLA CASI NO ESTABA ALLÍ».



PS.- Tan arrobado por la lectura, olvidé echar un vistazo al manual de la cámara. No se puede estar a todo.

domingo, 31 de marzo de 2019

LANG LANG (ALONSO ALONSO, PERO EN CHINO).


Me propongo ser breve. No lo he conseguido hasta ahora. Avisados estáis. Tenéis el domingo por delante, aunque nos hayan robado una hora.

Hace unos días, el famoso pianista chino Lang Lang (pronúnciese Lang Laaaaaaang, con ascenso y descenso en las vocales del apellido, según explicó él mismo en una tele de pago), ofreció un concierto en Valencia. A falta de más datos que los que comenta la prensa (no me queda más remedio que darlos por válidos, habida cuenta de que nadie lo ha desmentido, o me conste), cobró 200.000 euros por el bolo. Nada que objetar. Uno pide y le dan, o no, aunque no siempre se pague por uno lo que realmente vale. Gracias a esa ecuación sobreviven muchos.

Supongo que el palacio de las artes, las ciencias, los peces o donde quiera que se celebrase el evento, estaría lleno de peces, perdón, de público. Bien es sabido que los peces comen lo que les echen hasta hartarse, hasta reventar incluso. En mi memoria queda Goyito, mi mascota alérgica al jamón de york.

Dicen unos que con esa pasta pública —la que no es de nadie porque nunca nos dejan tocar los billetes, que van directamente de la nómina al erario público sin pasar por la casilla de salida, y que no es poca a menos que seas ministro, diputado o senador (tirando por lo público)— se habría pagado a cinco o seis, puede que muchos más, artistas de mucho nivel. Otros añaden que los cargos y las cargas (en este caso prima el femenino) encargadas —obsérvese  mi sutileza gramatical— del contrato tendrían que ser profesionales de las artes, si bien queda en el aire qué entendemos por arte y por profesional, y me viene a la cabeza ARCO. No falta quien alude a cuestiones (dudosas) de promoción interna, léase paisanaje, o artistas locales. 

El chino guapete pasó por la tele, tocó frente a Las Meninas de Velázquez en el museo del Prado —con un Steinway premium, puto D-274, te odio porque no te puedo tener—, y luego se soltó un concierto de Beethoven y tres propinas, será por tiempo y dinero. No estuve allí, pero habría aplaudido hasta sangrar —como hicieron los asistentes—.

Las puñeteras casualidades existen. Hace unos días compré la autobiografía de Lang Lang. Le robaron la infancia —se la robó su padre en los años de la China jodida, obsesionado por tener un hijo number one, como el padre de Michael Jackson en la jodida América, el de Mozart en la ¿Austria? del siglo XVIII o el de Beethoven en la Alemania del XVIII y XIX— y el chico sobrevivió. 

Ahora se le tilda de amanerado, acomodado y nada filantrópico. ¿Alguno de los que lean esto renunciaría a cobrar lo que pide si se lo pagan? 

La solución está clara, que no cerca: se llama educación. Cuando educadores, público, periodistas, políticos, gestores estén lo suficientemente formados, ajenos a lo crematístico, para empezar, y a otros asuntos como modas, tendencias, fobias y filias, traumas, amiguismos y pendencias varias, lo mismo es hora de tenerlos en cuenta. Mientras tanto, me quedo con una idea: Lang Lang actuó porque unos y otros lo pagaron.


sábado, 30 de marzo de 2019

ENSAYO SOBRE LA LUCIDEZ (NO LA MÍA).

