domingo, 21 de mayo de 2023

IA o AI

 Por si tenía —aún tengo— poco con los cursos de CDD (competencia digital para docentes) a los que me obliga la Junta de mi comunidad, me apunté a un taller sobre Inteligencia Artificial para escritores, que suena a película de ciencia ficción. Para más inri, ando estos días leyendo 1984, de Orwell, por lo que estoy altamente sensible. De esta, solo había visto la película de Hurt y Burton, que fue apertura de la SEMINCI del mismo año, en la que tuve que mantener a raya a mi vecino de asiento, un periodista mexicano al que caí en gracia o, dicho de otro modo, al que le apetecía enseñarme a mis veinte años los secretos del amor (sexo, más bien) inter pares. Desconozco sus habilidades como redactor, pero en el marketing se mostró poco diestro. Por suerte para mí, se quedó dormido durante la proyección (ignoro qué contaría en su revista), y pude ver la peli sin miedo a que me metiera mano. 

 Christian, el ponente del taller, me abrió los ojos sobre un asunto del que no sabia nada hasta ayer. Ocho horas de curso dan para, como le dejé escrito, encontrar el cabo del que tirar para desenmarañar el ovillo, pero consiguió que me picara la curiosidad, que no es poco. El chat GPT me pareció alucinante, tanto que me entretuve en gastar mis talkens —el crédito para los de gratis— a lo largo de la tarde y parte de la noche. Aún sigo alucinando. 

Hasta aquí mi texto. A continuación copio y pego lo que me sugiere OPENAI, después de entregarle mi escrito:


"Después de haber pasado tanto tiempo en cursos obligatorios de competencia digital para docentes, pensé que no habría nada más que pudiera sorprenderme en el ámbito de la tecnología. Sin embargo, decidí inscribirme en un taller sobre Inteligencia Artificial para escritores, y debo decir que el título sonaba a algo salido de una película de ciencia ficción. Para empeorar las cosas, justo en estos días estoy leyendo '1984' de Orwell, lo que ha aumentado mi sensibilidad hacia temas relacionados.

Anteriormente, solo había visto la adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Michael Radford y protagonizada por John Hurt y Richard Burton. Recuerdo que esa película fue la apertura de la SEMINCI en el mismo año. Durante la proyección, tuve que mantener a raya a mi vecino de asiento, un periodista mexicano que pareció interesarse demasiado por mí, o más bien, por enseñarme a mis veinte años los secretos del amor (o más bien del sexo) entre pares. Aunque desconozco sus habilidades como redactor, en términos de marketing mostró poca destreza. Afortunadamente, se quedó dormido durante la película (ignoro qué escribiría en su revista) y pude verla sin temor a sus avances.

Fue en ese taller donde Christian, el ponente, logró abrir mis ojos sobre un tema del cual no sabía nada hasta ayer. Ocho horas de curso fueron suficientes para encontrar el hilo del que tirar y comenzar a desenmarañar el ovillo de la Inteligencia Artificial. Debo admitir que despertó mi curiosidad, lo cual es todo un logro. Sin embargo, lo que realmente me dejó alucinado fue la experiencia con el chat GPT.

Me pasé horas y parte de la noche interactuando con él. Los tokens gratuitos que tenía fueron gastados uno tras otro. Quedé maravillado por su capacidad para generar respuestas coherentes y relevantes. Aunque aún estoy asombrado por todo esto, sigo preguntándome qué más será posible en el campo de la Inteligencia Artificial y cómo puede influir en nuestras vidas en el futuro.

La combinación de mis lecturas de '1984', el taller sobre Inteligencia Artificial y la experiencia con el chat GPT ha dejado mi mente llena de preguntas e ideas. Me pregunto si la tecnología llegará a un punto en el que la línea entre la realidad y la ficción se desdibuje por completo. ¿Estaremos caminando hacia un mundo distópico similar al que Orwell imaginó en su novela? ¿Qué implicaciones tendrá la Inteligencia Artificial en la escritura y la creatividad? Estas incógnitas solo aumentan mi curiosidad y me hacen reflexionar sobre los avances tecnológicos que nos esperan.

