sábado, 19 de octubre de 2019

REQUIEM... PARA UN AMIGO. DEP, SANMI.



El Requiem de Mozart es, desde siempre, una de mis obras favoritas. Hace unas semanas me llegó una invitación para sumarme al Coro Universitario de mi ciudad (Coro de la UVA, como se llama hoy) e interpretar la última composición de Amadeus acompañado por la Orquesta de la Universidad pucelana en la sala sinfónica del Centro Cultural Miguel Delibes. La ocasión era propicia: pocos ensayos, ambiente conocido y un auditorio precioso. A mis años hay pocas oportunidades para disfrutar de un caramelo semejante. Lo que no esperaba era que el evento fuese a cobrar un significado literal, muy alejado de lo festivo: mi amigo de la infancia, el buenazo de Sanmi, estaba a punto de reunirse con el autor del Requiem. Lo supe unos días antes. Entre dos tardes de ensayo fui a visitarlo —era el día de su cumpleaños— a sabiendas de que ya no estaba para charlas, aunque quizá me escuchase. ¿Qué iba a decirle? ¿Que uno se abandona y al tiempo abandona a sus amigos? No era momento de reproches, no fuera a tener él también alguno que hacerme. Uno nunca sabe si ha hecho todo lo que está en su mano, si fue suficientemente convincente (se ve que no) con sus palabras o actos; si, en definitiva, sirvió de algo. Y no dejo de pensarlo, por ver si puedo tragar, mastica que te mastica, ese bocado acre que me ayude a llenar el vacío que tengo en el estómago. Espero que perdones, querido Jose, lo que dejé de hacer por ayudarte. Sólo pude, a título póstumo, dedicarte mi voz, a ratos cortada, como homenaje a ti y a nuestras muchas vivencias: vacaciones en la playa, meriendas en el pinar y en tu chalet —tres amigos con parecido plumaje de gansos, Nacho, tú y yo, asando lechazo (con la receta de nuestras respectivas madres) para el resto de la cuadrilla, que se los zampó sin poner pegas—, películas en tu casa, partidas de mus en el Club de Médicos —donde nos preguntaron si teníamos familiares socios y Nacho salió con que tenía un vecino que se apellidaba Bayer—, baños en la piscina, noches de fiesta, los "viquingos" del Güagüita,  paseos con chicas —siempre había un verso suelto para ti, aunque eras difícil para encontrarte rima—, las fiestas de Matapozuelos, en el chalet de Pedro, cuando te metimos un cordero en la cama, y la cena sorpresa de cumpleaños que te preparamos justo después de tu primer aviso serio, cuando parecía que estabas dispuesto a remontar tras el susto gordo. 
Por más que lo intento, no consigo recordar dónde querías que esparciéramos tus cenizas, pero cada uno de nosotros llevamos un puñado en el bolsillo de nuestro corazón. Espero que te complazca saberlo.