Cada vez que se convocan elecciones, ya sean generales, regionales o provinciales, me acuerdo de Saramago. En su mundo literario le dio por imaginar que los portugueses no iban a votar, sin haberse puesto de acuerdo antes. Las consecuencias se conocen si se ha leído el libro, Ensayo sobre la lucidez, que viene a ser un ensayo novelado sobre la política. 
Como suelo decir, no es necesario manifestarse pública sino privadamente para que los futbolistas cobren menos, los ganapanes no ganen ni pan y los malos cantantes se dediquen al karaoke. Con no ir al fútbol, no poner "Telechingo" y no asistir a conciertos "a echar unas risas" dejo de sentirme partícipe de la proporción de sueldo que se llevarían de mi parte. 
—Es que si yo solo no pongo la tele, no arreglo nada —dicen algunos.
—Pues nada, hombre. Convoque Ud. un referéndum. 

domingo, 3 de marzo de 2019

A VER QUÉ OS CUENTO

Como cada domingo (cada domingo como), después de comer enchufo el portátil. Es darle al botón y me apetece fumar. Beber, a días. Hoy también. Leo la prensa, la de ahí y la de acá, por hacerme idea de qué va la cosa. Los artículos de opinión —que lo son todos, porque quien escribe, opina o le hacen opinar—, esos encuadrados y en lugar preferente, con firmas reconocibles de la marca "palabra de Dios", parecen tener patente de corso, mando en plaza o nihil obstat/imprimatur por la gracia del Altísimo.
Uno se ha entretenido, a falta de otros menesteres, en buscar al escritor español, muy español y mucho español, que mejor defina lo español. Me da que esperaba ser mencionado, pero no me consta que lo hayan recompensado, y mira que es de su pueblo: envidioso, soberbio, con mala leche. Solo le falta una virtud: ser escritor, aunque a ver quién le dice a alguien que publica libros y los vende que no es sino escribidor. 
Otro, que añora el latín, no como lengua original sino vehicular, abjura del bilingüismo, aludiendo a la lengua materna y la madre que la parió. Me pregunto cómo lo harán los europeos del norte, los admirables portugueses, los polacos y tantos otros comunitarios, para hablar dos idiomas, o los balcánicos, que en cuatro semanas chapurrean castellano y en ocho lo hablan mejor que muchos de aquí. Será cuestión de sistemas, métodos o convicciones. Que en España no funciona, es un hecho, pero es lo más cerca que hemos estado nunca. 
Hay un tercero al que, por motivos que se me escapan, le han adjudicado una página impropia. Mejor le iría la de gastronomía, ya que tanto le gusta aconsejar restaurantes y manjares que, dicho sea de paso, solo pueden pagarse unos pocos. 
Y para no tener nada que contar, ya he contado bastante. Cada vez me parezco más a ellos.

domingo, 24 de febrero de 2019

MARINATI (DOS)


Llevo un rato buscando el relato, pero no aparece. Creo recordar que algo tenía escrito sobre Marinati de Santiago, aparte de lo de hace dos semanas, cuando el homenaje —mala cosa es que te agasajen o manden flores cuando no puedes olerlas—, pero soy incapaz de encontrarlo en mi blog. 

Como dejé escrito, mi amigo Onrubia, el que no se cansa de llamarme vago —no le falta razón— nos presentó. Se acordó de mí un día que Juventudes Musicales necesitaba un intérprete —no musical, sino de inglés— y no halló a nadie mejor, o directamente no halló a nadie más. Fui a la estación de trenes y, desde allí hasta la Sala Borja, serví de chófer a un par de músicos británicos. Iba explicándoles lo que conocía sobre mi ciudad en el precario inglés que sabía. Eso ya lo he contado. Tras el concierto, fuimos a cenar —ese fue mi pago, más que suficiente—. Desde entonces, Marinati me consideró uno de los suyos, como si pagase la cuota de JJ.MM. —Nunca me pidió que me afiliase, le parecía que mi contribución compensaba—. Quizá fuera en otra cena, pero tampoco importa demasiado. Ángel González, un animal de las teclas, que se daba poca importancia porque, para él, tocar el piano era como tomar una copa, estaba sentado a mi lado, dando cuenta de unas chuletillas de lechazo en la bodega de Félix, La Sorbona, en Fuensaldaña. El mismo Félix vino a contarnos unos chistes. Yo era el pulpo del garaje, el convidado de piedra, el intruso, pero nadie me hizo sentir así. Una joven pianista pidió el azucarero y echó exactamente catorce cucharaditas de azúcar en un café solo. Después habló Onrubia:
—Este toca el piano pero lo ha dejado por vago.
—Qué pena— dijo Marinati—. —¿No quieres volver a intentarlo?
Anduve pensándolo un tiempo y accedí.

