Mi esposa se encargó de todo, como hábil gestora que es, sin levantar sospechas y, lo que es mejor, sin colgarse medallas. Reunir a cerca de cincuenta personas, la segunda vez que lo hace, no es fácil. Y conseguir que cada uno represente su papel sin desafinar es digno de alabanza —aunque no se lo diga a diario es admirable—. Familia, amigos de diferentes pandillas, compañeras de clase —"las trece" menos dos que estaban de viaje—, todos funcionaron como una orquesta. A mi familia la conozco desde que nací, así que sabía de lo que son capaces. A sus compañeras del colegio (igual que a una de las pandillas de amigos, también ex alumnos, porque eran todos chicos) las conozco —qué jodida es la concordancia y más en estos tiempos de confusos géneros/sexos— desde los seis años (los suyos) y las considero de algún modo hijas mías, porque las he visto crecer junto a mi hija, he escuchado sus flautas, corregido sus cuadernos, echado alguna "bronca" —horas antes de invitarlas a comer en casa y cocinar para ellas, ora croquetas, ora spaghetti, casi a la carta, separando los papeles de profe y padre de amiga, o a dormir—. Sé el nombre de sus novietes, he templado gaitas, mediado, charlado, animado y a veces expulsado de clase —la primera fue mi hija por bocazas, pura genética—.
Ayer celebramos, días antes para evitar sospechas, el cumple de mi hija. Además de la satisfacción de verla emocionada, rodeada de tanta gente menuda y adulta que la quiere —que hasta tiene tíos postizos—, me encantó sentirme algo partícipe del crecimiento de más de veinte adolescentes y notar su cariño. De remate, los muy capullos cantaron/desafinaron el himno del colegio —obra de mi jefe y amigo, con un poco de mi ayuda, la justa— ante la cara de sorpresa-envidia-maldad de la otra pandilla que viene de otro colegio del mismo corte, curiosamente todos con nombre de la misma Virgen con distintas advocaciones.
—¿Quién coño os habrá dado clase de música? —dije, quizá (seguro) con otras palabras más gruesas.
Rieron. Luego se despidieron para ir de copas —de botellón— a rematar la fiesta entre gente de su edad, nada que no hayamos hecho antes los adultos a los lejanos y benditos dieciocho años —incluso menos— como forma de madurar, errar, aprender y crecer.
El día antes habían estado de manifestación por el asunto de la EBAU y los temas de historia, todas juntas, sin lucha de banderas, sin consignas partidistas, unidas por la misma causa. Confío en que no haya banderas ni ideologías que en el futuro separen a estas trece más acólitos. Y que el sello de los colegios que los unieron —con monjas, curas o funcionarios, personas de buena voluntad con el mismo objetivo— siga indemne o indeleble por los siglos de los siglos. Se trata de vivir.
Amén. O sea.
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