Año 2000. Estaba tirado en el sofá, cambiando de canal por mero aburrimiento, cuando acerté a sintonizar la final de la copa federación de tenis, la Davis para mujeres. Las españolas iban perdiendo, y perdieron. A punto de darle a otro botón del mando, entre el público me pareció ver una cara más que conocida. Me levanté del sillón para pegarme a la tele y unos minutos más tarde, en efecto, comprobé que Juan Ignacio estaba allí, con cazadora de piel, entre las jugadoras del equipo nacional -se entiende que español-, celebrando los pocos tantos que podían apuntarse contra las americanas. Su prima, Vivi Ruano, formaba parte del combinado -hay que ver lo difícil que resulta encontrar sinónimos- patrio. Después del partido le envié un email para contarle que le había visto por la tele, o quizá le llamé por teléfono, pues allí ya se había inventado la tarifa plana a cobro revertido o qué sé yo, que nos permitió la charla distendida y gratuita, igual que años antes durante una final de Champions con el Madrid, cuya segunda parte vimos colgados del teléfono, y yo tomándole el pelo con goles imaginarios que el aún no había visto, aprovechándome de los segundos de diferencia entre su señal y la mía. El resultado real quedó mucho más abajo que el de los goles inexistentes que le fui adelantando.
Al año siguiente me invitó a su casa en L.A. y tras entregarle una bolsa de ropa, con jamón y chorizo camuflados que me coló su madre, lo cual provocó su risa y mi mosqueo -el aduanero me preguntó si llevaba "joriso" y respondí que no, tras hacer la misma pregunta a unas guapas americanas, que contestaron que preferían las hamburguesas, entre jijí y jajá- se fue al armario empotrado y me trajo una bolsa de plástico: en ella estaba la gorra que su prima Vivi había llevado durante la Fed Cup, y una camiseta del torneo de Indian Wells que Gala León, otra componente del equipo, había metido en el vestuario para que me la firmaran, aduciendo, por saltarse la norma, que era para un amigo suyo... deficiente -no me molestó, porque todos tenemos algo de eso-. Por lo visto, las jugadoras estaban tan hartas de autografiar fetiches que sólo lo hacían en casos excepcionales. Juan Ignacio me enseñó las fotos de la fiesta posterior al torneo de la copa federación, en un casino de Las Vegas, contándome chascarrillos que no revelaré. De entre todas aquellas tenistas, mi favorita era Conchita, para mí la de más clase, aunque no tuviera tantos títulos grandes como Arancha.
(Allá por 1994, la joven Conchita Martínez, que no se molestaba en poner su segundo apellido para resultar más atractiva, ni colocar un guión entre ambos, lo que ahora es casi norma, ganó un partidazo a Martina Navratilova. Era el torneo de Wimbledon, Güímblendon, como decía Butanito, que tenía su propio idioma. Por entonces se podían ver los partidos en abierto, o sea, gratis. Si no recuerdo mal, lo emitió TeleMadrid, aunque no fueran de interés nacional. Ese día quedé enamorado de Conchita).
Mi amigo hizo un par de intentos por quedar con ella, que vivía no muy lejos, creo que en San Diego, pero no tuvo éxito. Vivía alejada de la prensa, con sus motos, sus coches y su colección de vinos, y su vida no necesitaba publicidad.
Hoy mismo me he acordado de todo aquello al saber que era la entrenadora ocasional de Garbiñe Muguruza, que ha ganado el torneo de Wimbledon. Me alegro muchísimo por ambas.
Pese al hito, la prensa deportiva, que no es ni una cosa ni otra, sigue dando preeminencia a los abandonos de Alonso, las caídas de Contador, y a los no fichajes del Madrid o el Barça, y en la web cambian el titular de la victoria de Garbiñe por cualquier chorrada que entretenga a los forofos.
Luego, con razón, se quejan las mujeres de que siguen siendo invisibles. Lo que no sé es cómo permiten que sigan entrando hombres a los pabellones donde juegan.
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