El primer día de clase me contó las condiciones del contrato. 
—Una hora de clase a la semana. La de hoy es gratis. Domiciliación bancaria —hasta en eso era exquisita—. Y mucho trabajo en casa. Solo te presentarás a examen cuando yo crea que estás para un diez. Aquí no buscamos solo el aprobado.

Los martes, un poco antes de las siete, me presentaba en su estudio, el de "las hermanas de Santiago"— no había un hermano Santiago—, aunque algunos las llamaban "las Marinatis". Chola y Maribel usaban otras aulas para sus clases de piano y lenguaje musical. José Luis, un chaval guapote, me precedía. Estaba en noveno o décimo, y asistía a las clases de Manuel Carra en Madrid. Cuando él se marchaba yo me sentaba en la banqueta, aún caliente pero no contagiosa —para mi desgracia—, frente al Petrof de gran cola, que lo mismo no lo era pero a mí se me hacía largo, muy largo. Después de un tío de grado superior, me sentía como un telonero que llega tarde. Mientras él terminaba, Susana García Póliz, que entonces me caía regular solo porque cuando nos cruzábamos por el Paseo de Zorrilla ignoraba mis miradas, de tan furtivas que eran, y que aún no sospechaba lo que estaba por llegar y mi parte de culpa —ambos y un tercer invitado lo sabemos—, me hacía algún comentario en voz muy baja.

Lo de Mozart y mi aterrizaje en el suelo también lo he contado. Marinati se pinchaba un lapicero en el moño y lo sacaba a cada poco para señalar en la partitura mis meteduras de pata. Ya daba de sí el lapicero. Al final de aquella, mi primera clase, había más restos de grafito que notas impresas en mis fotocopias. Esa era otra: «Mañana te compras el libro de sonatas, edición Urtext. Es muy triste que un pianista termine la carrera con una carpeta llena de fotocopias y ni un solo libro».

—¿Sabes cuándo compuso Mozart esta sonata? —me preguntó, con la sonrisa algo mudada—.
—Ni idea.
—Justo después de que su madre falleciera. Y la acabas de tocar como si viniese de la feria. 
Se sentó. Ajustó la altura de la banqueta. Me miró, no de reojo sino fijamente, y empezó a tocar de memoria. 
—Te espero el martes que viene. Trae preparados solo los compases que puedas tocar bien. No quiero cantidad. Calidad, ¡calidad! —repitió.

Me esforcé, o lo que entiendo por esforzarme, pero nunca di la talla. Marinati soportaba mis atentados sin perder la sonrisa, acaso un poco de vez en cuando, no la culpo, y volvía a la carga. Más espada-lapicero, más marcas, más correcciones.
—Calidad.

Una tarde había mucha música, a lo grande, en su estudio. Yo era incapaz de concentrarme. Alguien dominaba el espacio sonoro.
—Es que ese tío me distrae.
Me recriminó la blandura y la grosería.
—Ese tío es Josep Colom. Ahora te lo presento. 
Fuimos a la habitación de al lado. El maestro Colom me saludó brevemente. Luego siguió repasando el repertorio de su concierto.
Aguanté —Marinati me aguantó— menos de quince minutos. Salí derrotado. Un accidente de coche, casi mortal, me salvó de mayores sufrimientos. Volví a clase dos meses después, pero mi cabeza estaba en otro lado. Se lo expliqué y nos despedimos con un par de besos sonoros, igual que nos saludábamos cada martes. Era buena, muy buena, hasta para despedirse. 

