Desde mi infancia -huelga decir que más tierna, porque no conozco otra y hay que huir de las frases hechas, como recomiendan los estilistas- me gustaba cantar y actuar. Mi primer papel fue el de alcalde de "Marcelino, pan y vino". Las monjas, de las de entonces, con hábito y mala leche, ajenas a la pedagogía moderna, no tuvieron empacho en humillarme cambiando mi papel de protagonista por el de primer edil. Yo aún no había visto la película de Pablito Calvo y tampoco tenía idea de qué se esperaba de mí, pero lo acepté como actor del método que era, pese a que Sor Inés bramaba: "parece que estás pisando huevos". Ya se sabe que Stanislavski era bastante gritón. Como solo había que vocalizar, porque el sonido era en off, no tuve que aprender diálogos y encajarlos era cuestión de mover la boca. Me calzaron una gorra azul, como de Cristobalito Gazmoño, y me pintaron un bigote con corcho quemado. Pese a mi actuación, la obra fue un éxito.
Ya en el cole de curas y frailes, mi segundo rol fue el de capitán de madera interpretando "Capitán de madera", de "La pandilla". Ahí cantaba y poco más, pero a cappella. Todo el público me felicitó, aunque sólo recuerdo al hermano Martínez y la madre de Matia, un compañero de clase, porque no había nadie más. Cien por cien de satisfacción.
Luego fui alternando papeles de cantante y actor, cuando no ambas cosas, hasta que Santa Cecilia acabó por iluminar el camino, llevándome de la mano.
El teatro seguía llamando a mi puerta, pero por suerte para los Max no abrí -el recuerdo de mi paso por la alcaldía me bloqueaba-. Lo siento por Santa Cecilia y Santa Rosa de Lima, que se ganaron la santidad auspiciando a gente como yo incluso después de muertas, que la santidad tiene esa servidumbre.
Hace unos días decidí presentarme al casting, que es como se llama hoy a una audición, para un coro de voces graves. La mía, más que serlo, lo está por cuestiones meramente físicas: me paso el día cantando y hablando en clase -a veces más que eso- y fumo. Lo que no esperaba era que, después de hacer mis gorgoritos, el director del coro me dijera que tengo, entre algunas virtudes canoras, un único pero serio inconveniente: cincuenta y dos años, aunque en las bases ponía que el límite sugerido eran los cincuenta y cinco.
Aún desconozco el veredicto. Si no paso el corte, sabré al menos que es por la edad. Prefiero pensar que sólo por eso.
Hace unos días decidí presentarme al casting, que es como se llama hoy a una audición, para un coro de voces graves. La mía, más que serlo, lo está por cuestiones meramente físicas: me paso el día cantando y hablando en clase -a veces más que eso- y fumo. Lo que no esperaba era que, después de hacer mis gorgoritos, el director del coro me dijera que tengo, entre algunas virtudes canoras, un único pero serio inconveniente: cincuenta y dos años, aunque en las bases ponía que el límite sugerido eran los cincuenta y cinco.
Aún desconozco el veredicto. Si no paso el corte, sabré al menos que es por la edad. Prefiero pensar que sólo por eso.
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