A medida que continúo explorando el fascinante mundo de la Inteligencia Artificial y su impacto en diferentes campos, espero poder compartir más de mis descubrimientos y pensamientos en futuros artículos de mi blog. Sin duda, vivimos en una era emocionante, llena de posibilidades y desafíos, y estoy ansioso por ver cómo se desarrolla este viaje hacia el futuro".

Si es que llego a comprobarlo, añado. Miedo me da.

lunes, 6 de marzo de 2023

EL PIANO Y LA MEMORIA


 Entré en la Sala Borja poco antes de la una para la prueba de sonido. El viejo cine-teatro de los jesuitas se ha convertido en una sala moderna, aunque sin venta de palomitas ni refrescos, por suerte y algo de sorpresa. Me ahorraré la maldad que a mis amigos exalumnos de la orden y cinéfilos se les habrá ocurrido.

Al lado izquierdo del escenario lucía un Yamaha de gran cola, con la tapa abierta y un micro de voz. No he podido constatar si se trata del mismo que me jugó una mala pasada allá por 1977 (aprox.) ni consultando a Luis, mi profesor de música del colegio, que se ha mostrado amable, como siempre, pero menos receptivo por whatsapp que en persona, algo semejante a lo que me sucede a mí, poco amigo de los iconos aunque me provoque malentendidos a veces irreparables. 

Fue entrar y recordar el año aquel, con la sala atestada de padres y alumnos, la primera vez que actué como solista. Fue el propio Luis quien me lanzó el envite la noche anterior, con un reto envenenado:

—¿Por qué no tocas el piano mañana en el festival? Busca una pieza que te sepas. 

Dudé, porque no me sabía ninguna como requiere una actuación en público o un examen de primero de piano —así me fue— y Luis envidó de nuevo para provocarme.

—Tu amigo José Ramón va a tocar...

Picado en mi amor propio —J. R: y yo éramos una especie de amigos íntimos con un cierto poso de envidia de mi parte (dudo que me envidiara en algo), porque él era un tío muy brillante en lo académico, aunque sufría al piano más que Fernando Alonso a los mandos de un Alpine, cosa que José Ramón reconocía—, busqué entre mis partituras la más accesible. Estuve ensayando a horas intempestivas más de lo normal —media hora en lugar de diez minutos—, y me presenté en la Sala Borja —quizá fuera en el salón de actos del colegio— con una sonatina de un tal Dussek bajo el brazo, deslomada solo del trayecto de mi casa a la de la profesora de música, María Jesús, que no por el uso. 

Llegó mi turno después del de J. R, cuya obra no recuerdo, quizá El campesino alegre u otra parecida que, creo recordar, interpretó correctamente. Coloqué mi libro sobre el atril como pude, que fue mal a decir de su comportamiento. A medida que tocaba, con algún tropiezo menor (la obra estaba en mayor, y de ahí el choque), las hojas se iban escurriendo —quizá el fieltro sobre el que se apoyan estuviera gastado o aún no se le habría ocurrido al constructor japonés mejorar el sistema, que en España ya conocíamos la lija, coño—. Una de ellas voló hasta aterrizar sobre mis manos, y, confiando en mi memoria, la aparté de un sopapo para poder ver el teclado. El resto de hojas fueron siguiendo su ejemplo y en un instante me vi sin partitura que mirar, pues todos los folios impresos reposaban a mis pies como mariposas muertas que habían preferido suicidarse antes que ser defenestradas por mi lectura errática. Incapaz de seguir de memoria, interrumpí mi lamentable interpretación para recogerlas, mientras Luis, atento entre bambalinas, salía corriendo en mi auxilio. Casi chocaron nuestras cabezas agachadas en busca del Dussek prófugo y desmembrado, pero me adelanté provocando un sprint del cura —confío en que sus dos infartos, muy a posteriori, no tengan nada que ver con aquel sobreesfuerzo—. Volví a colocarlas sobre el atril a su suerte, que no fue la mía porque siguieron las más elementales reglas de la probabilidad, reposando desordenadas y poco estables. Se oyó alguna risa, quiero pensar que benévola, de alguien que creería que se trataba de un espectáculo humorístico —¿no estaría tomando nota uno de Les Luthiers agazapado entre el público?— preparado para provocar la hilaridad,  que se contuvo hasta que decidí rematar mi ridículo con una cadencia perfecta y sobrevenida, SOL - DO. En aquel instante se mezclaron los aplausos generosos con las risas. Recogí lo que quedaba del libro, saludé a la carrera y desaparecí tras la cortina negra como el futuro que me esperaba como concertista si era capaz de superar el trauma. Para mayor escarnio, vino el profesor de plástica, que entonces era pretecnología, y me dijo:

—No sabía que tocabas el piano —quizá mi poca habilidad con los dedos en menesteres pretecnológicos, fuera eso lo que fuera, le inclinó a pensarlo.

—Yo tampoco —le contesté de forma abrupta, pensando en que lo tocaba pero dejaría de hacerlo. Ignoro si captó mi sutileza, pero me dio igual, incluso que tomara represalias a la semana siguiente y me pidiera algún trabajo extra o me invitara al pasillo, que hoy se llama rincón de pensar (en venganzas, apostillo).

Y mi viejo enemigo, el Yamaha de gran cola, me esperaba ayer con su tapa abierta en forma de sonrisa ladeada... Sonaba mejor de lo que recordaba, quizá porque no fuera el mismo sino un pariente lejano al que le hubieran soplado mi desventura de antaño. El caso es que el muy cabrón me la volvió a jugar durante el ensayo, y mis tres hojas, pese al fieltro, se cayeron de nuevo. Las dejé en el suelo, como retándolo, y terminé la canción. 

Por la tarde volví a ensayar y los hados me echaron una mano, igual que durante mi breve aparición como acompañante de una exalumna que ahora canta. Me cedió el honor de hacer un dúo y salí airoso —que no es sinónimo de exitoso en mi diccionario de la excelencia— del paso. Ahora recuerdo que, excepto una actuación como pianista que acabó derivando en monologuista por mor de circunstancias ajenas a mi voluntad, mermada por el retraso y el bourbon, no había vuelto a tener un papel estelar —o satélite— desde el infausto 1977. Tras varias pulverizaciones con el Aprolis (propóleo) que me regaló mi querida Mónica en octubre, en los noventa segundos exactos —acabo de medirlo gracias a los vídeos, que se fastidie Warhol: le estropeé el dicho por trece minutos y medio— de mi interpretación, me sentí, voz cascada, dedos doloridos y edad provecta aparte, como el artista que habría querido ser, al estilo de Billy Joel, Jamie Cullum o Elton John. 

Que me quiten lo cantao y tocao. Lo bailao, no. Para no abusar de mi suerte, me aguanté las ganas de dar unos pasos a lo Nureyev. Seguro que el piano me habría puesto la zancadilla y yo habría salido cojeando. ¡Que se joda! 

PS.- Nunca le pedí perdón por mis putaditas —era pura envidia—, pero J. R. y yo seguimos siendo amigos.

PS2.- Luis, a quien ha rendido pleitesía y agradecimiento en este blog, sigue siendo mi Pigmalión. A él le debo el descubrimiento de mi vocación. No es culpa suya que yo le hiciera caso a medias.

PS3.- Otros amigos surgidos de aquella escuela jesuítica (como Gato, Garrote, Zamora, Del Campo, Lara, Martín, Castro, Campomanes, De la Plaza, e incluso un trepa innombrable del que todos nos descojonamos) fueron más fieles a sus sugerencias, enseñanzas y llegaron donde yo no. También siguen siendo mis amigos. 