Años más tarde coincidimos en el aeropuerto de Lanzarote. Me presentó a Antonio. Después nos volvimos a encontrar en el mismo hotel. Baciero bajaba en zapatillas al hall, donde había un piano de cola. Mientras yo tomaba café, él hacía dedos, pero para mí era como asistir a un concierto. Me acerqué y le pedí permiso para escucharle. 
—Ah, usted es el amigo de Marinati. Me ha dicho que también es pianista. 

Cualquiera que haya participado de este mundillo comprenderá cómo me sentí. El mismísimo Antonio Baciero me incluía entre sus colegas gracias al comentario de Marinati.
—No. Sólo fui su alumno durante dos meses.

Prosiguió repasando su repertorio, con comentarios y explicaciones sobre cada obra.
—Hace años vine a tocar en la isla y me alojé aquí, en este hotel. El director me dijo que podía usar el piano siempre que quisiera. Solo bajo después de comer, cuando no hay gente, para no molestar.
—Por la noche toca un tío —le dije— con la terraza llena. Y no es muy bueno que digamos. —Era uno de esos del chunda-chunda para turistas—.
Sonrió sin dejar de tocar. Acabé mi café, ya helado, y me dio vergüenza seguir molestándole. Antes de salir a la piscina, donde mi esposa y mi hija me esperaban, le di las gracias.
—Gracias a usted —respondió, con tres palabras mullidas sobre la alfombra de Mozart.

Le conté la anécdota a mi mujer. Pasé el resto de la tarde entre nubes, aunque el cielo era "azul purísima". Baciero, Colom y Zimerman —al que había escuchado desde un palco del teatro Lope de Vega, con Onrubia, creo que también Ángel González, y Marinati— tocaban para mí. 

Y en este instante la veo, en un cielo sin nubes, con su lápiz amenazador pinchado en el moño. Eso sí, sin perder la sonrisa, y mira que la puse a prueba.

domingo, 10 de febrero de 2019

MARINATIDESANTIAGO

Nunca me quedó claro cómo escribirlo. Ni el nombre ni el apellido. Es cuestión menor. Para mí era Marinati —aún dudo de la griega o la latina—, todo seguido, tal como se pronuncia. Y lo sigue siendo, porque las personas que pasan por nuestra vida con intensidad que supera el tiempo, llegan y se quedan. 

El omnipresente Onrubia tuvo la culpa, o mejor dicho, fue el responsable —¿cómo podría culpar a Jose (sin tilde, como los de barrio de toda la vida) de presentarme a una de las hermanas de Santiago (injusto sería olvidar al resto del triunvirato, Chola y Maribel, aunque tengan menor predicamento público)?—. 

Alguno me acusa de ir de protagonista en vidas ajenas. Coño, ¿qué quiere usted que haga si tengo la suerte de cruzarme en el camino de personas importantes? Pues enmarcarlas y salir en la foto. Usted, ¿qué haría? Ah, ya caigo: un selfie. Lo mismo que yo, pero me tomo la molestia de ponerlo en letras, sin foto. Cámara tenemos todos. Pluma unos pocos.

El "gubias" (Onrubia, en dialecto Panizo del "corteinglés") me llamó.
—Oye, que necesitamos un intérprete —lingüístico— para Juventudes musicales.
Venían de fuera, de la pérfida Albión, pianista y violinista, y la infraestructura era poca. Ahí suelo caber. Nichos de mercado.

Hice lo que pude, gramática mediante. Me invitaron a la cena posterior. Le caí bien a Marinati, e insistió en recuperarme para la causa perdida (Onrubia es amigo, y me vendió como pianista errático).

De los dos meses y medio como alumno me quedó la sensación agridulce de "los años perdidos". "Nunca es tarde" es la frase buenista. Para mí no, pero decidí probar, por si acaso.

