domingo, 11 de marzo de 2018

EL PODER DE LA DESINFORMACIÓN (O EL PESO DE LOS TÓPICOS).


Cuando mi hija me regaló hace más de un año una caja sorpresa, o como se llame el invento ese de pagar un servicio por adelantado en unos grandes almacenes, no sospechábamos —ni ella ni yo— la cantidad de cosas incluidas en el paquete. 
Después de estudiar el libro de ofertas como quien se empolla el temario de oposiciones —esas que nunca aprobé, cuya falta me ubica en el terreno de los educadores enchufados e incapaces a ojos de varios maestros que me tuvieron entretenido el viernes, cuyos mensajes plagados de patadas al diccionario me costó descifrar— acabé por decidir el destino. Un día por otro lo fui dejando hasta que esta semana llamé para reservar en un balneario de Medina del Campo que, además de estar cerca, me parecía atractivo, o al revés. Lo malo empezó cuando me dio por visitar las webs de usuarios, esas que puntúan los servicios para advertir a los futuros clientes. A tenor de las opiniones, parecía haber reservado en la piscina de Cocoon después de una guerra bacteriológica pero sin milagros. "Musgo en los azulejos, molesta tercera edad —parece ser que los jubilados son una especie maldita con la que ningún "influencer" que se precie quiere mezclarse—, agua fría, en obras, sólo fachada" y un largo rosario de maldades orlaban/justificaban los comentarios. La investigación sobre restaurantes arrojaba verdades como "excelente" o "no pienso volver", mucho extremo y poco término medio. 
Hasta esta mañana seguía dudando si ir o quedarme en casa, sin soluciones alternativas. Al final fuimos (mis regalos incluyen a mi esposa) aunque mis expectativas eran poco halagüeñas. 
Llegamos tarde por la lluvia y ya me esperaba algo así como "lo sentimos, vaya horas de llegar" o "anda que...". Tuvimos que usar los vestuarios de mujeres (con cabina individual, eso sí), y advertidos estábamos por las dos personas que atendieron mis consultas por teléfono de que no había agua caliente en las duchas ni calefacción, excepto un par de estufas de butano que ya creía extintas. Nos trataron con educación exquisita e invitaron a repetir el circuito si nos apetecía. Por si era poco, llegaron los "jubilados apestados", y "me tocó" echar una mano a una mujer que no veía los escalones —yo no andaba mejor de vista sin mis gafas— y un hombre para el que cada paso era un suplicio "porque me duelen mucho los pies". Mi ayuda fue compensada con un par de "gracias" y unas sonrisas que merecían foto en FB e instagram. ("Allá llegarás si el demonio no te lleva antes" decía mi abuela Felisa, a la que conocí con dolor de pies y vestida de negro. Grande mi abuela sin pedigree, pese a su escaso metro y medio de estatura, pero más de tres metros de altura moral e intelectual sin pasar por universidad pública o estatal). 
Ya en Medina capital —capital de Valladolid, como dicen que dicen unos de Medina del Campo, cuando no que Valladolid es el pueblo más grande de la provincia de Medina, cosas de cuatro pardillos que por desgracia suelen calar entre las hordas de cabreados provincianos sin representar ni a una amplia minoría— buscamos lugar para comer, lo que sucedió al primer intento "in situ", porque el anterior e infructuoso fue por teléfono, si bien el dueño me dio las gracias tres veces por llamar y me pidió disculpas por tener demasiada demanda. Ya le advierto que pienso volver a intentarlo.
Ni en las ciudades con más fama de hospitalarias recuerdo tal profusión de sonrisas y amabilidad, "puro servilismo" dirán algunos; "educación y profesionalidad lo llamo yo". Comimos como reyes pero pagamos como vizcondes. 
Antes de regresar a casa mi mujer me regaló un par de vespas a escala —una de los cuarenta y la otra de 1965, que colecciono cualquier cosa hecha en el año de mi nacimiento (se admiten regalos)—, para disgusto de nuestra hija, que esperaba una a tamaño natural. La dependienta vino a ser el remate de la simpatía medinense.
En el coche me acordé de otra vez en la misma villa en que un camarero salió a buscar a mi padre porque no había pagado la llamada telefónica —después de dejar una propina que cubría una llamada internacional—.
—Se va usted sin pagar el teléfono —dijo.
—Suponía que la habrían incluido en la cuenta —respondió mi padre bastante enfadado mientras daba al camarero una moneda de veinte duros.
—Espere, que le traigo la vuelta.
—No hace falta: quédesela, por si vuelvo otro día, que no creo.
(En "trip advisor" habría supuesto valoración negativa para toda la comarca).
También recordé que hace unos veinte años me llamaron de la Semana de Cine de Medina para tocar el piano en la inauguración —Emiliano Allende estaba comiendo a cuatro metros de mi mesa, qué casualidad– y no llegamos a un acuerdo porque mi representante (que se arrogó tal cargo sin yo saberlo) intentaba quedarse con un modesto 50% (sin saberlo nadie excepto él). Y que a veces jugaba en el callejón de San Francisco con Eduardo —más de una persona que lea este blog sabrá a quién me refiero—, un niño guapote, hijo de un compañero de trabajo de mi padre, al que reconocí meses atrás en un bar de Valladolid, y que se sorprendía de mi memoria. Vamos, que ayer recordé muchas cosas gracias a una caja sorpresa que mi hija me regaló el año pasado por mi cumpleaños. Bendito regalo. 
Pd.- Para los de la antigua Sarabris: me arreglasteis el día. Así, que recuerde, a vuelapluma: María, Eduardo, Marise & cía (más las hijas que compartimos), y a los que ayer entendieron o hicieron por entender mi sentido del humor. Que no os falte la paciencia. Gracias a todos. A la actriz que se tomó un vino a mi lado: lamento no haberte conocido.