PS4.- Actuar con dos exalumnas a las que , sin saberlo, de algún modo les desperté (espero) el gusanillo artístico, y con el hijo de un excompañero del Sanjo, chavales excelentes padre e hijo, fue un premio que no creo merecer. 

domingo, 19 de febrero de 2023

"VIEJUNADAS"

 El grupo de guasap "padelistas" se ha convertido en un recordatorio de que no estamos para partidos, achaques mediante, y solo para cenas apresuradas sin postre, ni café, ni chupitos. En dos horas, resuelta la cita. El miércoles pasado se confabularon los astros y nos juntamos los siete, dos de los cuales no se han puesto el chándal desde que dejaron el colegio, pero se sumaron al grupo una vez que supieron que ya no había partidos. Jose, sin tilde —la RAE debería incluir esa modificación tan al uso, más frecuente que las almóndigas—, después de repasar dolencias de uno y otro, modas modernas como ver series —lo de a doble velocidad para acabar antes me pareció terrible, como de competición adulterada— me confesó que la política, la economía, la salud decreciente y otras desgracias le espantan. También me preguntó si ya no escribo en este blog y, aunque alabó mi estilo —los amigos de verdad te dan una palmadita cuando la necesitas—, me dijo que últimamente me estaba especializando en obituarios. No pude quitarle la razón, pero ya me gustaría no tener que rendir homenaje a amigos que se van. Por él y los muchos otros que siguen en este mundo, aunque en ocasiones parezca que habitan mundos paralelos por mor de la propia vida, he abierto hoy mi cuaderno de bitácora. 

Al hilo del tema, le comenté que he pensado en escribir el mío, por si acaso no me da tiempo, para que alguien lo lea en mi funeral y al menos me recuerden con un sentido del humor que, llegado el caso, quizá me abandone ante la inminencia de la partida. Quizá parezca humor negro —hay temporadas para todo—, pero no encuentro mejor manera de despedirme que haciendo el canelo a posteriori. 

Bueno, que nadie se alarme: solo tengo dolorcillos articulares, mi colesterol anda bajo los límites, duermo bien sin la CPAP desde que adelgacé, y solo tengo apneas voluntarias las pocas veces que me baño —¿para cuándo un termostato en el Atlántico?—. Vamos, que no espero provocar hilaridad desde el púlpito en breve, pero dejaré guardados unos folios. A ver quién se atreve a leerlos. Si hay lágrimas, que sean de risa. 

lunes, 26 de diciembre de 2022

RAROS Y JINGLE BELLS

 

 Mi amiga Clara dijo un día, no sé si el que me conoció (solo me había visto en foto, teñido de rubio por una promesa en el Camino de Santiago, y le costó identificarme): «para ser amigo del Fuentes y del Niño (Germán es el niño), no eres tan raro...». «Pero tienes tu cosa» —quise entender. 

 A Clarita le debo este blog. Ella lo creó, me pasó el enlace y le puso nombre y clave de acceso. Los cambié por mnemotecnia (no apunto mis passwords, pero tengo mi método), no por desconfianza. Clara sabe marcar distancias entre lo amistoso, lo privado y lo íntimo. 

 "Mi cosa" venía de lejos, pero se manifestó en su esplendor cuando conocí a Germán, y después al Fuentes y a Clara. Sus rarezas se me contagiaron, y tardé en darme cuenta de su importancia. Las casualidades, los hados, la fortuna, la providencia o el destino (según se les quiera llamar, creencias mediante), la vida, en suma, nos va moldeando. Otros amigos, de los de siempre, tenían y tienen lo suyo, y sus opiniones dejan huella. Algunos ni lo sospechan, pero a todos les debo algo, incluso a los ejemplos negativos (hay quienes dejaron su impronta y desparecieron, benditos ellos, que nunca volvieron a dar señales, ni falta que hace: ya no son amigos). El aprendizaje se muestra de múltiples formas. Llevo más de treinta y dos años ejerciendo la profesión de docente sin olvidarlo. Mis chicos, chicas, chic@s (el lenguaje inclusivo choca con la gramática, que será chikes, pero hay que forzar lo inforzable)... que no son tontos pese al Fornite (así lo digo en clase, y se mean), al Quevedo y la Rosalía (los apócrifos, huelga decirlo, que quienes me leéis lo tenéis claro, espero, no daré más pistas), al reguetón y la madre que lo parió sin epidural, aprenden y desaprenden a ratos.

