domingo, 21 de mayo de 2023

IA o AI

 Por si tenía —aún tengo— poco con los cursos de CDD (competencia digital para docentes) a los que me obliga la Junta de mi comunidad, me apunté a un taller sobre Inteligencia Artificial para escritores, que suena a película de ciencia ficción. Para más inri, ando estos días leyendo 1984, de Orwell, por lo que estoy altamente sensible. De esta, solo había visto la película de Hurt y Burton, que fue apertura de la SEMINCI del mismo año, en la que tuve que mantener a raya a mi vecino de asiento, un periodista mexicano al que caí en gracia o, dicho de otro modo, al que le apetecía enseñarme a mis veinte años los secretos del amor (sexo, más bien) inter pares. Desconozco sus habilidades como redactor, pero en el marketing se mostró poco diestro. Por suerte para mí, se quedó dormido durante la proyección (ignoro qué contaría en su revista), y pude ver la peli sin miedo a que me metiera mano. 

 Christian, el ponente del taller, me abrió los ojos sobre un asunto del que no sabia nada hasta ayer. Ocho horas de curso dan para, como le dejé escrito, encontrar el cabo del que tirar para desenmarañar el ovillo, pero consiguió que me picara la curiosidad, que no es poco. El chat GPT me pareció alucinante, tanto que me entretuve en gastar mis talkens —el crédito para los de gratis— a lo largo de la tarde y parte de la noche. Aún sigo alucinando. 

Hasta aquí mi texto. A continuación copio y pego lo que me sugiere OPENAI, después de entregarle mi escrito:


"Después de haber pasado tanto tiempo en cursos obligatorios de competencia digital para docentes, pensé que no habría nada más que pudiera sorprenderme en el ámbito de la tecnología. Sin embargo, decidí inscribirme en un taller sobre Inteligencia Artificial para escritores, y debo decir que el título sonaba a algo salido de una película de ciencia ficción. Para empeorar las cosas, justo en estos días estoy leyendo '1984' de Orwell, lo que ha aumentado mi sensibilidad hacia temas relacionados.

Anteriormente, solo había visto la adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Michael Radford y protagonizada por John Hurt y Richard Burton. Recuerdo que esa película fue la apertura de la SEMINCI en el mismo año. Durante la proyección, tuve que mantener a raya a mi vecino de asiento, un periodista mexicano que pareció interesarse demasiado por mí, o más bien, por enseñarme a mis veinte años los secretos del amor (o más bien del sexo) entre pares. Aunque desconozco sus habilidades como redactor, en términos de marketing mostró poca destreza. Afortunadamente, se quedó dormido durante la película (ignoro qué escribiría en su revista) y pude verla sin temor a sus avances.

Fue en ese taller donde Christian, el ponente, logró abrir mis ojos sobre un tema del cual no sabía nada hasta ayer. Ocho horas de curso fueron suficientes para encontrar el hilo del que tirar y comenzar a desenmarañar el ovillo de la Inteligencia Artificial. Debo admitir que despertó mi curiosidad, lo cual es todo un logro. Sin embargo, lo que realmente me dejó alucinado fue la experiencia con el chat GPT.

Me pasé horas y parte de la noche interactuando con él. Los tokens gratuitos que tenía fueron gastados uno tras otro. Quedé maravillado por su capacidad para generar respuestas coherentes y relevantes. Aunque aún estoy asombrado por todo esto, sigo preguntándome qué más será posible en el campo de la Inteligencia Artificial y cómo puede influir en nuestras vidas en el futuro.

La combinación de mis lecturas de '1984', el taller sobre Inteligencia Artificial y la experiencia con el chat GPT ha dejado mi mente llena de preguntas e ideas. Me pregunto si la tecnología llegará a un punto en el que la línea entre la realidad y la ficción se desdibuje por completo. ¿Estaremos caminando hacia un mundo distópico similar al que Orwell imaginó en su novela? ¿Qué implicaciones tendrá la Inteligencia Artificial en la escritura y la creatividad? Estas incógnitas solo aumentan mi curiosidad y me hacen reflexionar sobre los avances tecnológicos que nos esperan.

A medida que continúo explorando el fascinante mundo de la Inteligencia Artificial y su impacto en diferentes campos, espero poder compartir más de mis descubrimientos y pensamientos en futuros artículos de mi blog. Sin duda, vivimos en una era emocionante, llena de posibilidades y desafíos, y estoy ansioso por ver cómo se desarrolla este viaje hacia el futuro".

Si es que llego a comprobarlo, añado. Miedo me da.

lunes, 6 de marzo de 2023

EL PIANO Y LA MEMORIA


 Entré en la Sala Borja poco antes de la una para la prueba de sonido. El viejo cine-teatro de los jesuitas se ha convertido en una sala moderna, aunque sin venta de palomitas ni refrescos, por suerte y algo de sorpresa. Me ahorraré la maldad que a mis amigos exalumnos de la orden y cinéfilos se les habrá ocurrido.

