Un maestro de mis años mozos decía "fúlbol". Cuando pronunciaba de esa manera nos mirábamos, pero él, ajeno en su mundo "fulbolístico" a nuestras risitas, lo repetía sin darse por aludido.
Si algo bueno tiene el balompié es que por un par de horas, con descanso y descuentos, nos mantiene lejos del mundo, olvidando los sinsabores diarios, aunque no sea más que una nube en un cielo borrascoso, más de lo mismo dentro del mundo mismo.
No hay, por lo que veo en mis clases, nada menos razonable que lo que se adquiere por vía genética. Los tiernos infantes pierden su ternura cuando mencionas Madrid o Barça y sueltan improperios contra el rival, que es enemigo irreconciliable. Funciona como un resorte, un relé que hasta que no cumple su función no se detiene aunque le cortes la corriente, que lo cortés no quita lo valiente. Hay también entre ellos quienes se muestran igual de vehementes al referirse a los partidos políticos, aunque se dé menos. Parece que la mala leche política tarda un poco más en aferrarse o agarrarse, como la leche hirviendo al cazo, con el consiguiente tufo. Los gustos jurgoleros van y vienen según quien gane la liga: hace años tuve alumnos del Dépor, pero la capital del Estado y la de Cataluña suelen ser, de forma maniquea, los ejes sobre los que se sustenta al amor/odio que trasciende lo deportivo, como sus equipos en la liga nacional o la europea.
Ayer tuve cena familiar, con la final de la Champions League de fondo, que para eso somos bilingües, atronando sobre nuestras cabezas en el televisor. Era el día de gloria para los merengues y el de luto para los culés, algunos de los cuales se habrían nacionalizado italianos, a tomar por ahí la independencia durante dos horas, lo importante es lo importante.
El quid de la cuestión, de esta bloguera y ligera cuestión, no se centra en el partido sino en la habilidad del entrenador para gestionar los egos en aras del bien común. Tengo un amigo y compañero -ya lo dijo un locutor de TVE, "les presento a mi compañero y, sin embargo, amigo", vete a saber si consciente del fondo de su frase- que durante años ejerció de "coach" (más bilingüismo innecesario) en el primer equipo de baloncesto de la ciudad. Un día me comentó que el presidente le ofreció cobrar algo de lo que le debían (después de haber cobrado el propio presidente, el que manda, manda) tras unos ingresos que servirían para tapar agujeros. Mi amigo renunció a su estipendio con un argumento que lo define:
-Repártelo entre los jugadores. Ellos son los que corren. Si cobro yo, me dirán que salga yo a encestar, y con razón.
Así se hizo. El respeto que ya se había ganado entre sus baloncestistas por sus conocimientos se vio subrayado por el gesto, si bien me consta que él no hizo mención al hecho, aunque seguramente alguien sí.
Con frecuencia se ejerce el mando señalando los galones, pero el mando de verdad no aparece en la manga, ni en el verbo mandar, sino bajo la gorra, que no recuerdo -de mi breve paso por la mili- si también lleva galones.
El entrenador del Madrid fue jugador del mismo equipo, y antes lo fue del que ayer se llevó cuatro goles, ninguno ilegal que se sepa. Ahora que en lugar de obedecer dirige lo hace con inteligencia, sin olvidar el sentimiento ni la importancia de quien lleva los pantalones cortos.
Me viene otra anécdota militar sobre el soldado raso que ascendió por enchufe y le destinaron como "pipa" del teniente coronel. Entró en el despacho, se sirvió un whisky y encendió un puro habano, degustando ambos con los pies sobre la mesa de caoba del "tecol". De repente entró este y, al verlo solazarse, le echó una bronca por sus excesos. El recién ascendido a cabo le miró, aguantando la reprimenda y sin levantarse del asiento respondió:
-Bueno, Peláez. Yo te entiendo, pero... entre mandos no vamos a putearnos.
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