domingo, 9 de octubre de 2022

OTRA MÁS



 Dice mi amigo Chema, el rostro impenetrable al que últimamente le han salido unos poros benignos que agradezco y están propiciando una amistad más intensa y profunda tras nuestros sudores en la máquina infernal que nos pone el cuerpo a punto, que le sorprende mi facilidad para escribir. No se refiere a que lo haga bien (tenemos gustos diferentes, y probablemente no tenga más remedio que comprarme un libro autoeditado por quedar bien), sino al impulso que me lleva a hacerlo, sobre todo —dice él— cuando se va alguien querido. «No es facilidad, es necesidad», le contesto. Y es que me da mucha pena que, aunque llevemos esta por dentro, no la saquemos a flote. A mí me ayuda a poner en valor a las personas que me han marcado, ayudado, acompañado en este trayecto después de que ellas lo hayan abandonado. Y, aunque algunas ya podían imaginarlo, otras ni lo sospechaban. Tal es el caso que me ocupa —llevo una tarde jodida de obituarios y llanto contenido, pero es lo que toca—.

 Para un docente no hay mayor premio que encontrarse con sus exalumnos y verlos felices. Alguno hay que te la tengan guardada, pero diré, a riesgo de parecer inmodesto, que lo frecuente es el trato amable, incluso en el caso de algún pupilo difícil. 

 En plena adolescencia hormonada (los diecisiete-dieciocho no dejan de ser un atisbo de premadurez con derecho a voto, que debería ser prevoto, como mera intención), tuve la fortuna de conocer a Emilio del Río (no al escritor influencer de hoy, que quizá sea pariente), sino al sacerdote jesuita que impartía la asignatura (área según no sé qué ley educativa) de Literatura contemporánea universal. No podría decir que se tratara de un comunicador nato, pues su monotonía invitaba más a la siesta que a la atención, y espero que no se lo tome a mal, pater, pero aquel tonillo de primitivo canto gregoriano encerraba un mensaje que tardó en manifestarse. Uno vive lo que vive, y lo cuenta como lo cuenta, sea alumno o profesor. 

 El realismo mágico de García Márquez y otros; Gide, Proust, Joyce y demás plastas (que me perdonen mis amigos snobs)...; Cela, Delibes y otros que se saltaban el guion, chocaban con mi impermeable mental (era el único año en que los jesuitas sorteaban la uniformidad masculina, y las chicas nos distraían). Tardé años en acometer lo que, de haberlo sabido, me habría facilitado superar mis ochos en cada examen (me dio el maillot azul de la regularidad), es decir, la lectura. Alguien me regaló un libro, El amor en los tiempos del cólera (sospecho que asesorada por un buen amigo), y de ahí nació mi interés.

 Una mañana vino el P. del Río cargado de libros, a dos por barba o más bien sotabarba. Nos los entregó antes del recreo. Mientras los cogíamos, se me ocurrió pedirle una dedicatoria. Me acerqué a su mesa, con mis ejemplares en mano, y creo que corrió la voz —del peloteo—. Cuando me di la vuelta, mis compañeros hacían fila (alguno me recriminó que le hubiese jodido el recreo en el Jovi, el bar al que acudíamos, pero no fue capaz de irse, por si las moscas). Recuerdo su rostro satisfecho, como de autor en feria del libro, autografiando volumen tras volumen, y yo me sentí feliz por haber favorecido su éxito efímero y concentrado (la autoedición o la edición en editorial corporativa vienen a ser lo mismo, un día de presentación y gloria efímera). 

 Nunca le di las gracias por sus revelaciones a toro pasado. Si pudiera leer mi blog, quizá se daría cuenta de lo que me transmitió (no es responsable de vocaciones literarias, aunque haya algún Abella o Valverde, sino lectoras), y me demoré demasiado. Espero que no sea tarde. DEP, P. "Chomski" (todos le llamábamos así, incluso los otros curas). Y gracias póstumas.

CASUALIDADES FATALES Y RECADOS VENIALES


 Se supone que, para un cantorcillo aficionado como yo, actuar en el Auditorio Nacional debería ser un caramelo. Acepté la invitación de María, amiga desde la juventud, y cuadré mis horarios con los de los ensayos, cosa sencilla para un tipo ocioso con muchas tardes libres. Lo que no sospechaba era que el evento coincidiría con la muerte de un buen amigo, igual que en mi anterior colaboración, que parecía predestinada por tratarse del Requiem de Mozart, una de mis obras favoritas. Así como la última pieza de Amadeus era propicia para una despedida, no sé si a César le parecería adecuada una sinfonía sobre Mahatma Gandhi, que también era cristiano de algún modo, aunque serlo no signifique nada excepto para quien tenga la certeza, si existe, después de muerto. La fe consiste en creer antes de comprobar. Desconozco si hay alguna obra sobre el dios Baco, que le habría resultado más propia, y no por bebedor sino por enólogo. 

 César, Epi —por su habilidad, creo, aunque nunca supe si era de coña, en la cancha de baloncesto— para quienes le conocimos de joven, era un tío encantador: tono de voz mesurado, sonrisa fácil y franca. Tengo la fortuna de rodearme de personas así, ya sea por casualidad o por algún mérito que tiendo a obviar porque pienso sinceramente que no lo merezco. El caso es que nos conocimos y nos caímos bien. Cuando decidió lanzarse por el camino de la enología, «el mundo del vino» (lo dijo un un comercial gili, como si el vino fuera la metonimia de la parte por el todo, una vez que casi ordenó recitar de memoria al camarero la carta de vinos, «deformación profesional», lo llamó; «malformación aficional», pensé yo), propicié su encuentro con otro de mis grandísimos amigos de la infancia —al que, por suerte o desgracia, según se mire, se ha vuelto a unir ayer en el destino eterno—, con quien compartió piso en Logroño durante una temporada. Ambos, me consta, disfrutaron juntos de buenos vinos, excelentes añadas, usando solo su nariz y su boca —como solía decir César, «hay grandes catadores de etiquetas, pero pocos entendidos»—. Creo que se reencontraron en mi boda, tras años de peregrinaje, como Liszt, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, Juan Carlos me regaló un decantador y César un Vega Sicilia del 70. ¡Qué cabrones, cómo me conocían! Un accidente doméstico se cargó el decantador, pero la botella —vacía, huelga decirlo—, sigue en la vitrina de la cristalería que otros amigos me regalaron cuando nos importaban los detalles en especie, esos que, siempre que los ves, te recuerdan a quien te los regaló. 