Al lado izquierdo del escenario lucía un Yamaha de gran cola, con la tapa abierta y un micro de voz. No he podido constatar si se trata del mismo que me jugó una mala pasada allá por 1977 (aprox.) ni consultando a Luis, mi profesor de música del colegio, que se ha mostrado amable, como siempre, pero menos receptivo por whatsapp que en persona, algo semejante a lo que me sucede a mí, poco amigo de los iconos aunque me provoque malentendidos a veces irreparables. 

Fue entrar y recordar el año aquel, con la sala atestada de padres y alumnos, la primera vez que actué como solista. Fue el propio Luis quien me lanzó el envite la noche anterior, con un reto envenenado:

—¿Por qué no tocas el piano mañana en el festival? Busca una pieza que te sepas. 

Dudé, porque no me sabía ninguna como requiere una actuación en público o un examen de primero de piano —así me fue— y Luis envidó de nuevo para provocarme.

—Tu amigo José Ramón va a tocar...

Picado en mi amor propio —J. R: y yo éramos una especie de amigos íntimos con un cierto poso de envidia de mi parte (dudo que me envidiara en algo), porque él era un tío muy brillante en lo académico, aunque sufría al piano más que Fernando Alonso a los mandos de un Alpine, cosa que José Ramón reconocía—, busqué entre mis partituras la más accesible. Estuve ensayando a horas intempestivas más de lo normal —media hora en lugar de diez minutos—, y me presenté en la Sala Borja —quizá fuera en el salón de actos del colegio— con una sonatina de un tal Dussek bajo el brazo, deslomada solo del trayecto de mi casa a la de la profesora de música, María Jesús, que no por el uso. 

Llegó mi turno después del de J. R, cuya obra no recuerdo, quizá El campesino alegre u otra parecida que, creo recordar, interpretó correctamente. Coloqué mi libro sobre el atril como pude, que fue mal a decir de su comportamiento. A medida que tocaba, con algún tropiezo menor (la obra estaba en mayor, y de ahí el choque), las hojas se iban escurriendo —quizá el fieltro sobre el que se apoyan estuviera gastado o aún no se le habría ocurrido al constructor japonés mejorar el sistema, que en España ya conocíamos la lija, coño—. Una de ellas voló hasta aterrizar sobre mis manos, y, confiando en mi memoria, la aparté de un sopapo para poder ver el teclado. El resto de hojas fueron siguiendo su ejemplo y en un instante me vi sin partitura que mirar, pues todos los folios impresos reposaban a mis pies como mariposas muertas que habían preferido suicidarse antes que ser defenestradas por mi lectura errática. Incapaz de seguir de memoria, interrumpí mi lamentable interpretación para recogerlas, mientras Luis, atento entre bambalinas, salía corriendo en mi auxilio. Casi chocaron nuestras cabezas agachadas en busca del Dussek prófugo y desmembrado, pero me adelanté provocando un sprint del cura —confío en que sus dos infartos, muy a posteriori, no tengan nada que ver con aquel sobreesfuerzo—. Volví a colocarlas sobre el atril a su suerte, que no fue la mía porque siguieron las más elementales reglas de la probabilidad, reposando desordenadas y poco estables. Se oyó alguna risa, quiero pensar que benévola, de alguien que creería que se trataba de un espectáculo humorístico —¿no estaría tomando nota uno de Les Luthiers agazapado entre el público?— preparado para provocar la hilaridad,  que se contuvo hasta que decidí rematar mi ridículo con una cadencia perfecta y sobrevenida, SOL - DO. En aquel instante se mezclaron los aplausos generosos con las risas. Recogí lo que quedaba del libro, saludé a la carrera y desaparecí tras la cortina negra como el futuro que me esperaba como concertista si era capaz de superar el trauma. Para mayor escarnio, vino el profesor de plástica, que entonces era pretecnología, y me dijo:

—No sabía que tocabas el piano —quizá mi poca habilidad con los dedos en menesteres pretecnológicos, fuera eso lo que fuera, le inclinó a pensarlo.

—Yo tampoco —le contesté de forma abrupta, pensando en que lo tocaba pero dejaría de hacerlo. Ignoro si captó mi sutileza, pero me dio igual, incluso que tomara represalias a la semana siguiente y me pidiera algún trabajo extra o me invitara al pasillo, que hoy se llama rincón de pensar (en venganzas, apostillo).

