sábado, 4 de abril de 2020

¿QUÉ MÁS PUEDO DECIRTE, HIJA QUERIDA?

Andaba atribulada mi hija porque no podía celebrar su cumpleaños. Diga lo que diga la canción, veinte años son mucho, y noventa y cinco o alguno menos, como dos de mis tías, que los llevan —hoy los estrena una— como un máster sin trampas: mostrando su saber, impartiendo doctrina sin adoctrinar, esto es, con el ejemplo y sin jactancia, con premio no pecuniario. 

Se me ocurrió, en plena cuarentena —no de edad, que la sobrepaso con creces, sino la de ahora, esta que ha ocasionado el puto bicho—, decirle, por pura broma, que iba a por el pan, y luego a hacer fotos al río y más tarde a tomar el vermú, y la pobre, que llevaba varias semanas de confinamiento en casa por una operación que se complicó, se lo tomó a mal. A muy mal, por más que le expliqué que los cumpleaños no necesitan fiesta para celebrarse, que el hecho en sí ya es una celebración, y que aún estaba pendiente la merienda del mío. No hubo forma. 
Por suerte, o quizá porque en casa resolvemos los conflictos con tiempo, silencio y alguna palabrota, se calmó la mar. A ello contribuyeron su jefa y mi jefe —ellos matrimonio y nosotros secundarios—, que le enviaron un regalo inesperado —yo estaba al cabo de la calle pero callé (me encanta chulear al autocorrector)—; su amiga de siempre, "meja", "bestfriend" o como se diga en argot, aunque yo la llamo hija, que nos hizo llegar una tortilla de patatas, y otra compañera y amiga que la sorprendió a la mañana siguiente con más regalos.

Poco después —hoy mismo—, ha venido a decirme que siempre escribo para otros en este blog y que si ella no merecía una mención. Lo cierto es que mis últimas aportaciones han tenido carácter luctuoso y se me hacía difícil romper la inclinación a recordar a los que se acaban de ir porque así lo decidió la divina providencia. Pero lo que no hagas por un hijo, no lo harás por nadie.

Ahora que duerme, después del beso de buenas noches —pijama y embozo— que en mi casa es norma, le dedico esta entrada. Como ser padre de hija única resulta un experimento de ensayo y error sin grupo de control, uno a veces mete la pata —a los maestros solo nos enseñan a educar a hijos ajenos—. Espero que no piense que este texto es uno más de los míos, a los que me obligo los domingos en el blog, los "jueves de ceniza" o antes de algún concurso para seguir ejercitando esta vocación de escribiente vago, o esta vaga vocación. La única que tengo clara es la de padre desde que soy consciente de ser hijo. Y saberme padre de una hija como ella es suficiente acicate para esforzarme cada día, aunque el día amanezca de nalgas. 

Ya celebraremos tu cumple, hija mía, con merienda, tarta con velas y champán. A mí no me hace falta, porque cada mañana, desde hace viente años, recibo algo que sabe mejor que un Dom Perignon o un Vega Sicilia del 64: tu beso por la mañana, el de por la noche y todos los que se nos caen entre horas, suenan mejor que un Steinway D-274, aunque lo tocase el mismísimo Beethoven. Y ya le pueden dar por el tubo de escape al Mustang descapotable. Un paseo contigo... eso sí que es un lujo.