sábado, 19 de septiembre de 2015

GRANDES PERSONAS, PERSONAS GRANDES

Los recuerdos se nutren de imágenes grabadas con calidad superior, como HD, si no no habría tales (perdón por la redundancia o la obviedad). Uno de los que guardo tiene que ver con el baloncesto, que ayer se hizo presente después de las semifinales contra Francia.
Mi casa familiar, (que ha salido en muchos de mis "posts"), estaba ubicada en un edificio de nueve plantas en el entonces semicentro de la ciudad, en el que vivían varios matrimonios con sus correspondientes hijos, algunos de los cuales compartían edad, más o menos, conmigo. Hay días en que, cuando voy a ver a mi madre, me encuentro con algunos de ellos en el portal o el ascensor. Desde luego que no todos éramos amigos, pero el tiempo, esa lija que nos acaba igualando, aunque sea muy al final o final del todo, nos hace olvidar las rencillas vecinales, que las había y se manifestaban en las juntas de la comunidad de propietarios. Nuestros padres discutían por las cuotas, las derramas o las goteras, pero los jóvenes no nos dábamos por enterados, ni falta que hacía. (Yo sí, porque mi padre me nombraba auxiliar administrativo cuando le tocaba ser presidente, tesorero o administrador, lo cual le servía para tener ayudante a la hora de escribir a máquina los recibos, harto como estaba de hacer papales por su trabajo en una entidad bancaria). 
Había varias chicas en el edificio, de las cuales mi favorita era Marta, una morenaza guapísima (hoy rubia, pero igual de guapa) a la que recuerdo haber tirado los tejos en el bar de abajo de forma tan sutil que probablemente ni se enteró de mis intenciones, pues tanta era mi sutileza o cobardía que costaba descifrarla. 
De entre los chicos, hice amistad con José (pronunciado sin acento), un tiarrón enorme que estudiaba en el colegio de los baberos, del que los jesuitas éramos seculares enemigos. Ajenos a semejantes chorradas de la secularidad y la tradición, pasábamos juntos muchas tardes, sobre todo en su casa, donde disponía de un dormitorio con espacio para extender el tablero del juego "Las rutas de Don Quijote", un antepasado de los de rol pero mucho más cultural y ajeno a la violencia. No recuerdo mucho de la mecánica del asunto, pero sí que las tardes se nos hacían cortas. Su padre era un militar retirado, o en la reserva, que conservaba parte de su acento y gracejo andaluz, al que le encantaban los boquerones en vinagre y otras delicatessen que le provocaron algún ataque de gota. Nina era su madre, otra mujerona morena y simpática que sólo nos interrumpía para traernos la merienda. Una vez tuve que improvisar una excusa para no comer el bocadillo de jamón, porque no me gustaba lo blanco (el tocino) y le dije que pensaba ir a comulgar esa misma tarde en menos de una hora, que era lo prescrito por el papa Pablo VI, muy anterior a este argentino que lo perdona casi todo. Tampoco me gustaban las empanadillas porque tenían tomate, e imagino que pondría la misma excusa, pero Jose casi lo celebraba porque tenía que llenar su cuerpo de castillo de algún modo, a lo que ayudaba mi abstinencia por causa fingidamente religiosa.
Un día me preguntó si me gustaba el baloncesto. Su hermano Manolo, guapote de portada con bigotazo (Manolo, no la portada), era pivot en el Universitario, que necesitaba socios al haber ascendido a segunda división nacional, lo que sería la LEB oro de hoy. (Yo entrenaba, que no jugaba, por falta de entrega o compromiso, con el equipo de mi colegio, así que dije que sí, por ver si se me pegaba algo al ver a los mayores y rascaba algún minuto que no fuera "de la basura"). Por quinientas pesetas nos abonábamos para toda la temporada en asiento de tribuna, aunque faltaba el beneplácito de mi padre, que era quien pagaba. Las negociaciones fueron largas, mi padre era duro de pelar, pero al final accedió a soltar el billete azul que me franquearía la entrada al apasionante mundo de la canasta.
Uno de cada dos sábados, los Castrillón me llevaban al partido, bocata incluido, y después de perder (sólo ganamos uno en toda la temporada) me dejaban en casa a eso de las diez de la noche. 
De aquellos años, no sólo de esa temporada en segunda, me queda el recuerdo de Vacas, el de las gafas atadas con un cordel, un tal Morate, Richi Boronat, Merino y, por supuesto, Manolo, que tenía clase para jugar en categoría superior, y de hecho llegó a hacerlo en el Valladolid, pero por lo que me contaron no era del gusto de un entrenador con mala leche y un poco inestable que acabó forzando su salida. Mario Pesquera, el enemigo de las rotaciones (aún recuerdan los más viejos a su Caja de Ronda con Ramiro, Vecina, Blanco, Arlauckas y Brown jugando casi 40 minutos por partido, con dos sextos hombres -chicos de los recados- como únicos sustitutos: Grau y Palacios) lo rescató para el Universitario y ahí terminó su carrera como pivot rocoso e inteligente.
Choche y yo nunca llegamos a competir más que en "Las rutas de Don Quijote", porque cuando nuestros equipos colegiales se enfrentaban, mi lugar natural era el banquillo, y así no había forma de que me pusiera un tapón o de hacerle unas cuantas personales. Hoy regenta un bar, el café oficial de los artistas, y de vez en cuando nos vemos, él desde un poco más arriba, claro. Quizá un día use el ascensor de la catedral (que sé que no le gusta un pelo) para mirarle por encima del hombro, a ver qué se siente.
Pd.- Gracias a la familia Castrillón y en especial a Jose Luis por ayudarme a refrescar la memoria, a disfrutar del baloncesto y por su amistad. Gracias también por negarme una última copa a horas intempestivas. Eso también es amistad.