Y mi viejo enemigo, el Yamaha de gran cola, me esperaba ayer con su tapa abierta en forma de sonrisa ladeada... Sonaba mejor de lo que recordaba, quizá porque no fuera el mismo sino un pariente lejano al que le hubieran soplado mi desventura de antaño. El caso es que el muy cabrón me la volvió a jugar durante el ensayo, y mis tres hojas, pese al fieltro, se cayeron de nuevo. Las dejé en el suelo, como retándolo, y terminé la canción. 

Por la tarde volví a ensayar y los hados me echaron una mano, igual que durante mi breve aparición como acompañante de una exalumna que ahora canta. Me cedió el honor de hacer un dúo y salí airoso —que no es sinónimo de exitoso en mi diccionario de la excelencia— del paso. Ahora recuerdo que, excepto una actuación como pianista que acabó derivando en monologuista por mor de circunstancias ajenas a mi voluntad, mermada por el retraso y el bourbon, no había vuelto a tener un papel estelar —o satélite— desde el infausto 1977. Tras varias pulverizaciones con el Aprolis (propóleo) que me regaló mi querida Mónica en octubre, en los noventa segundos exactos —acabo de medirlo gracias a los vídeos, que se fastidie Warhol: le estropeé el dicho por trece minutos y medio— de mi interpretación, me sentí, voz cascada, dedos doloridos y edad provecta aparte, como el artista que habría querido ser, al estilo de Billy Joel, Jamie Cullum o Elton John. 

Que me quiten lo cantao y tocao. Lo bailao, no. Para no abusar de mi suerte, me aguanté las ganas de dar unos pasos a lo Nureyev. Seguro que el piano me habría puesto la zancadilla y yo habría salido cojeando. ¡Que se joda! 

PS.- Nunca le pedí perdón por mis putaditas —era pura envidia—, pero J. R. y yo seguimos siendo amigos.

PS2.- Luis, a quien ha rendido pleitesía y agradecimiento en este blog, sigue siendo mi Pigmalión. A él le debo el descubrimiento de mi vocación. No es culpa suya que yo le hiciera caso a medias.

PS3.- Otros amigos surgidos de aquella escuela jesuítica (como Gato, Garrote, Zamora, Del Campo, Lara, Martín, Castro, Campomanes, De la Plaza, e incluso un trepa innombrable del que todos nos descojonamos) fueron más fieles a sus sugerencias, enseñanzas y llegaron donde yo no. También siguen siendo mis amigos. 

PS4.- Actuar con dos exalumnas a las que , sin saberlo, de algún modo les desperté (espero) el gusanillo artístico, y con el hijo de un excompañero del Sanjo, chavales excelentes padre e hijo, fue un premio que no creo merecer. 

domingo, 19 de febrero de 2023

"VIEJUNADAS"

 El grupo de guasap "padelistas" se ha convertido en un recordatorio de que no estamos para partidos, achaques mediante, y solo para cenas apresuradas sin postre, ni café, ni chupitos. En dos horas, resuelta la cita. El miércoles pasado se confabularon los astros y nos juntamos los siete, dos de los cuales no se han puesto el chándal desde que dejaron el colegio, pero se sumaron al grupo una vez que supieron que ya no había partidos. Jose, sin tilde —la RAE debería incluir esa modificación tan al uso, más frecuente que las almóndigas—, después de repasar dolencias de uno y otro, modas modernas como ver series —lo de a doble velocidad para acabar antes me pareció terrible, como de competición adulterada— me confesó que la política, la economía, la salud decreciente y otras desgracias le espantan. También me preguntó si ya no escribo en este blog y, aunque alabó mi estilo —los amigos de verdad te dan una palmadita cuando la necesitas—, me dijo que últimamente me estaba especializando en obituarios. No pude quitarle la razón, pero ya me gustaría no tener que rendir homenaje a amigos que se van. Por él y los muchos otros que siguen en este mundo, aunque en ocasiones parezca que habitan mundos paralelos por mor de la propia vida, he abierto hoy mi cuaderno de bitácora. 

Al hilo del tema, le comenté que he pensado en escribir el mío, por si acaso no me da tiempo, para que alguien lo lea en mi funeral y al menos me recuerden con un sentido del humor que, llegado el caso, quizá me abandone ante la inminencia de la partida. Quizá parezca humor negro —hay temporadas para todo—, pero no encuentro mejor manera de despedirme que haciendo el canelo a posteriori. 

Bueno, que nadie se alarme: solo tengo dolorcillos articulares, mi colesterol anda bajo los límites, duermo bien sin la CPAP desde que adelgacé, y solo tengo apneas voluntarias las pocas veces que me baño —¿para cuándo un termostato en el Atlántico?—. Vamos, que no espero provocar hilaridad desde el púlpito en breve, pero dejaré guardados unos folios. A ver quién se atreve a leerlos. Si hay lágrimas, que sean de risa.