Cuando recuerdas a alguien que te puso en tu sitio, sea el que sea, sin "hellokitties" o "misterguonderfuldeloshuevosful", con cariño y sin acritud, tiene que ser por algo. Y, tengo que reconocerlo, Marinati me puso en mi sitio, sobre todo el día en que me mandó al suelo de una culada, —de la banqueta de un Petroff de gran cola a la moqueta— después de maltratar a Mozart. Entendí la metáfora. Vivíamos una realidad distinta, aunque me dejó compartirla durante unas semanas. 

DEP, Marinati. Te lo ganaste.

domingo, 3 de febrero de 2019

LA GRIPE NO ES LO QUE ERA, LAURA, QUERIDA.

No pensaba escribir hoy. Llevo despierto desde las cinco de la mañana, sacándome la gripe-resfriado-catarro-bronquitis a base de escalofríos, sudores, tos profunda —flema no inglesa— e ibuprofenos. 
—Leche caliente con miel —me sugiere Laura, mi joven y bella compañera, un encanto de maestra venida del cielo con paracaídas, que ayer se mostraba orgullosa —no es para menos, que la muy atrevida fue sin visón, contraviniendo las normas sociales, a quién se le ocurre— por haber asistido a la ópera de Nueva York desde un cine. —He visto Carmen, la de Bizet. 
—No está mal, para empezar —le contesto por guasap, pero se lo toma a mal, o a regular como poco. Aún no me conoce lo suficiente como para aceptarme-aguantarme como soy. No le confieso que escuché en directo a Alfredo Kraus en el MET, y en el primer acto me dejó frío —mi ídolo caído—. En el segundo, el vello de punta me avisó de que algo grande estaba sucediendo —mi ídolo resurgido, lo que va de la noche al día—. 
Luego intercambiamos mensajes ad hoc sobre la didáctica: del vino, de la ópera, de la leche con miel —descremada con miel de abeja, semidesnatada con miel de avispa. Matices y más matices—.
—La ópera es ópera, la componga Bizet o Verdi.
—La comida es comida, la cocine yo o Adriá.
Tarda en responder. Como aspirante a la final de Masterchef —llegó a las "semis", la fase anterior a salir en la tele, pese a que daba muy bien en cámara, condición sine qua non para ser cocinera televisiva, pero su lubina salvaje al horno se quedó en carpaccio o sushi, el puñetero horno— se lo estará pensando. Sabe que la aprecio, quiero, admiro, y por ello me perdona la caña cariñosa que le meto, igual que el abrazo que le doy por aprobar el TFG.

La gripe —como las heladas— era más severa con Franco. Cuarenta de fiebre, durante cuatro días, o diez bajo cero, una semana entera. Así crecimos, sin término medio.

Entre sudor y temblor, leo el discurso de Corral Castanedo para su ingreso en la academia de las bellas artes provincianas —las capitalinas se escriben con mayúsculas, bien lo sabría Umbral, que transmutó de pucelano a Madrileño—. Ya sea por casualidad o porque nació el mismo año que mi padre —se me antoja que patearon las mismas calles y conocieron a las mismas personas con mote—, lo encuentro muy familiar. Hasta puede que se conocieran. Gracias, Paz Altés, por regalarme el librito. 

PS.- Una cantante-cantaora, con apellido de raza pura, declara en su entrevista del XL Semanal que toma zumo de naranja para desayunar, "pero medio vaso, que si no me da acidez". Cuando lleve veinte discos se atreverá a contar la verdad: le afloja el vientre, como a todos, pero ahora no es momento de descender a la sima escatológica. Yo contaría que desayuno lo que encuentro, me da pereza levantarme media hora antes para engullir una dieta cardio-saludable que, por cierto, nunca coincide entre las de quienes ocupan la última página del Semanal; que si café solo doble en vaso de duralex "sed lex"; tostadas de masa madre que me parió; mermelada de canguingos homeopáticos con peces fecales; agua de lluvia medio tibia, medio peroné; nécoras al punto de sal —hay un estudio de la OMS que lo avala—; nesquik de fresa con galletas maría untadas de tulicrem, pero sólo por una cara, la cara B concretamente, que es la transgresora, como el "I´m in love with my car" respecto al "Bohemian Rhapsody", o puede que al revés te  lo digo para que me entiendas. Para contar lo que piensas y pasarte la opinión de los demás por el forro de borreguillo hay que ser Carmen Maura. O presentar los Goya y tener a la peña de tu parte. 
Cuando la posdata ocupa más que el texto es que algo estoy haciendo mal. 

