lunes, 14 de agosto de 2017

HEREDEROS DE GÓMEZ SAN JOSÉ


Por desgracia, a partir de cierta edad -en la que me llego-, las reuniones familiares se hacen a toda prisa y sin querer para despedir a uno que se va, y reina cualquier cosa menos la alegría completa. Por suerte, hay románticos que se molestan en convocar a todos sin que aparezcan un día antes en la letra pequeña del obituario. Fernando y Rebeca, primo e hija de prima, decidieron hace un par de meses que era el momento de saltarse el cruel protocolo para hacerlo absolutamente festivo. 

Mi familia supera con creces la media de procreación que evitaría la extinción del ser humano. Eran tiempos rurales en los que no tener coche y piso en propiedad importaban mucho menos que perpetuarse, y no somos un Mustang. La emigración, necesaria para la subsistencia, se encargó de repartir a los ocho hermanos, que se fueron asentando a orillas del Cantábrico, el Esgueva -cuya orilla juntó a la rama pucelana- y el Sequillo, y de ahí al Mediterráneo y al Sena y al Pisuerga. Otros mares y ríos terminaron por conocer a los herederos de Serafín y Felisa, mis abuelos maternos.

Ayer, domingo, más de cincuenta personas de cuatro generaciones compartimos mesa. Puede que otros tantos faltaran, pero estaban presentes, ya fuera porque excusaron su ausencia o porque sus descendientes los honraban con su heredada forma de ser. La fortuna sin lotería -alguna pedrea, quizá- nos ha ido colocando donde ha querido, con rachas mejores y otras menos buenas. No había cochazos aparcados a la puerta, joyas ni más lujo que el de vivir sin deudas o las pocas que el mercado bancario impone. Quizá por eso nadie haya perdido el rumbo. Los únicos que necesitaron presentarse fueron los de la cuarta generación, móviles mediante y alguna dificultad idiomática entre plato y plato. El resto seguimos siendo reconocibles: un puñado de personas entre algo currantes y muy currantes que no olvidan su procedencia y se enorgullecen de su sencillez, de crecer sin medrar, como mandan los cánones de la humanidad bien entendida en tiempos tan inhumanos. 

En 1918 se casaron Serafín y Felisa en San Cebrián de Mazote, el pueblo con iglesia más que noble. Allí o cerca estaremos todos, incluso alguno más de los que no pudieron venir, y quienes aún están por llegar, si Dios quiere. 

Gracias a Rebeca y Fernando por el esfuerzo de juntarnos, con el certificado de boda de mis abuelos como testimonio-regalo y el árbol genealógico que se pierde en la inclusa por  vía Felisíaca. ¿A quién coño le importa la supuesta nobleza del apellido? Las personas ennoblecen al nombre y no al revés. Y me enorgullece tener un San José intercalado cada cuatro apellidos, como sé que se sentirían aquellos antepasados que por mor de los tiempos y las circunstancias no pudieron o quisieron dejarnos el suyo. Los descendentes de Felisa y Serafín no vestimos ringorrango, ni falta que nos hace. La única herencia que nos importa es la de poder abrazarnos todos, sinceramente, sin excepción, en honor de la madre que nos parió, porque esa es la verdadera herencia: la que no figura en las cuentas corrientes ajenas. 

Pd.- Alberto, que aparte de primo era -y es- amigo, se dejó besar por mí. Hasta a sus hermanos les sorprendió. 
-Eres el único hombre capaz de besarle -dijo una de las "melgas", Elena-. 
Resulta que su cámara de fotos y la mía son casi iguales. Será por eso. Tenemos formas semejantes de ver la vida, muchos años después.