Lo llamé con un mugido que debió de salirme convincente, porque vino hacia mí y me devolvió el saludo, el suyo más profundo, como de toro triste. Sacó la cabeza lentamente por encima de la valla. Pese a mi ascendencia torera, di medio paso atrás. El pobre animal se sentiría, creo, rechazado y reculó agachando la cabeza. Miraba con ojos bovinos, y me pareció que lloraba. Casi sin pensarlo le acaricié la testuz, de un terciopelo salvaje y el color rojizo de las tierras africanas. Y volvió a llorar.
Ankole-Watusi dice la wikipedia que se llama su raza.
La psicóloga de mi colegio se reía cuando le conté la historia de las lágrimas. Ahora que flirtea con el psicoanálisis sugirió que me lo hiciera mirar. Con lo fácil que es interpretarlo: un toro triste llora, coño, y a mí me impresionan las lágrimas.
Y no, no llevaba botines. Descalzo sí iba. Como en su añorada África, supongo.
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