domingo, 27 de enero de 2019

LA DE QUEEN

Aviso para navegantes: el viernes fui a ver "Bohemian Rhapsody" ("la de Queen", en español cañí) y pretendo hablar sobre la película y el grupo. Otra cosa es que acabe en modo "otra historia más del abuelo Cebolleta", que me temo porque me conozco. 
Trataré de ceñirme al guion (los dedos me piden "guión", pero intento respetar a la RAE más que los propios miembros de la Academia. El corrector subraya "más". Será por exigencias... del guion-guión, ambos aceptados por la docta academia de nuestra lengua, o lo que queda de ella). 

Antes de nochebuena, mi esposa y yo, con mi hermana pequeña y su marido, fuimos a ver la película. No había entradas en el cine multisalas del centro comercial. Me alegré en silencio. Otra matanza de palomitas. De vuelta a la capital, por si llegábamos a tiempo de entrar en un cine de los de casi siempre, la cola se prolongaba hasta el río. "Abortar misión. Cañas y pinchos, repito, cañas y pinchos".

Este viernes, ni rastro de cola. Paco, el dueño de los Broadway, estaba por ahí, en la cafetería. A él le debo —no sospecha cuánto— sin lugar a dudas, mi primera resurrección. Recién llegado de la mili —ese verano obtuve mi último aprobado de la carrera de piano y la aparqué, "por mi culpa, por mi gran culpa", que es domingo— me encontró tocando en una tienda de ropa —la de Pepín, otro salvador—, y me propuso acompañar películas mudas. —Se la jugó. Ambos sabemos lo que me pidió y lo que hice—. Creo que ya he escrito sobre esto. Nos saludamos, siempre lo hacemos, como si no hubieran pasado más de treinta años. Paco es un caballero al uso antiguo, de los de "en vías de extinción". Su hijo, Jason —guapo, elegante y encantador— que nació un año más tarde de conocernos su padre y yo, nos acompañó a la sala 11, la pequeña. Menos de treinta espectadores, sin rastro de palomitas ni bebida. Una gozada, lo que yo entiendo por ver una película, mal que le pese a mi amigo Alfonso. Si ha visto Bohemian Rhapsody haciendo ruido al sorber y masticar, allá él. El karma se lo devolverá, aunque será benévolo. Con él fui a ver a Queen en Madrid, ya sin Freddie, y el musical en el Calderón, al que me invitó por cuestiones casuales de amores y desamores. Aún espero que se haga una foto con la camiseta que le regalé. Me extrañaría, porque ahora se llega en "El ganso". Molaba más cuando era grunge-pijo.

(A lo que estamos, que me voy por los cerros de Úbeda). 
La peli, como peli, se me queda pequeña. No creo que sea una gran obra. La grandeza no se mide por el número de asistentes. Cuántas obras maestras —maldito marketing— pasan de puntillas por las salas comerciales. Eso sí: la ausencia de merienda dignifica la película y a su público. A los fans de Queen, entre los que me cuento, nos encanta. Trata con delicadeza los asuntos espinosos. Se permite algunos lujos contra la historia real, o eso dicen —tampoco soy un friki, aunque posea su discografía completa— pero a nadie le importa. Mayo y Sastre se encargaron de limar las asperezas, no me cabe duda. Se jugaban muchos millones. 
—Oye, Roger. Nada de matar al mito, aunque un poco de caña le vendrá bien.
—Nos ha jodido, Brian. Y menos aún de meter algo —una teta, un culo— que avise a la censura. Hay que llenar las salas con gente de 0 a 100. La pela es la pela.