 No sé por qué han salido estos tres (y más que no cito con nombre, aunque estoy seguro de que alguno se sentirá subrayado) en estas fechas de desparrame, cachondeo, excesos (o compensación de defectos) y sendas excusas. Escribo porque ayer fue fiesta grande trasladada a hoy; porque he ido al tanatorio (pasando por aquí y por ahí) a despedir a un señor de sesenta y tres años (tengo cincuenta y siete y me ha dado por pensar...), cuya hija fue alumna mía y hoy es compañera (la vida te pone y quita, esclavos y señores); porque he dormido nueve horas (sin resaca, gracias a San Omeprazol); porque este blog es mi terapia gratis (que no lo sospechaba hasta que hace un año empecé a pagar a un psicoanalista), la de verbalizar y pensar; porque pasé la Nochebuena sin discutir (comiendo y bebiendo poco, que los órganos tienen sus conexiones y es mejor cortarlas); y porque escucho más que hablo. Y leo más de lo que escribo. 

 

 

 

domingo, 4 de diciembre de 2022

4 DE DICIEMBRE

 Nací con reloj de serie, conectado con mi memoria a largo plazo, y funcionan ambos como una película de cine, no de fotos (aunque a veces también). Relojes, cine y fotos me acompañan desde pequeño, por vía paterna. 

 Mi amigo Juan Carlos cumpliría hoy 57 años. Antes de la misa de doce, le puse unas velas eléctricas. Por caprichos de mi cabeza, que funciona de forma autónoma, me acordé de la primera cena, que vino precedida de una promesa que nos hicimos los cuatro de entonces, del cole, del mus en el club del colegio de médicos, y de los pinchos de tortilla con chato de mosto en el Jovi: J.C, Sanmi, Nacho y yo.

—El primero que tenga trabajo invita a los otros tres —convinimos.

 Como no dejamos por escrito cláusulas ni letra pequeña, las clases particulares de solfeo que daba a unos vecinos sirvieron para pagar mi deuda. Un curre es un curre, aunque sea en negro.

 Nos plantamos, reserva mediante, en un hotel céntrico que tenía restaurante. Cuatro mocosos, dos con derecho a voto, rodeados de mesas con familias, parejas y gente seria y adulta, llamaron la atención del maitre. Como jefe de la expedición, y con el mando en plaza que me otorgaba mi billete morado en la cartera, me permití pedir el vino. 

 —Un Protos... o algo parecido —dije. Hablaba de oídas, por lo poco que había aprendido hasta entonces, pero en la mesa de al lado había una botella igual.

 El hombre me miró con cierta conmiseración, aguantando la risa. Se temería que, a la hora de pagar, nos ofreciéramos a fregar platos para compensar mi falta de liquidez. 

 —No tenemos, pero puedo ofrecerle un Balbás joven.

 Acepté, por no discutir. Un hombre con uniforme impone más que cuatro chavales en vaqueros.

 Nacho se comió el pisto, aunque aquel amasijo se parecía más a un puré a medio triturar que al pisto de verdad, el que su madre, de Albacete, preparaba. Sanmi cortó su escalope milanesa, un filete empanado, en román paladino, en trocitos pequeños.

 —Coño, Jose. Corta y come —le dije.

 —De eso, nada. Primero trabajo y después como.

 No recuerdo qué pedimos Juan Carlos y yo. Solo que lo pasamos bomba, pagué y nos fuimos felices después de nuestra primera cena con mantel de tela. Tampoco sé si hubo otras —el pacto era "el primero paga"—. 

 Ahora que caigo, años más tarde hubo una especie de masterchef del mismo cuarteto en el chalet de Sanmi. Compramos dos lechazos, y cada uno de nosotros se encargó de asar su cuarto —lo de trasero y delantero no era importante— en el horno de Pereruela, con bandejas de barro, como mandan los cánones lechacísticos. Cada uno hizo el suyo según la receta materna, y el mío ganó en el punto, dorado y crujiente, pero quedó más soso que el menú de una residencia de ancianos. Otro flotaba en aceite; el tercero sobrevivió al naufragio por exceso de agua sin flotador, y el último se quedó a medio hacer, más cerca del carpaccio, que en aquella época no existía o no sabíamos qué coño era— que del asado. No nos importó —incluso las discusiones, votadas por el resto de comensales fueron divertidas—. Cenamos en el jardín, y algunos dormimos allí después de discutir sobre los merecimientos de los asadores de pacotilla. 

