lunes, 13 de diciembre de 2021

SURREALISMO 2, O LOS CAPRICHOS DE LA DESMEMORIA

 Ayer cerré el capítulo anterior sin contar lo que había provocado el título, que no era otra cosa que un sueño, no diré raro, porque últimamente abundan, sino extraño.

 Estaba en mi apartamento (que se parecía poco al de mis sueños conscientes, en los que lo imagino con un salón enorme en el que luce un piano de cola, un equipo de música, libros y otros fetiches) charlando con una exalumna a la que hará como viente años que no veo. Era entonces muy alta para su edad, pero no tanto como para que yo saltase tras ella (en mi sueño) por la ventana y me deslizase por su cuerpo, a modo de barra de bomberos, hasta la calle. Espero que no haya crecido tantísimo desde que no la veo en persona.

 Luego desapareció y me encontré a la puerta de mi clase de COU, porque según decían, mi curso no había estudiado la asignatura de educación física (que, tal como la recuerdo, era una optativa de viernes por la tarde sin repercusión en la nota) ¡y a todos nos tocaba repetir el COU entero! Lo más surrealista, si hasta ahora no lo es bastante, era que mi némesis, un sacerdote jesuita que compartía barbas —y nombre por apellido— con un carpintero famoso (que no era Gepeto, como en el chiste), me recibía con el cariño y la empatía que eché de menos en el curso 82-83. Supongo que su obsesión por mantener la disciplina con mano férrea y la norma de sacar lo mejor de cada alumno (en lo puramente académico, lo que se resume en las notas de selectividad) le impidieron ahondar en otras cuestiones "menores". Su mal ejemplo, curiosamente, se tornó en bueno para mí, que procuro mirar más allá de los números y relativizar su importancia, haciendo ver a mis alumnos que hay valores que no se expresan de forma numérica, y que hay otros tipos de excelencia. El espíritu bohemio, el interés por las artes (no por la asignatura en sí, que solo me hizo feliz cuando empecé a ver monumentos y a disfrutar de las obras de arte sin necesidad de demostrar en un folio que me importaban una higa los nombres de las cosas —que si arbotantes y botareles, que si triglifos y metopas— y, en suma, todo lo que no fuera ensalzar las virtudes de la enseñanza jesuítica (muchas, no lo pongo en duda) en forma de sobresaliente le traían (o eso me pareció) sin cuidado. Al final le tendré que dar las gracias.

 Desperté a media noche, sudoroso pero feliz porque solo era un mal sueño. Otras veces me he visto retomando mis estudios de piano con el mismo resultado: sudores y alivio al despertar.

 Quizá un psicoanalista podría ayudarme a aclarar de dónde vienen semejantes sueños, su significado y en qué medida se pueden superar esos traumas si lo son. Por lo poco que aprendí de Freud, Adler y Jung, debo de haberme quedado en una suerte de fase anal, no tal como la describía Sigmund, sino porque hay cosas que no dejan de darme por el culo.

 

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