El chico que ahora hace giras con Queen —Adam Lambert, nada que ver con Christopher, gracias a Dios, que ya gozaría con la banda sonora de "Los inmortales"— es un animal. En mi opinión —para eso está mi blog— es, técnicamente, mejor que Freddie. Llega, arriba y abajo, donde Mercury no llegaba en los directos, quizá por los excesos físicos de este, que se cuidaba bien poco. Afina mejor. Incluso tiene más recursos escénicos. 

—Pero no es Freddie —apostilló Paco.
—Se llama carisma. 

domingo, 20 de enero de 2019

DELICATESSEN



Esta mañana, de camino a misa de doce y media, encontré varios carteles en las tapias de un solar donde antes un hostal alojaba a los toreros —la plaza está justo enfrente—. Muerto el hostal —hace más de veinticinco años, con su fachada apuntalada para preservarla de la ruina—, no los diestros, que algunos también, sólo quedan las paredes de ladrillo. Paquirri, Manzanares, Ordóñez, Camino, los Bienvenida y los Esplá y otros se alojaron allí, en el Lucense, antes de cruzar el Paseo de Zorrilla, vestidos de luces, en loor/olor de multitudes —ya se sabe que la multitud tiende a oler, la "tauromáquica" a puro, coñac y colonia cara, y el botafumeiro no se estila fuera de Santiago—. Hoy, a falta de corridas, se anuncian conciertos. Me sorprendió que casi todos homenajeen a alguna banda extinta: Beatles, Queen, Héroes del silencio —hay disgustos para todos—, y El último de la fila, y pocos conciertos son de grupos vivos. Será que los clásicos nunca se acaban de ir, ni falta que hace, gracias a sus virtudes y a las vicisitudes del mercado de lo inmediato. 

Allá por los noventa, me junté con unos amigos para montar un grupo, Delicatessen, y versionar temas de los Rolling, Elton John, Supertramp, Beatles... y, cómo no, Queen. Nuestro primer concierto, un "bolo" en el argot, tuvimos que hacerlo en Cervera de Pisuerga con el nombre de Máskaras+ (mascarasmás), gracias a que el archivo de bandas jóvenes de la JCYL aún no se había actualizado lo suficiente como para borrarlos de la lista, por ya no jóvenes o porque ni tocaban. No sospechábamos entonces lo modernos que éramos, adelantándonos al "tributaje", pero al menos tuvimos la decencia de no maltratar al público con nuestras propias canciones, flor de un día o de unas horas. De hecho lo intentamos, pero el experimento duró poco. Eso sí: nunca pasamos por la dureza, falsamente elogiosa, de ser teloneros y creer que la gente iba allí por escucharnos y no por coger sitio. 
Para ser justos, eso sucedió una vez, aunque no al estilo habitual. Tocamos un jueves en el Tío Molonio, y al día siguiente actuaron Celtas Cortos. Quizá, como en lo de los tributos, también fuimos pioneros en eso: en "telonear" con 24 horas de antelación. ¿Queréis ejemplos?

lunes, 7 de enero de 2019

Dime, Niño, de quién eres... (Postrero villancico a deshoras).