 Juan Carlos y Sanmi ya no pueden participar de un nuevo reto. Hace años que los llamaron al restaurante en el que solo sirven maná. Descansen en paz. Solo espero que nos les dejen entrar en la cocina. 

 


domingo, 27 de noviembre de 2022

1984 O POR AHÍ

 Después de nuestra sudada del jueves (los martes hay otra), nos fuimos mi compañero de fatigas (dos por semana), el letrado letrado (no es error tipográfico) Chema y yo a tomar la caña que hemos institucionalizado, no por recuperar líquidos sino por soltar la lengua, que ya se desata durante el entrenamiento al que asiste nuestro asesor (nos negamos a llamarlo coach o personal trainer, antiguos que somos), sorprendido de que sea la lengua el único músculo que no se nos cansa por más que nos castigue —por nuestro bien, se supone— con series de subibaja-tiraempuja-dentrofuera. 

 El amigo jurista es buen y documentado conversador, un tío leído y a veces escribido, rara avis en estos tiempos en los que abunda el indocumentado monologuista, ese que espera mientras se come las patatas fritas a que respires para meter baza sin importarle lo que acabas de decir. Uno de los asuntos que ocupaba nuestra rehidratación versaba sobre la conveniencia de aconsejar a quien crees que anda un poco descarriado, confuso o errático, y la forma (si era menester) de hacerlo. Hay quien piensa que los amigos están para darte la razón y, aun cuando les pidas opinión, cuidarse mucho del fondo y la forma. Chema y yo opinamos que para llamarnos guapos ya tenemos familia o, como decía Lobo en Pulp Fiction, «no empecemos a chuparnos las p... todavía». 

 Atendimos brevemente al wasap, entre sorbo y sorbo, y ambos convinimos en que Orwell se habría ahorrado su novela apocalíptica, 1984, si hubieran existido los móviles cuando la escribió, y más otros que hablaban de chips implantados a la fuerza. Hoy pagamos una pasta por comprar el implante, al que voluntariamente incorporamos nuestros datos.

 Por ponerlo a prueba, le pregunté si, en caso de verme perdido, me lo diría. Como no es persona alocada, dio un sorbo a su cerveza, lo pensó y dijo:

—Hay que buscar el momento, el tono... —volvió a beber— y... sí: te lo diría. 

 Después de las cañas, pasamos por la calle Santiago, con sus luces navideñas —este año hemos cambiado las catedrales neogóticas por los cajones— y su música, entre el Jingle bells rock, también el clásico, el All I want for Christmas is you de la Carey, y otras de semejante pelo o pelambrera que se disparan cada hora, para regocijo de los viandantes, móvil en mano, y retortijón de los vecinos —opositores, jubilados, niños, universitarios y resto de seres humanos— que necesitan, como todo el mundo, que se respete su ritmo de trabajo y descanso.  

 (Sigo prefiriendo un paseo por la orilla del río que otro bajo el neón, led o iluminación respetuosa y energéticamente menos reprochable. La música la elijo yo —con auriculares—, aunque me conformo con el leve rumor del agua, el canto de los pájaros y el sonido de mis pisadas). 

 Nos despedimos y, de camino a casa, di gracias por contar con un amigo que me dirá con diplomacia y sinceridad,  llegado el caso,  que me vendría bien pararme a reflexionar. Eso es lo que llevo haciendo por escrito desde que abrí este blog —y antes—. 

 

domingo, 20 de noviembre de 2022

BUENOS PASSOS (LÍMITE 17.00 HORAS).

 








Escribo hoy en courier, que no es solo apellido de tenista americano sino tipo de letra francesa, cosa que aprendí ayer —acostumbrado al times new roman, la letra oficial para concursos, casi todos esquivos hasta ahora, menos tres de chorrocientos—. Y lo hago en honor a mis amigos de Malos passos, con los que compartí cocido castellano en Palazuelo de Vedija, previos vinos en Rioseco (Medina de), con otros de la tierra, de Mauro para abajo (a la inversa de las bodas de Caná). Y como lo de justificar no va conmigo ni, por lo que veo, con el caprichoso blog este, lo dejaré así, como si fuera adrede (aunque confiese mi impericia). 

