jueves, 9 de agosto de 2018

O ESCONDIDO DO CAMIÑO.


Harto de pulpo a precio de chapado en oro, cuestión de mercado, —es mejor poner menos al mismo precio que una ración normal, que si no nos lo comemos nosotros, contestó una encantadora camarera en Portomarín— buscaba en O Pedrouzo un lugar donde probar algo distinto. Los caminantes a los que servía de coche escoba, si bien nunca tuve que recogerlos, que son bien mozos y saben dónde y por qué paran, se tomaban su tiempo y sus chupitos para culminar la etapa. Me mantenían informado de su paradero, incluso cuando estaba aún dormido, con un exceso de celo que me chafaba el descanso. Hay en este tramo un punto estratégico, al que llaman "La casa verde", que suele demorar a los andarines menos fieles o deportistas, gracias a los conxuros apócrifos inventados por la dueña, trufados de connotaciones sexuales, y sus consiguientes elixires ad hoc, que rompen las pocas barreras que quedan después de las frases de rigor entre peregrinos, que cómo vas, que buen camino —ultreia ya se usa poco, ahora van más de "buen camino, o sea, en plan buen camino"—, que hay que hidratarse y en eso estamos...
Pregunté por un sitio en el que comer tranquilo y tuve la suerte de cara, porque me recomendaron un sitio en la cara B, que suele ser la mía. La A viene a ser la margen izquierda —sin connotaciones políticas (1)—, terrazas con sombrillas y andarines con chanclas, vendajes, musleras, rodilleras y tobilleras. Parece que se entra por ese lado en el pueblo y a la gente le cuesta cruzar, —véase (1). Como yo no peregrino, quiero decir en la ruta jacobea, aún me quedaban fuerzas para buscar un paso de cebra. Pese a la ayuda de mi GPS, hoy no se entiende el viaje sin cacharro electrónico —¿cómo se las apañaban nuestros padres para llevarnos de viaje en un SEAT o RENAULT cuyo mayor extra era que cabíamos cinco?— me costó cinco minutos dar con el local. Para mayor alegría propia, no de la propietaria, estaba vacío. 
—¿Puedo comer?— pregunté, por si hubiera cerrado.
—Claro, y escoger mesa —vino a responder la dueña, una mujer encantadora que hablaba bajito, como a mí me gusta.
Entre los dos decidimos que la terraza sería la ubicación idónea mientras no avanzase el sol, y si lo hacía me cambiaría al interior.
Pedí ratatouille, que no es rata sino verduras, como un pisto pero al dente, y hamburguesa de buey macho y manso —ya se sabe cómo se amansa a un toro por la vía quirúrgica—, nada de vaca vieja. Canónigos, cebolla frita y beicon crujiente, queso ahumado y tomate fino eran el colchón. Cerveza, vino blanco para el primero y tinto para el segundo. De postre un pudding recién hecho de croissant con chocolate a la taza. 
Llegaron los dos del camino más una peregrina pescada al vuelo errático de su divorcio, los tres más espirituosos que espirituales, y se sumaron al segundo plato. Nos invitó la casa a otro postre, con  infusión y más chupitos, por si eran pocos, todo a precio de menú o medio menú. A veces hay que investigar un poco, sólo un poco, para encontrar lo escondido, O escondido en gallego. Feliz hallazgo. Y si no, a darle al pulpo "según mercado" que flota y no choca en aceite sobre pequeña balsa de madera. 
—Es parte del camino —dicen algunos, mientras escriben en la solicitud de la compostela "motivos: otros". O sea, en plan otros, te  lo juro.

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