 Lo poco que sé sobre vinos me lo enseñó él. Nos citó, cuando aún era estudiante, a una cata ciega (yo aún pensaba que la ceguera venía después). A uno, Ángel G. Vallecillo, que hoy es escritor, se le ocurrió llevar un Mauro (ese manejaba pasta, y a los amigos los carga el diablo) y le sometió a un examen de notarías. Epi acertó la denominación de origen, el tipo de uva y lo de la crianza, que no era poco. Los demás bebimos mientras Ángel se rascaba la cabeza, el muy perro.

 De vez en cuando me llamaba para que probase sus caldos, y le hacía gracia mi forma de definirlos, mis calificativos (se me ocurre que «epítetos»). Entre los que más risa le provocaban estaban «crudo» y «azul». Para mí, azul era el paradigma de algo bien hecho, bello como un traje, unos ojos o un cielo. Solía decirme que le encantaba invitarme porque nunca le doraba la píldora, aunque a su favor jugaba que aún no existía el puto facebook, donde te escriben lo que quieres leer (lo cual no excluye los aplausos a este blog), vete a saber con qué perversos fines, desde el jijijaja, el somos mejores amigos o el a ver («haber» es muy habitual) si pillo. Y que aprendía de mi lengua directa, sin tapujos, de amigo de verdad, a la que jamás puso freno ni tacha porque entendía que mis opiniones eran, si no fundadas, sinceras. «Da gusto, siempre dices lo que piensas, no lo que me gustaría oír». Uno entre mil, este chico. Como para no quererlo. Sometía su trabajo de meses a mi opinión de segundos (es obvio que la mía no era la que más le importaba. Si no, mi tocayo Parker no le habría dado los puntos esos que convierten un vino en mercancía de primera). Venía a casa, cenábamos con un tinto recién embotellado (sin pegatina orientadora), me decía discretamente que los espárragos son enemigos del vino, pero se los comía, jugábamos al PC Fútbol en el ordenador, con medio litro de orujo destilado por él con los hollejos sobrantes de la vendimia, y nos untábamos de charla y amistad, y su perenne sonrisa adornada por sus dientes pequeños, ratoniles,  manchados de taninos o como se llame el tinte tinto. 

 El primero de mayo del 98 abrí su Vega Sicilia para comer. Sobró vino (o faltó comida), y se me ocurrió que podríamos quedar para la cena. Le llevé un catavinos, tan herméticamente cerrado como permite el plástico, con una muestra del vino que me había regalado. Se lo di en el coche. Encendió la luz de cortesía, la del espejo del copiloto, lo probó y dijo: 

—Es mi regalo de bodas. ¿A qué hora lo has abierto?. 

—A las tres. 

—Aún está bueno. ¿Te ha gustado?

—Me ha encantado, César. Gracias.

Le hizo ilusión que lo compartiera con él. Luego fuimos a cenar. No puso reparos en beber un clarete vulgar. Otras veces tragaba con explicaciones de sumiller de tercera, que si «esa añada aún no ha salido al mercado» (aunque él la hubiera bebido una semana antes en otro restaurante); «este es mejor que aquel» (y no lo era). En una bodega pedimos el clarete de la casa, y me dijo por lo bajini: «este es un vino del que se puede aprender, un vino didáctico: tiene todos los defectos y ninguna virtud». Pidió que lo cambiaran porque «hemos pensado que un tinto nos apetece más», y a la camarera se le torció el gesto, que no mudó hasta que trajo la cuenta.  Lo importante está por debajo de lo muy importante, que era la charla relajada y amistosa. Esto flota sobre todo, y hasta un vino malo es incapaz de estropearlo. Y si César destacaba era por no darse importancia; por su humildad a prueba de puntos Parker o Peñín, que eran muchos; por su manera de sentar cátedra sin darse ínfulas y por su bonhomía. 

 Hacía mucho que no nos veíamos, y las redes sociales no le gustaban demasiado, por lo que tardaba meses en contestar o responder a los comentarios. Nuestra siguiente cita, un día que nos encontramos por la calle, con su esposa y la primera criatura recién nacida, nunca llegó. Ahora espero de forma egoísta que tarde. Quiero pensar que Dios, esta vez, se arrepintió de otorgarle una enfermedad que no merecía pero soportaba con su habitual discreción, y le dio la oportunidad de aferrarse a otra para congraciarse y, de paso, llevárselo con él. No sé si en el cielo hay uvas, pero si las hay sabrán mejor. Parker y Peñín no podrán catalogar ya sus vinos, pero Dios no tendrá más remedio que darle un 100.

 Y aquí estoy, medio bebido, lloroso y hundido por este y otros motivos —mis escritos son corales, como las pelis con varios protas, y el término «coral» hoy me viene al pelo, pero esa es otra historia—, rindiéndole homenaje póstumo al bueno, que no es el tópico manido del día de las alabanzas, de César, Epi para los íntimos. DEP, amigo. Te lo has ganado.