Malos passos es, por lo que me contaron, el nombre sacado de una canción de Radio FuturaEscuela de Calor. Espero que Paz me corrija las cursivas si están mal. Por ella resucité mi procrastinada afición a escribir. Lo curioso es que, cuando la conocí por teléfono, supe que era una persona muy especial. Me llamó el día de mi cumple de hace, creo, unos seis o siete años.

—Jo, Paz. No se te pasa un cumpleaños.

La imaginé riendo —le puse cara a su risa—, acaso arrepintiéndose de haber topado con un chalao. Luego supe que no era el primer orate de su lista. 
Firmamos el contrato oral, nos vimos para el escrito, y me cayó aún mejor. Modestia aparte —no contemplo la inmodestia—, creo que yo también a ella. Después, todo fue a mejor y me gané  su crédito sin aval. Paz es pura intuición confiada. 

Durante la jornada (perdona por la rima interna), que comenzó en la Rúa (calle Mayor de Rioseco, frente a la tienda del Fuentes, otro amigo riosecano de pro —por riosecano y amigo), fui conociendo a la plantilla de colaboradores: un fotógrafo, Leica (Panasonic con punto rojo, ahí te pillé, Luis, y lo reconociste, eso te honra) en mano, al que ya considero amigo; un escritor con novela premiada, que, curiosamente, no había ido a hablar de su libro —lo compraré esta semana y te odiaré por haber ganado un Ateneo pucelano con tu primera novela, que ya te vale—; varios de la ribera del Sequillo, poetas y prosistas (cojones con el río este, la de artistas que ha parido)...

Ya en Palazuelo, mi cerebro, o lo que queda de él, se puso en modo on y acertó a reconocer a un tío bajo la gorra del revés, como de cazar ranas. Le sometí a un cuestionario con soluciones inmediatas, y aún seguirá alucinando para bien (a menos que se arrepienta de haberme conocido después de leer los textos en verso que le envié anoche). Otros dos conocidos más estaban sentados a la mesa. Lo de Jesús González también fue para nota.

Que de veinte comensales fuéramos cuatro los que hemos pasado por las aulas de los jesuitas, no en general, sino en el mismo colegio de la plaza de Santa Cruz, no deja de provocarme una sonrisa cabrona (sarcástica, malhadada, hijoputesca, un pelín resentida y un muchín ventajista son sinónimos), sin contar a los que salieron en la conversación y, como nosotros, se saltaron la norma de jesuitae artist muti ("no digáis que pasasteis por aquí"), que los jesuitas son izquierdistas de salón. 

(Por otro misterioso capricho, el texto vuelve a alinearse. No me molesto en hacer probaturas). Paz me llamaba porque un amigo común, periodista de RNE, le había dado mi número. Así funcionan las cosas desde tiempo inmemorial, antes de los algoritmos y las escuchas de Siri y Alexa, ese par de cotillas o cotillos). Quería que mi cuarteto Muzikanten —ya extinto— fuera a actuar en la casa de cultura que honra al poeta vallisoletano que da nombre a paseo y estadio de fútbol (don José era un adelantado futbolero y diseñador de espacios urbanos). Perdóneseme la elipsis narrativa, pero no estoy fino ni me importa.

Lo del límite 17.00 horas tiene que ver con el primer partido del mundial, no con una campaña de El Corte Inglés. No es que el fútbol me interese demasiado, pero me servirá para cortar la ingesta dominical de whiski —RAE mediante—  (sigo prefiriendo el whisky, y el güisqui me da dolor de ojos: los tres, en exceso, de cabeza). Además, un Catar - Ecuador me parece una velada invitación a la concupiscencia oral. A ello voy. O sea, al partido.

(Por cierto, Diego: ya tienes mi texto para el próximo Malos passos, cuya ilustración será cosa de Antxonio).

Algo me dejo en el tintero, lo sé y me falta. Y para que el wiski no me sobre, aquí lo dejo (o lo quedo en pucelano). 

La prevista o pre-vista me indica que se han mezclado tipos, márgenes y yo qué sé. Con que se me entienda...