Hará como un par de semanas, me citó-retó mi amigo Alfonso en feisbuk, que tanto une y separa. No le sorprenderá mi memoria a corto plazo —tampoco a largo—, pues le demostré que le conocía desde pequeño, cuando su padre le llevaba a la panadería de sus abuelos en silla de bebé. Matías y Tere regentaban la tienda en la que mi madre compraba pan, leche y más cosas, y mi padre, en días de gloria, regalaba o vendía a sus abuelos, según fuera de benévolo el coto, truchas comunes que, pese a lo que digan los poetas, eran menos comunes que las arcoiris, por más que los colores quieran imponerse a los grises, como Pilar, Europa y Fernando —mis fotógrafos de referencia— no se cansan de suscribir. Ellos me entienden. 
Los caprichos del destino se esfuerzan por ponernos en sitios distintos, no necesariamente los nuestros, y quiso el tiempo que el niño-Niño que comía palmeras de chocolate sujetas con ambas manos, como detenía balones de idem-mano, pasara de ser alumno en prácticas a mi jefe en el colegio, a pesar de lo cual seguimos, creo, siendo amigos —así lo atestiguan múltiples secretos, "yo no he visto nada", o "ya se me ha olvidado", "¿de qué me hablas?"—. 
Lo que se dice peliculero, soy mucho. Mamé el cine por vía parenteral —a veces las palabras me visitan sin quererlo, ya podrían hacerlo más a menudo—: mi padre sabía docenas de nombres de actores, actrices y directores. Los grandes—los de verdad, antes de los ochenta— compositores de bandas también se quedaban en su memoria. —Venga, ahora di que Williams tiene muchos Oscars y te suelto una charla sobre armonía que te cagas—. Tenía una rara sensibilidad, gracias a sus múltiples sesiones continuas —entrada a las cuatro, salida a las doce, dos pases dobles por tarde— antes de que "Fotogramas" diese las pistas a seguir sin caer en le herejía. Otra cosa es ir al cine. Otra muy distinta es entender. Dejé de ir cuando las salas se convirtieron en merenderos. Me sigue pareciendo una falta de respeto comer palomitas y beber cola-coca para acompañar el trabajo de cientos de horas de rodaje y montaje. Me quedé en el Toblerone del Vistarama; los caramelos, como se permite en los conciertos de música clásica; en el registro de pipas —cuando los cines estaban en la capital— que te devolvían a la salida, con el soberbio ejercicio de memoria del acomodador. Decía, el muy antiguo, que el crac-crac era molesto y el público iba a ver la peli, no a que le añadieran efectos especiales. Apenas nos separa media generación, pero se nota.
Excepto las películas que dan por la 2, algún "taquillazo" y cuatro en DVD —hasta en esto soy viejo y no tengo Blue-ray—, no puedo presumir de cinefilia, porque las filias me dan fobia. 

A lo que vamos. Tengo el gusto de compartir contigo los libros que he leído este año —no digo prestártelos, que eres muy perezoso para devolverlos—. En la foto no están todos los que son, ni son todos los que están. La butaca que sustentó el tronco de mi tía Benita cuando era modista—noventa y cuatro años la contemplan, ayer lo comprobé, de visita en su asilo de ancianos, que ahora se llama residencia de la tercera edad— no aguanta más carga. En esa columna hay de todo. Unos —pocos— los tengo a medias, sea por su culpa o la mía, otros no cabían, y uno no figura deliberadamente porque me parece una castaña pilonga —leída en cuatro días lluviosos de julio— aunque del mismo autor e idéntica temática hay otro que resume, en la cuarta parte de espacio, a su hermano mayor. Otro más, cuenta lo mismo en apenas cien, con preciosas ilustraciones. Nunca hago publicidad negativa, allá cada lector y su gusto. El corto, que vale mucho más que los dos juntos del "bestselerado", se llama "Pikolo", y lo firma Patxi Zubizarreta, con dibujos de Jokin Mitxelena. Por ahí van los tiros, sin ánimo de hacer humor negro.

No los he contado, pero superan con creces la media nacional. "El 40% de los españoles no ha leído un libro este año", dicen las estadísticas. No sufráis, que tampoco lo creo. Mientras coméis palomitas, ya me encargo de falsear la puñetera estadística, esa que dice que si tú ganas 1000 y yo nada, cada uno de nosotros gana 500. O que si tú comes seis kilos de palomitas al año y yo doscientos gramos, cada uno hemos consumido tres kilos y cien gramos. De nada. A mandar. Para eso estamos. Ya nos pondrá en nuestro sitio el hígado de cada uno. Para ir al cielo o al infierno no hay EBAU, gracias a Dios.